El Señor te ha perdonado, vete en paz…
“El sigilo sacramental es indispensable y ningún poder humano tiene jurisdicción sobre él”
El Catecismo de la Iglesia Católica #1467:
Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas (CIC can. 1388,1; CCEO can. 1456). Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se llama «sigilo sacramental», porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda «sellado» por el sacramento.
Santo Tomás de Aquino: «lo que se sabe bajo confesión es como no sabido, porque no se sabe en cuanto hombre, sino en cuanto Dios», (In IV Sent., 21,3,1).
El sigilo obliga por derecho natural (en virtud del cuasi contrato establecido entre el penitente y el confesor), por derecho divino (en el juicio de la confesión, establecido por Cristo, el penitente es el reo, acusador y único testigo; lo cual supone implícitamente la obligación estricta de guardar secreto) y por derecho eclesiástico (Código de Derecho Canónico, c. 983).
El sacerdote que viole el secreto de confesión incurre excomunión automática.
El Código de Derecho Canónico, canon 983,1: «El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo».
Si el sacerdote se encuentra con el penitente no puede comentar nada de lo que escuchó en confesión, a menos que el mismo penitente lo comente primero. Sólo entonces puede el sacerdote discutirlo y sólo con el penitente. De lo contrario debe permanecer en silencio.
¿Puede revelarse una confesión con el fin de evitar un mal?
No. Porque el sigilo sacramental es inviolable. Es un crimen romper dicho sigilo, ya sea de palabra o de cualquier otra forma o por cualquier motivo. No hay excepciones a esta ley.
¿Qué puede hacer un sacerdote si alguien le confiesa un crimen?
El sacerdote debe ayudar al penitente a llegar a una verdadera contrición la cual incluye, arrepentimiento, reparar en lo posible y propósito de enmienda. Pero aun si el penitente no sigue sus consejos, el confesor debe de guardar el sigilo de confesión.
¿Las autoridades judiciales podrían obligar a un sacerdote a revelar un secreto de confesión?
Las autoridades civiles no tienen derecho a exigir que un sacerdote viole el sigilo de confesión. Pero aun si amenazaran al confesor, este no puede quebrantar el sigilo sacramental bajo ningún pretexto, cualquiera que sea el daño privado o público que con ello se pudiera evitar o el bien que se pudiera promover.
El sigilo sacramental obliga incluso a soportar el martirio si fuese necesario, como fue el caso de San Juan Nepomuceno.
La protección del sigilo sacramental debe implicar también para el confesor la exención de la obligación de responder en juicio «respecto a todo lo que conoce por razón de su ministerio», y la incapacidad de ser testigo en relación con lo que conoce por confesión sacramental, aunque el penitente le releve del secreto «y le pida que lo manifieste» (cánones 1548 y 1550).
¿Obliga el sigilo en el caso de que el sacerdote no haya dado la absolución?
El sigilo obliga a guardar secreto absoluto de todo lo dicho en el sacramento de la confesión, aunque no se obtenga la absolución de los pecados o la confesión resulte inválida.
¿Y si otra persona oye o graba la confesión y la revela?
Incurre también en excomunión quien capta mediante cualquier instrumento técnico, o divulga las palabras del confesor o del penitente, ya sea la confesión verdadera o fingida, propia o de un tercero.
Es objeto del secreto de la confesión todo aquello que se diga en orden a la absolución y lo que guarde relación directa con ella. Esto incluye la acusación del penitente y también lo que se refiere a la contrición del penitente y la penitencia que se le ha impuesto. Abarca también aquellas cuestiones de fuero interno que se puedan conocer de la confesión de los pecados, como una pena de excomunión que se conozca por la confesión, la obligación de restituir a alguien o la necesidad de sanar un matrimonio.
¿Quiénes están obligados a guardar el sigilo sacramental?
Están obligados a guardar el sigilo sacramental el confesor, y todos aquellos que legítimamente, por accidente o ilegítimamente conozcan lo que se ha dicho en una confesión. Por poner un ejemplo, conoce por accidente lo que se ha dicho en una confesión quien, por un descuido, pase cerca del confesionario en el momento de una confesión. Como es obvio, si el sujeto pasa cerca del confesionario por curiosidad -con ánimo de escuchar lo que dicen el penitente y el confesor- sería un ejemplo de conocimiento ilegítimo de la confesión. Esta persona, además de cometer un pecado por su curiosidad, tiene la obligación de guardar secreto, que llegaría a la excomunión si se cumplen los requisitos de este delito canónico.
Conoce legítimamente el contenido de una confesión, además del confesor, el intérprete. El canon 990 prevé el uso de intérprete para la confesión de los pecados.
Todos ellos están obligados a guardar el sigilo de la confesión. Naturalmente, el propio penitente puede hablar de lo que ha dicho en la confesión y también de los consejos que ha recibido. También puede dar permiso al confesor o al intérprete para revelar el contenido de una confesión. El confesor puede pedir al penitente que le dé este permiso, pero es recomendable no hacer esta petición si no es por motivos verdaderamente excepcionales: por ejemplo para tramitar la sanación de un matrimonio. De todas maneras, se recomienda evitar siempre que se pueda pedir este permiso al penitente. Así, es posible tramitar la absolución de una censura sin decir el nombre del penitente.
