El pecado del hombre y el «pecado del mundo»
Llevan sobre sí una cierta impronta de pecado también las distintas iniciativas, tendencias, realizaciones e instituciones…
SAN JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 5 de noviembre de 1986
El pecado del hombre y el «pecado del mundo»
1. En las catequesis de este ciclo sobre el pecado, considerado a la luz de la fe, el objeto directo del análisis es el pecado actual (personal), pero siempre en referencia al primer pecado, que dejó sus secuelas en los descendientes de Adán, y que por eso se llama pecado original. Como consecuencia del pecado original los hombres nacen en un estado de fragilidad moral hereditaria y fácilmente toman el camino de los pecados personales si no corresponden a la gracia que Dios ha ofrecido a la humanidad por medio de la redención obrada en Cristo.
Lo hace notar el Concilio Vaticano II cuando escribe, entre otras cosas: «Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal… Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente» (Gaudium et spes 13). En este contexto de tensiones y de conflictos unidos a la condición de la naturaleza humana caída, se sitúa cualquier reflexión sobre el pecado personal.
2. Este tiene esa característica esencial de ser siempre el acto responsable de una determinada persona, un acto incompatible con la ley moral y por consiguiente opuesto a la voluntad de Dios. Lo que comporta e implica en sí mismo este acto lo podemos descubrir con la ayuda de la Biblia. Ya en el Antiguo Testamento encontramos diversas expresiones para indicar los distintos momentos o aspectos de la realidad del pecado a la luz de la Divina Revelación. Así, a veces es llamado simplemente «el mal» («rā’ «): el que comete pecado hace «lo que es malo a los ojos del Señor» (Dt 31, 29). Por eso el pecador, considerado también como «impío» (raša’), es el que «olvida a Dios» (cf. Sal 9, 18), el que «no quiere conocer a Dios» (cf. Job 21, 14), en el que «no hay temor de Dios» (Sal 35/36, 2), el que «no confía en el Señor»(Sal 31, 10), más aún, el que «desprecia a Dios» (Sal 9, 34), creyendo que «el Señor no ve» (Sal 93/94, 7) y «no nos pedirá cuentas» (Sal 9, 34). Y además el pecador (el impío) es el que no tiene miedo de oprimir a los justos (Sal 11/12, 9), ni de «hacer la injusticia a las viudas y a los huérfanos» (cf. Sal 81/82, 4; 93/94, 6), ni tampoco de «cambiar el bien con el mal» (Sal 108/109, 2-5). Lo contrario del pecador es, en la Sagrada Escritura, el hombre justo (sadîq). El pecado, pues, es, en el sentido más amplio de la palabra, la injusticia.
3. Esta injusticia, que tiene muchas formas, encuentra su expresión también en el término «peša´», en el que está presente la idea de agravio hecho al otro, a aquel cuyos derechos han sido violados con la acción que constituye precisamente el pecado. Sin embargo, la misma palabra significa también «rebelión» contra los superiores, tanto más grave si está dirigida contra Dios, tal como leemos en los Profetas: «Yo he criado hijos y los he hecho crecer, pero ellos se han rebelado contra mí» (Is 1, 2; cf. también, por ejemplo, Is 48, 8 – 9; Ez 2, 3).
Pecado significa también «injusticia» (‘āwoñ, en griego άδιχία, άνομία). Al mismo tiempo, esta palabra, según la Biblia pone de relieve el estado pecaminoso del hombre, en cuanto culpable del pecado. En efecto, etimológicamente significa «desviación del camino justo» o también «torcedura» o «deformación»: ¡Estar verdaderamente fuera de la justicia! La conciencia de este estado de injusticia aflora en esa doliente confesión de Caín: «¡Es demasiado grande mi culpa para obtener perdón! (Gen 4, 13); y en esa otra del Salmista: «Mis iniquidades pesan sobre mi cabeza, pesan sobre mí como pesada carga» (Sal 37/38, 5). La culpa —injusticia— comporta ruptura con Dios, expresada con el término «hātā», que etimológicamente significa «falta contra uno». De ahí, la otra actitud de conciencia del Salmista: «¡Contra Ti sólo pequé!» (Sal 50/51, 6).
4. También según la Sagrada Escritura, el pecado, por esa esencial naturaleza suya de «injusticia», es ofensa a Dios, ingratitud por sus beneficios, además de desprecio a su santísima Persona. «¿Por qué pues has despreciado la Palabra del Señor haciendo lo que es malo a sus ojos?», pregunta el Profeta Natán a David después de su pecado (2 Sam 12, 9). El pecado es también una mancha y una impureza. Por eso Ezequiel habla de «contaminación» con el pecado (cf. Ez 14, 11), especialmente con el pecado de idolatría que muchas veces es parangonado por los Profetas al «adulterio» (cf. Os 2, 4. 6-7). Por eso también el Salmista pide: «Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve» (Sal 50/51, 9).
En este mismo contexto se pueden entender mejor las palabras de Jesús en el Evangelio: «Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre… Del corazón del hombre salen los malos propósitos; las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas estas maldades… hacen al hombre impuro» (Mc 7, 20 – 23. cf. Mt 15, 18-20). Hemos de observar que en el léxico del Nuevo Testamento no se le dan al pecado tantos nombres que se correspondan con los del Antiguo: sobre todo se le llama con la palabra griega «άνομία» (= iniquidad, injusticia, oposición al reino de Dios: cf., por ejemplo, Mc 7, 23; Mt 13, 41; Mt 24, 12; 1 Jn 3, 4). Además con la palabra «άμαρτία» = error, falta; o también con «όφείλημα» = deuda por ejemplo, «perdónanos nuestras deudas…»; = pecados), (Mt 6, 12; Lc 11, 4).
