El Juicio Temerario

El Juicio Temerario

16 de octubre de 2024 Desactivado Por Regnumdei

De la Homilía sobre el juicio temerario del Santo Cura de Ars: «¡Ah!, maldito pecado, de cuántas disensiones, odios y disputas eres causa, o menor dicho, cuántas almas arrastras al infierno!»


Tal es el lenguaje del orgulloso, el cual, hinchado con la buena opinión que de si mismo tiene, desprecia con el pensamiento al prójimo, critica su conducta y condena los actos realizados con la más pura e inocente intención.

Sólo encuentra bien hecho o bien dicho lo que el hace o lo que el dice; le veréis siempre atento a las palabras y acciones del vecino, y, a la menor apariencia de mal, sin examinar motivo alguno, las reprende, las juzga y las condena. ¡Ah!, maldito pecado, de cuántas disensiones, odios y disputas eres causa, o menor dicho, cuántas almas arrastras al infierno! Si, vemos que los que están dominados por este pecado se escandalizan y se extrañan de cualquier cosa. Preciso era que Jesús lo juzgase muy pernicioso, preciso es que los estragos que causa en el mundo sean horribles, cuando, para hacernos concebir grande horror al mismo, nos lo pinta tan a lo vivo en la persona de aquel fariseo. ¡Cuan grandes, cuan horribles son los males que ese maldito pecado encierra! ¡Cuan costoso le es corregirse al que esta dominado por él!


Escuche el Sermón:


-Ante todo, habéis de saber que el Juicio temerario es un pensamiento o una palabra desfavorables para el prójimo, fundados en leves apariencias. Solamente puede proceder de un corazón malvado, lleno de orgullo o de envidia; puesto que un buen cristiano, penetrado cómo esta de su miseria, no piensa ni juzga mal de nadie; jamás aventura su juicio sin un conocimiento cierto, y eso todavía cuando los deberes de su cargo le obligan a velar sabré las personas cuyos actos juzga. Hemos dicho que los juicios temerarios nacen de un corazón orgulloso o envidioso, lo cual es fácil de comprender. El orgulloso o el envidioso sólo tiene buena opinión de si mismo, y echa a mala parte cuanto hace el prójimo; lo bueno que en el prójimo observa, le aflige y le corroe el alma.

i Ay!, i cuan detestable es en un cristiano el pecado que nos induce a no poder sufrir el bien de los demás y a echar siempre a mala parte cuanto ellos hacen. !Este pecado es un gusano roedor que esta devorando noche y día a esos pobres infelices: los hallareis siempre tristes, cariacontecidos, sin querer declarar jamás lo que los molesta, pues en ello verían también lastimado su orgullo; el tal pecado los hace morir a fuego lento. ¡Dios mío!, ¡cuan triste es su vida! Por el contrario, cuan dichosa es la existencia de aquellos que jamás se inclinan a pensar mal y echan siempre a buena parte las acciones del prójimo! Su alma permanece en paz, sólo piensan mal de sí propios, lo cual les inclina a humillarse delante de Dios y a esperar en su misericordia.

Según esto, veis muy bien que sólo un corazón malvado puede juzgar mal del prójimo. Por otra parte, al juzgar al prójimo, debemos tener siempre en cuenta su flaqueza y su capacidad de arrepentirse. Ordinariamente, casi siempre, debemos después rectificar nuestros juicios acerca del prójimo, ya que, una vez examinados bien los hechos, nos vemos forzados a reconocer que aquello que se dijo era falso. Nos suele acontecer lo que sucedió a los que juzgaron a la casta Susana fundándose en la delación de dos falsos testigos y sin darle tiempo de justificarse (Dan., XIII, 41.); otros imitan la presunción y malicia de los judíos, que declararon a Jesús blasfemo (Matth., IX, 3.) y endemoniado (Ioan., VII, 20, etc.); otros, por fin, se portan cómo aquel fariseo, que, sin preocuparse de indagar si Magdalena había o no renunciado a sus desordenes, y por más que la vio en estado de gran aflicción acusando sus pecados y llorándolos a los pies de Jesucristo su Salvador y Redentor, no dejo de considerarla cómo una infame pecadora (Luc., VII, 39,).

