El Lamento y la Soledad
La verdadera esencia de una auténtica afectividad, no es lo que la otra persona o familia me otorga sino lo que logramos dándonos
En lo que se refiere a este sufrimiento, hay mucho que distinguir y precisar. Son variadas las causas que motivan la expresión sensible del dolor. Desde las enfermedades dolorosas como las situaciones tortuosas. La relación de la mente sobre el cuerpo es bien clara. Del mismo modo que las enfermedades físicas influyen en nuestro estado de ánimo y nos provocan temor, miedo o preocupación, muchos problemas psicológicos provocan síntomas físicos.
Las enfermedades psicosomáticas son muy frecuentes; casi un 12% de la población europea sufre estas molestias y se considera que una cuarta parte de las personas que acuden médico de atención primaria presentan este tipo de enfermedades.
Pero la enfermedad de moda o la que más nos encontramos es la llamada “soledad”.
La soledad ocurre cuando nuestro círculo de relaciones es menor o menos satisfactorio de lo que nosotros deseamos. La soledad es una discrepancia entre las relaciones que se tiene y las que se desea. El hecho de sentirse solo puede provocar estados psicopatológicos.
Y en el orden afectivo, al parecer, lo que generalmente se tiene como afecto, el comportamiento moral y físico, no solo ha sido dañado por la iniquidad y el vicio, sino que , aunque no caiga dentro de los ámbitos del pecado, es muy probable que no se trate de una verdadera afectividad.
Si ha de darse el amor pleno, no basta la atracción, el deseo y la simpatía; es preciso además y sobre todo querer con todo empeño el bien de la persona amada («te amo y quiero el bien para ti»). A este amor altruísta de la voluntad y de los sentimientos se le ha llamado justamente amor benevolente, o simplemente benevolente (querer bien -se entiende, para el otro-).
Por lo tanto, la verdadera esencia de una auténtica afectividad, no se centra en lo que la otra persona o contexto familiar me genera y otorga: ya sea seguridad, sensaciones, sustento, compañía, distracción, etc. El reducir la afectividad o los vínculos entendidos como “amor”, no solo pueden destruir lo que auténticamente pudo haber existido, sino que pueden generar tal grado de sometimiento y aniquilamiento de la persona, que lejos de transformar la vida en un progreso en el bien vivir, se transforma en la desgracia en crecimiento. No es otra cosa más que el “usar” del otro, y lo que el otro me provee. Aunque eso exija perder la dignidad o exponerse a carencias, violencia y abusos.
Generalmente cuando este tipo de situaciones llegan a su fin, por un quiebre, viaje, replanteamiento, enfermedad o deceso, comienza un dramático luto, que lejos de llevarse con modesto silencio, reflexión duradera y con cambios concretos y positivos de vida, eme los que la Fe cristiana abre la puerta a una serie de posibilidades en las que se puede continuar o comenzar a vivir la gran vocación del servicio y la disponibilidad, se termina en un continuo lamento, por lo que se perdió con esa ausencia o perdida o en intentar sublimar con los excesos y la diversión, el supuesto dolor o tristeza por esa partida o distancia.
En ningún caso, quien a partido o ya no esta en la propia vida es la ausencia o vacío por el cual se sufre, (de ser así, se procuraría proyectar todo aquello que positivamente hace permanecer y hacer presente los frutos de ese vinculo afectivo); por el contrario, es aquello que sensible, sicológica, práctico o fisicamente aseguraba esa presencia, y que constituyen los aderezos y no la sustancia que se pierde y se lamentan.
Nuevamente tenemos que afirmar, que solo el autentico amor humano, de “benevolencia”, elevado y planificado por la caridad, virtud teologal donada por el Señor a las almas, es el que puede asegurar, que la presencia o ausencia de quienes auténticamente se quieren, signifique una oportunidad para dar, servir y amar, transformando el dolor en esperanza y la tristeza en confianza. El lamentarse continuamente o el deshinibirse, más expresan un egoísmo herido y una afectividad precaria dañada.
El amor de benevolencia es el amor más puro, y es al mismo tiempo el amor que más enriquece tanto al que ama como al amado. Es el amor que dilata el corazón de la persona, sacándola de sí misma (éxtasis), liberándola de su congénito egocentrismo, para unirla profundamente a otra persona por medio de la donación, servicio y generosidad. (Astrid Urrutia, Psicóloga)
El Papa Francisco usó, para reflexionar sobre la soledad, la experiencia de Adán relatada en el Génesis, quien experimentaba la soledad porque “no encontraba ninguno como él que lo ayudase”.
El Papa Francisco explicó que la soledad es “el drama que aún aflige a muchos hombres y mujeres” de nuestro tiempo que “vive la paradoja de un mundo globalizado en el que vemos tantas casas de lujo y edificios de gran altura, pero cada vez menos calor de hogar y de familia”.
En medio de esta globalización, aparecen “muchos proyectos ambiciosos, pero poco tiempo para vivir lo que se ha logrado; tantos medios sofisticados de diversión, pero cada vez más un profundo vacío en el corazón; muchos placeres, pero poco amor; tanta libertad, pero poca autonomía”.
“Son cada vez más las personas que se sienten solas, y las que se encierran en el egoísmo, en la melancolía, en la violencia destructiva y en la esclavitud del placer y del dios dinero”.