Los moralistas entienden que -dentro de la confesión- hay un permiso tácito para usar lo dicho en confesiones anteriores. Aun así, el permiso es tácito: si el penitente no quiere que se saquen a colación las confesiones anteriores, el confesor no puede usar esos conocimientos. Se trata de un derecho del penitente. En cambio, fuera de la confesión no existe ese permiso tácito. Lo que recomiendan los moralistas es no usar esos conocimientos ni siquiera con el propio penitente, tampoco en el ámbito de la dirección espiritual. Lo que se puede hacer -si se estima necesario- es pedir permiso al penitente para hablarle de lo que dijo en su última confesión. Preguntarle, quizá: «¿te importa que te comente un detalle que me dijiste en la última confesión?» De todas maneras, como ya se ha dicho, por respeto a la santidad del sacramento, pedir este permiso debe ser muy excepcional.
El confesor hará bien en facilitar la dirección espiritual de aquellos fieles que acuden a confesarse con más frecuencia. Sin olvidar que los consejos que se dan dentro de la confesión también son dirección espiritual, puede el confesor intentar tener una profunda dirección espiritual -o acompañamiento espiritual- con aquellos penitentes que considere que estén mejor dispuestos.
Es conveniente, de todas maneras, distinguir los dos ámbitos -el de la dirección espiritual y el de la confesión- con claridad. Quizá se puede empezar con la dirección espiritual, y una vez terminada, se le pide a la persona que se arrodille y se confiese de lo que le ha dicho. El límite puede quedar claro mediante las oraciones con que se inicia y termina la confesión. Si en la confesión el confesor considera que debe usar esos conocimientos para aconsejarle, se puede remitir al penitente a la dirección espiritual, diciéndole, por ejemplo, «si no te importa, esta pregunta me la puedes hacer dentro de un rato, cuando te haya dado la absolución». O bien excepcionalmente pedirle permiso -dentro de la confesión- para usar esos conocimientos fuera de la confesión.
“El sigilo sacramental es indispensable y ningún poder humano tiene jurisdicción sobre él”
Es indispensable para la santidad del sacramento y para la libertad de conciencia del penitente, que el diálogo sacramental permanezca en el secreto del confesionario. Lo dijo el Papa Francisco al recibir, en la mañana del 29 de marzo, a los participantes en el trigésimo Curso sobre Fuero interno organizado por la Penitenciaría Apostólica.
En su discurso, previo saludo a los participantes y al Cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor, el Romano Pontífice habló de la importancia del “ministerio de la Misericordia”, que “justifica, exige” y casi “impone” una formación adecuada, para que el encuentro con los fieles que piden el perdón de Dios sea siempre un verdadero encuentro de salvación.
La Penitenciaría Apostólica, el tribunal más antiguo al servicio del Papa, “un tribunal de misericordia”, lo llamó Francisco, en esta época que “corre tan velozmente”, tiene la necesidad de formación y seguridad con respecto a asuntos importantes para la vida misma de la Iglesia y la misión confiada por Jesús.
Es necesario recordar, dijo el Papa, “que el Sacramento de la Reconciliación es un verdadero y propio camino de santificación; es el signo efectivo que Jesús dejó a la Iglesia para que la puerta de la casa del Padre permaneciera siempre abierta y para que el retorno de los hombres a Él fuera siempre posible”.
Además, “es un camino de santificación tanto para el penitente como para el confesor”: lo es para el penitente porque “restaura su inocencia bautismal”. Y lo es también para los sacerdotes, porque cuando “humildemente”, expresó, “nos arrodillamos ante el confesor e imploramos para nosotros mismos la Misericordia divina”, “recordamos que somos primero pecadores perdonados y, sólo después, ministros de perdón”. El hombre, lamentó el Papa, a veces elude la comunión con Dios “usando mal el estupendo don de la libertad”.
El Santo Padre puntualizó que “la reconciliación misma es un bien que la sabiduría de la Iglesia siempre ha salvaguardado con toda su fuerza moral y jurídica con el sigilo sacramental”. Algo que “aunque no siempre sea comprendido por la mentalidad moderna, es indispensable para la santidad del sacramento y para la libertad de conciencia del penitente, quien debe tener la certeza, en todo momento, de que el diálogo sacramental permanecerá en el secreto del confesionario, entre la propia conciencia que se abre a la gracia y Dios, con la necesaria mediación del sacerdote”.
“El sigilo sacramental es indispensable y ningún poder humano tiene jurisdicción, ni puede reivindicarla sobre él”, subrayó.