5. Acabamos de escuchar las palabras de Jesús que describen el pecado como algo que proviene «del corazón» del hombre, de su interior. Ellas ponen de relieve el carácter esencial del pecado. Al nacer del interior del hombre, en su voluntad, el pecado, por su misma esencia, es siempre un acto de la persona (actus personae). Un acto consciente y libre, en el que se expresa la libre voluntad del hombre. Solamente basándose en este principio de libertad, y por consiguiente en el hecho de la deliberación, se puede establecer su valor moral. Sólo por esta razón podemos juzgarlo como mal en el sentido moral, así como juzgamos y aprobamos como bien un acto conforme a la norma objetiva de la moral, y en definitiva a la voluntad de Dios. Solamente lo que nace de la libre voluntad implica responsabilidad personal: y sólo en este sentido, un acto consciente y libre del hombre que se oponga a la norma moral (a la voluntad de Dios), a la ley, al mandamiento y en definitiva a la conciencia, constituye una culpa.
6. En este sentido individual y personal la Sagrada Escritura habla del pecado, ya que éste por principio hace referencia a un determinado sujeto, al hombre que es su artífice. Aunque en algunos pasajes aparece la expresión «el pecado del mundo», el anterior sentido no queda descalificado, al menos en lo que se refiere a la causalidad y responsabilidad del pecado: lo puede ser solamente un ser racional y libre que se encuentre en este mundo, es decir, el hombre (o en otra esfera de seres, también el espíritu puro creado, es decir, el «ángel», como hemos visto en catequesis anteriores).
La expresión «el pecado del mundo» se encuentra en el Evangelio según San Juan: «Este es el Cordero de Dios, este es el que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29); (en la fórmula litúrgica dice: «los pecados del mundo»). En la primera Carta del Apóstol encontramos otro pasaje que dice así: «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo… Porque lo que hay en el mundo —las pasiones del hombre terreno, y la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo» (1 Jn 2, 15-16). Y con estas palabras aún más drásticas: «Sabemos que somos de Dios, y que el mundo entero yace en poder del maligno» (1 Jn 5, 19).
7. ¿Cómo entender estas expresiones sobre el «pecado del mundo»? Los pasajes recordados indican claramente que no se trata del «mundo» como creación de Dios, sino como una dimensión específica, casi un espacio espiritual cerrado a Dios en el que, sobre la base de la libertad creada, ha nacido el mal. Este mal transferido al «corazón» de los primeros padres bajo el influjo de la «antigua serpiente» (cf. Gen 3 y Ap 12, 9), es decir, satanás, «padre de la mentira», ha dado malos frutos desde el principio de la historia del hombre. El pecado original ha dejado detrás de sí esa «inclinación al pecado» («fomes peccati»), es decir, la triple concupiscencia que induce al hombre al pecado. A su vez los muchos pecados personales cometidos por los hombres forman casi un «ambiente de pecado», que por su parte crea las condiciones para nuevos pecados personales, y de algún modo induce y arrastra a ello a cada uno de los hombres. Por eso, el «pecado del mundo» no se identifica con el pecado original, pero constituye casi una síntesis o una suma de sus consecuencias en la historia de cada una de las generaciones y por consiguiente de toda la humanidad. De ello resulta que llevan sobre sí una cierta impronta de pecado también las distintas iniciativas, tendencias, realizaciones e instituciones, incluso en aquellos «conjuntos» que constituyen las culturas y las civilizaciones, y que condicionan la vida y el comportamiento de cada uno de los hombres. En este sentido se puede quizá hablar de pecado de las estructuras, por una especie de «infección» que desde los corazones de los hombres se propaga a los ambientes en los que viven y a las estructuras por las que está regida y condicionada su existencia.
8. El pecado pues, aun conservando su esencial carácter de acto personal, posee al mismo tiempo una dimensión social, de lo cual hablé en le Exhortación Apostólica postsinodal sobre la reconciliación y la penitencia, publicada en 1984. Tal como escribía en ese documento, «hablar de pecado social quiere decir, ante todo, reconocer que, en virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás. Es esta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la Comunión de los Santos, merced a la cual se ha podido decir que «toda alma que se eleva, eleva al mundo». A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley de descenso, de suerte que se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero» (Reconciliatio et Paenitentia, 16: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 16 de diciembre de 1984, pág. 9).
Después la Exhortación habla de pecados que de modo particular merecen ser calificados como «pecados sociales»; tema del que nos ocuparemos aún en el ámbito de otro ciclo de catequesis.
9. De lo dicho se deduce con bastante claridad que «el pecado social» no es lo mismo que el bíblico «pecado del mundo». Y sin embargo hay que reconocer que para comprender el «pecado del mundo» hay que tomar en consideración no sólo la dimensión la dimensión personal del pecado, sino también la social. La Exhortación Reconciliatio et Paenitentia continúa: «No existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño, en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana. Según esta primera acepción, se puede atribuir indiscutiblemente a cada pecado el carácter de pecado social» (Reconciliatio et Paenitentia, 16). Al llegar a este punto podemos concluir observando que la dimensión social del pecado explica mejor por qué el mundo se convierte en ese específico «ambiente» espiritual negativo, al que alude la Sagrada Escritura cuando habla del «pecado del mundo».