El Papa dijo que “hoy vivimos en cierto sentido la misma experiencia de Adán: tanto poder acompañado de tanta soledad y vulnerabilidad; y la familia es su imagen”.
Ahora, continuó, se ve “cada vez menos seriedad en llevar adelante una relación sólida y fecunda de amor: en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en la buena y en la mala suerte”.
“El amor duradero, fiel, recto, estable, fértil es cada vez más objeto de burla y considerado como algo anticuado. Parecería que las sociedades más avanzadas son precisamente las que tienen el porcentaje más bajo de tasa de natalidad y el mayor promedio de abortos, de divorcios, de suicidios y de contaminación ambiental y social”.
Leemos en las Sagradas Escrituras que el corazón de Dios se entristeció al ver la soledad de Adán y dijo: «No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude» (Gn 2,18). Estas palabras muestran que nada hace más feliz al hombre que un corazón que se asemeje a él, que le corresponda, que lo ame y que acabe con la soledad y el sentirse solo. Muestran también que Dios no ha creado el ser humano para vivir en la tristeza o para estar solo, sino para la felicidad, para compartir su camino con otra persona que es su complemento; para vivir la extraordinaria experiencia del amor: es decir de amar y ser amado; y para ver su amor fecundo en los hijos, como dice el salmo de hoy (Sal 128).
Este es el sueño de Dios para su criatura predilecta, dice el Papa Francisco: verla realizada en la unión de amor entre hombre y mujer; feliz en el camino común, fecunda en la donación recíproca. Es el mismo designio que Jesús resume en el Evangelio: «Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne» (Mc 10,6-8; Gn 1,27; 2,24).
«Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10,9). Es una exhortación a los creyentes a superar toda forma de individualismo y de legalismo, que esconde un mezquino egoísmo y el miedo de aceptar el significado autentico de la pareja y de la sexualidad humana en el plan de Dios.
Dice el Papa, que paradójicamente también el hombre de hoy –que con frecuencia ridiculiza este plan– permanece atraído y fascinado por todo amor autentico, por todo amor sólido, por todo amor fecundo, por todo amor fiel y perpetuo. Lo vemos ir tras los amores temporales, pero sueña el amor autentico; corre tras los placeres de la carne, pero desea la entrega total.
En efecto «ahora que hemos probado plenamente las promesas de la libertad ilimitada, empezamos a entender de nuevo la expresión “la tristeza de este mundo”. Los placeres prohibidos perdieron su atractivo cuando han dejado de ser prohibidos. Aunque tiendan a lo extremo y se renueven al infinito, resultan insípidos porque son cosas finitas, y nosotros, en cambio, tenemos sed de infinito» (Joseph Ratzinger, Auf Christus schauen. Einübung in Glaube, Hoffnung, Liebe, Freiburg 1989, p. 73).
Este es por lo tanto un remedio seguro: Vive su misión en la fidelidad a su Maestro como voz que grita en el desierto, para defender el amor fiel y animar a las numerosas familias que viven su matrimonio como un espacio en el cual se manifiestan el amor divino; para defender la sacralidad de la vida, de toda vida; para defender la unidad y la indisolubilidad del vinculo conyugal como signo de la gracia de Dios y de la capacidad del hombre de amar en serio.
Vivir su misión en la verdad que no cambia según las modas pasajeras o las opiniones dominantes. La verdad que protege al hombre y a la humanidad de las tentaciones de autoreferencialidad y de transformar el amor fecundo en egoísmo estéril, la unión fiel en vínculo temporal. «Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad» (Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate, 3).
Vivir su misión en la caridad que no señala con el dedo para juzgar a los demás, sino que -fiel a su naturaleza como madre – se siente en el deber de buscar y curar a las parejas heridas con el aceite de la acogida y de la misericordia; de ser «hospital de campo», con las puertas abiertas para acoge a quien llama pidiendo ayuda y apoyo; de salir del propio recinto hacia los demás con amor verdadero, para caminar con la humanidad herida, para incluirla y conducirla a la fuente de la salvación.
Una Iglesia que enseña y defiende los valores fundamentales, sin olvidar que «el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27); y que Jesús también dijo: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar justos, sino pecadores» (Mc 2,17). Una Iglesia que educa al amor autentico, capaz de alejar de la soledad, sin olvidar su misión de buen samaritano de la humanidad herida.
Recuerdo a san Juan Pablo II cuando decía: «El error y el mal deben ser condenados y combatidos constantemente; pero el hombre que cae o se equivoca debe ser comprendido y amado […] Nosotros debemos amar nuestro tiempo y ayudar al hombre de nuestro tiempo.» (Discurso a la Acción Católica italiana, 30 de diciembre de 1978, 2: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 21 enero 1979, p. 9). Y la Iglesia debe buscarlo, acogerlo y acompañarlo, porque una Iglesia con las puertas cerradas se traiciona a sí misma y a su misión, y en vez de ser puente se convierte en barrera: «El santificador y los santificados proceden todos del mismo. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hb 2,11).
Concluyamos con la recordada escena que nos relata San Lucas, de la despedida de San Pablo de sus discípulos:
Hechos 20, 29-38