El fariseo que Jesús nos presenta cómo modelo infame de los que piensan y juzgan mal de los demás, cayo, al parecer, en tres pecados. Al condenar a aquel pobre publicano, piensa mal de él, le juzga y le condena, sin conocer las disposiciones de su corazón. Aventura sus juicios solamente por conjeturas: primer efecto del juicio temerario. Le desprecia en si mismo sólo por efecto de su orgullo y malicia: segundo carácter de ese maldito pecado. Finalmente, sin saber si es verdadero o falso lo que le imputa, le juzga y le condena; y entre tanto aquel penitente, retirado en un rincón del templo, golpea su pecho y riega el suelo con sus lágrimas pidiendo a Dios misericordia.

Os digo, en primer lugar, que la causa de tantos juicios temerarios es el considerarlos cómo cosa de poca importancia; y, no obstante, si se trata de materia grave, muchas veces podemos cometer pecado mortal. -Pero, me diréis, esto no sale al exterior del corazón-. Aquí esta precisamente lo peor de este pecado, ya que nuestro corazón ha sido creado sólo para amar a Dios y al prójimo; y cometer tal pecado es ser un traidor. En efecto, muchas veces, por nuestras palabras, damos a entender (a los demás) que los amamos, que tenemos de ellos buena opinión; cuando, en realidad, en nuestro interior los odiamos. Y algunos creen que, mientras no exterioricen lo que piensan, ya no obran mal. Cierto que el pecado es menor que cuando se manifiesta al exterior, ya que en este caso es un veneno que intentamos inyectar en el corazón del vecino a costa del prójimo.

Si grande es este pecado cuando lo cometemos solamente de corazón, calculad lo que será a los ojos de Dios cuando tenemos la desgracia de manifestar nuestros juicios por palabra. Por esto hemos de examinar muy detenidamente los hechos, antes de emitir nuestros juicios sobre el prójimo, por temor de no engañarnos, lo cual acontece con suma frecuencia.

¿ De dónde viene, pues, esa multitud de juicios temerarios y precipitados acerca de nuestros hermanos? Del gran orgullo que nos ciega ocultándonos nuestros propios defectos, que son innumerables, y muchas veces más horribles que los de las personas de quienes pensamos o hablamos mal; y de aquí viene que casi siempre nos equivocamos juzgando mal las acciones del vecino. Algunos he conocido que hacían, indudablemente, falsos juicios; y por mas que se les advirtiese de su error, ni por esas querían retroceder en sus apreciaciones. Andad, andad, pobres orgullosos, el Señor os espera, y ante Él tendréis forzosamente que reconocer que sólo era el orgullo lo que os llevaba a pensar mal del prójimo. Por otra parte, para juzgar sobre lo que hace o dice una persona, sin engañarnos, sería necesario conocer las disposiciones de su corazón y la intención con que dijo o hizo tal o cual cosa. ¡Ay!, nosotros no tomamos todas estas precauciones, y por eso obramos mal al examinar la conducta del vecino. Es cómo si condenásemos a muerte a una persona fundándonos únicamente en las declaraciones de algunos atolondrados, y sin darle lugar a justificarse.

Pero, me diréis tal vez, nosotros juzgamos solamente acerca de lo que hemos visto, según lo que hemos visto, y aquello que hemos presenciado. «He visto hacer tal acción, pues la afirmo; con mis oídos he escuchado lo que ha dicho; después de esto no puedo ya engañarme ». Pues yo os invito a que entréis dentro de vosotros mismos y consideréis vuestro corazón, el cual no es sino un depósito repleto de orgullo; y habréis de reconoceros infinitamente más culpables que aquel a Quién juzgasteis temerariamente, y con mucha razón podéis temer que un día le veréis entrar en el cielo, mientras vosotros seréis arrastrados por los demonios al infierno. ¡Ah!, miserable orgulloso, nos dice San Agustín, y, te atreves a juzgar a tu hermano ante la menor apariencia de mal, y no sabes si esta ya arrepentido de su culpa, y se cuenta en el número de los amigos de Dios? Anda con cuidado que no lo arrebate el lugar que lo orgullo lo pone en gran peligro de perder». Esas interpretaciones, esos juicios temerarios salen siempre de quién cobija un gran orgullo secreto, que no se conoce a si mismo y se atreve a querer conocer el interior del prójimo: cosa solamente conocida de Dios. ¡Ay!, si pudiésemos arrancar este pecado capital de nuestro corazón, nunca el prójimo obraría mal a nuestro entender; nunca nos divertiríamos examinando su comportamiento; nos contentaríamos con llorar nuestros pecados, y hacer todos los posibles para corregirnos, y nada más. Creo que no hay pecado más terrible ni más difícil de enmendar, hasta tratándose de personas que parecen cumplir rectamente sus deberes religiosos. La persona que no esta dominada por ese maldito pecado, puede ser salvada sin someterse a grandes penitencias.