En el inicio del discurso, el Papa enfatizó que la palabra “interno” – refiriéndose al Fuero interno – debe ser tomada en serio, en el sentido de que el mismo “no puede salir al exterior”. Esto porque, según explicó el Pontífice, en “algunos grupos en la Iglesia”, “los superiores mezclan las dos cosas y toman del Fuero interno para tomar decisiones al externo, y viceversa”.
“Esto es un pecado que va contra la dignidad de la persona que confía en el sacerdote, que hace ver su realidad para pedir el perdón y luego se la utiliza para arreglar la cuestión de un grupo o movimiento”. “Fuero interno es fuero interno, es una cosa sagrada”, aseveró, expresando su preocupación sobre el asunto.
El portal ACI Prensa publicó el testimonio de cuatro valientes sacerdotes que defendieron al extremo el sigilo sacramental.
1. San Juan Nepomuceno
San Juan Nepomuceno fue un ejemplo de la protección al sigilo sacramental, siendo el primer mártir que prefirió morir antes que revelar el secreto de confesión.
Nació en Checoslovaquia entre los años 1340 y 1350, en Nepomuk.
Cuando fue Vicario General del Arzobispado de Praga, el santo fue confesor de Sofía de Baviera, la esposa del rey Wenceslao. Este último, que tenía ataques de cólera y de celos, ordenó al sacerdote que le revelara los pecados de su mujer. La negativa del santo enfureció a Wenceslao que amenazó con asesinarlo si no accedía a su pedido.
Otro conflicto entre Wenceslao y Juan Nepomuceno sucedió cuando el monarca quiso apoderarse de un convento para darle sus riquezas a un pariente, pero el santo se lo prohibió porque los bienes pertenecían a la Iglesia.
El rey se llenó de cólera y ordenó torturarlo. El cuerpo de Juan Nepomuceno fue arrojado al río Mondalva, después lo vecinos recogieron el cadáver y lo sepultaron religiosamente. Era el año 1393.
2. San Mateo Correa Magallanes
San Mateo Correa Magallanes fue otro mártir del sigilo sacramental, fusilado en México durante la Guerra Cristera por negarse a revelar confesiones de prisioneros rebeldes.
Nació en Tepechitlán (Zacatecas) el 22 de julio de 1866 y fue ordenado sacerdote en 1893. Se desempeñó como capellán en diversas haciendas y parroquias.
En 1927 fue arrestado por el ejército mexicano al mando del general Eulogio Ortiz.
Días más tarde, el general mandó al P. Correa a confesar a un grupo de personas que iban a ser fusiladas y después le exigió que le revelara las confesiones.
El sacerdote se negó y luego ordenaron su ejecución. Actualmente, se veneran sus restos en la Catedral de Durango.
Fue beatificado el 22 de noviembre de 1992 y canonizado por San Juan Pablo II el 21 de mayo del 2000.
3. P. Felipe Císcar Puig
El P. Felipe Císcar Puig fue un sacerdote valenciano que fue martirizado durante la persecución religiosa de la Guerra Civil Española (1936) por guardar el secreto de confesión.
La Arquidiócesis de Valencia indicó que el P. Císcar fue conducido a la prisión de Denia (Valencia, España), donde un fraile franciscano llamado Andrés Ivars pidió confesarse a fines de agosto de 1936, porque intuía que iba a ser fusilado.
“Tras la confesión, intentaron arrancarle su contenido y ante su negativa a revelarlo, los milicianos le amenazaron con matarle”. Según la declaración de los testigos, el sacerdote respondió: “Haced lo que queráis pero yo no revelaré la confesión, primero morir que eso”,
“Al verle tan seguro, le llevaron a un simulacro de tribunal donde se le conminó para la revelación del sigilo”, y como continuó firme en su postura, afirmando que prefería morir, los milicianos le condenaron a muerte.
Subidos a un coche el 8 de septiembre de 1936, Felipe Císcar y Andrés Ivars fueron llevados a una comunidad valenciana donde fueron fusilados. Fallecieron a los 71 y 51 años de edad respectivamente.
Tanto Felipe Císcar como Andrés Ivars forman parte de la causa de canonización de los “Siervos de Dios Ricardo Pelufo Esteve y 43 compañeros y compañeras mártires”, en la que figuran un total de 36 religiosos franciscanos.
4. P. Fernando Olmedo Reguera
Este sacerdote de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos fue asesinado el 12 de agosto de 1936 y beatificado en Tarragona el 13 de octubre de 2013.
Nació en Santiago de Compostela (España) el 10 de enero de 1873 y fue ordenado sacerdote el 31 de julio de 1904.
Fue Secretario Provincial hasta 1936, pero tuvo que abandonar el convento debido a la persecución religiosa.
Al ser detenido lo insultaron, vejaron, golpearon y le exigieron revelar el secreto de confesión. Según la tradición fue fusilado por una especie de tribunal popular en torno al Cuartel de la Montaña, una edificación militar de Madrid construida durante el siglo XIX.
Sus restos se encuentran en la cripta de la iglesia de Jesús de Medinaceli (Madrid).
Fuente:
Corazones.org
Aciprensa