En efecto, ¿que viene a ser un cristiano que posea las demás virtudes y se halle falto de esta? No es más que un hipócrita, un falsario, un malvado, a quién el aparecer virtuoso exteriormente, sírvele tan sólo para aumentar su iniquidad. ¿Queréis conocer si sois de Dios? Mirad de que manera os portáis con el prójimo, mirad cómo examináis sus actos. Lejos de aquí, pobres orgullosos, miserables envidiosos y celosos, el infierno y sólo el infierno es vuestro destino. Más veamos esto más detalladamente.

Habéis, pues, de convenir conmigo, en que, a pesar de todos los datos y de las señales al parecer más inequívocas, estamos siempre en gran peligro de juzgar mal las acciones de nuestro prójimo. Lo cual debe inducirnos a no juzgar jamás los actos del vecino sin madura reflexión y aún solamente cuando tenemos por misión la vigilancia de la conducta de aquellas personas, en cuyo caso se encuentran los padres y los amos respecto a sus hijos o a sus criados: en todo otro caso, casi siempre obramos mal. Sí, he visto a muchas personas juzgar mal de los actos de otras de quienes a mi me constaba la buena intención. En vano quise persuadirles de ello; no fue posible; ¡Ah, maldito orgullo!

Digamos que cada cual «habla de la abundancia de su corazón», según dice muy bien Jesucristo; «por los frutos conoceremos el árbol»(Matt., XII, 33-34.). ¿Queréis conocer el corazón de una persona? Oíd su conversación. El avaro habla solamente de los avaros, de los que engañan y cometen injusticias; el orgulloso no cosa de zarandear a los que quieren ostentar su mérito, que piensan tener mucho talento, que se alaban de lo que hicieron o de lo que dijeron. El impúdico no sabe sacar de su boca sino comentarios acerca de si fulano lleva mala vida, de si tiene relaciones con fulana echando a perder su reputación, etc., etc., pues sería muy largo entrar en detalles parecidos.

Si tuviésemos la dicha de estar libres del orgullo y de la envidia, nunca juzgaríamos a nadie, sino que nos contentaríamos con llorar nuestras miserias espirituales, orar por los pobres pecadores, y nada más, bien persuadidos de que Dios no nos pedirá cuenta de los actos de los demás, sino sólo de los nuestros. Por otra parte, ¿cómo atrevernos a juzgar y a condenar a nadie, aunque le hubiésemos visto cometer un pecado? Nos dice San Agustín que aquel que ayer era un pecador, hoy puede ser un penitente. Al ver el mal que comete el prójimo, digamos a lo menos: ¡Ay!, si Dios no me hubiese concedido mayores gracias que a él, tal vez habría llegado aún más lejos. Si, el juicio temerario lleva necesariamente consigo la ruina y la perdida de la caridad cristiana. En efecto, en cuanto sospechamos que una persona se porta oral, dejamos ya de tener de ella la opinión que deberíamos tener. Además, no es a nosotros a quién los demás han de dar cuenta de su vida, sino solamente a Dios; lo contrario sería querer erigirnos en jueces de lo que no nos compete; los pecados de los demás a ellos deben interesar y los nuestros a nosotros. Dios no nos pedirá cuenta de lo que los otros hicieron, sino de lo que hicimos nosotros; cuidemos, pues, solamente de lo nuestro y en nada nos inquiete lo de los demás. Todo ello es trabajo perdido, hijo del orgullo que en nosotros anida, cómo anidaba en el corazón de aquel fariseo, muy ocupado en pensar y juzgar mal del prójimo, cuando debiera ocuparse de si propio y en gemir considerando lo miserable de su vida. Dejemos a un lado la conducta del prójimo y contentémonos con exclamar cómo David: «Dios mío, hacedme la gracia de conocerme tal cual soy; para que así sepa en que os he podido desagradar, pueda enmendarme, arrepentirme y alcanzar el perdón». En tanto una persona se entretendrá en examinar la conducta de los demás, en tanto dejara de conocerse a si propia, y no será agradable a Dios, esto es, se portara cual un obstinado orgulloso.

El Señor nos dice: «No juzguéis y no seréis juzgados. De la misma manera que hubiereis tratado a los demás, mi Padre os tratara a vosotros; con la misma medida que hubiereis medido a los demás, seréis vosotros medidos» (Matth, VII, 1-2.). Por otra parte, ¿ a quién de nosotros gustaría ver mal interpretado cuanto hace o dice? A nadie. – ¿Y no dice Nuestro Señor Jesucristo: «No hagas a los demás lo que no quisieras lo hiciesen a ti»? (Matth., VII, 12; Tob., IV, 16.). ¡Cuántos pecados cometemos de esta manera! ¡Cuántos son los que de ello no se dan cuenta, y de consiguiente, jamás se acusaron de tales culpas. Cuántos personas condenadas, Dios mío, por no haberse instruido debidamente, o no haber reflexionado sobre cual debía ser su manera de vivir!

El gran San Bernardo nos dice que, si no queremos juzgar temerariamente al prójimo, debemos evitar ante todo aquella curiosidad, aquel deseo de saberlo todo, y huir de toda investigación acerca de los hechos y dichos de los demás, o acerca de lo que pasa en la casa del vecino. Dejemos que el mundo vaya siguiendo su camino según Dios le permite, y no pensemos ni juzguemos mal sino de nosotros mismos. Decían un día a Santo Tomas que se fiaba demasiado de la gente, y que machos se aprovechaban de su bondad para engañarle. Y el Santo dio esta respuesta, digna de que la grabemos en nuestro corazón: «Tal vez sea esto cierto; pero pienso que sólo yo soy capaz de obrar mal, siendo cómo soy el ser más miserable del mundo; prefiero que me engañen a que me engañe yo mismo juzgando mal de mi prójimo. Oíd lo que nos dice el mismo Jesucristo:

«Quién ama a su prójimo, cumple todos los preceptos de la ley de Dios» (Rom., XIII, 8.). Para no juzgar mal de nadie, debemos siempre distinguir entre la acción y la intención que haya podido tener el sujeto al realizarla. Pensad siempre, para vosotros mismos: Tal vez no creía obrar mal al hacer aquello; quizá se había propuesto un buen fin, o bien se había engañado; ¿Quién sabe?, puede que sea ligereza y no malicia; a veces se obra irreflexiblemente, más, cuando vea claramente lo que ha hecho, a buen seguro se arrepentirá; Dios perdona fácilmente un acto de debilidad; puede que otro día sea un buen cristiano, un Santo.

Pocos vicios son tan aborrecidos de los santos cómo el de la maledicencia. Leemos en la vida de San Pacomio que, cuando oía a alguien hablar mal del prójimo, manifestaba una gran repugnancia y extrañeza, y decía que de la boca de un cristiano jamás debían salir palabras desfavorables papa el prójimo. Si no podía impedir la murmuración, huía precipitadamente, para manifestar con ello la aversión que por ella sentía (Vida de los Padres del desierto, t. I, p. 327.). San Juan el Limosnero, cuando observaba que alguno se atrevía a murmurar en su presencia, daba la orden de que otro día no se le franquease la entrada, para hacerle entender que debía corregirse. Decía un día un santo solitario a San Pacomio: «Padre mío, ¿cómo librarnos de hablar mal del prójimo?» Y San Pacomio le contestó: «Debemos tener siempre ante nuestra vista el retrato del prójimo y el nuestro: si contemplamos con atención el nuestro, con los defectos que le acompañan, tendremos la seguridad de apreciar debidamente el de nuestro prójimo para no hablar mal de su persona; al verlo más perfecto que el nuestro, a lo menos le amaremos cómo a nosotros mismos». San Agustín, cuando era ya obispo, sentía un horror tal de la maledicencia y del murmurador que, a fin de desarraigar una costumbre tan indigna de todo cristiano, en una de las paredes de su comedor hizo inscribir estas palabras: «Quienquiera que este inclinado a dañar la fama del prójimo, sepa que no tiene asiento en esta mesa» (Quisque amat dictis absentium rodere vitam. Hac mensam indignam voverit esse sibi. Vita S. Agustini, auctore Possidio Patr. Iat., t. XXXII, 52.); y si alguien, aunque fuese un obispo, caía en la murmuración, le reprendía con viveza diciendo: «O han de borrarse las palabras que están escritas en esta sala, o tened la bondad de levantaros de la mesa antes que la comida haya terminado; o bien, si no cesáis en este género de conversación, me levanto y os dejo ».

Dichoso el que, si no la tiene a su cargo, sabe prescindir de la conducta del prójimo, para no pensar más que en si mismo, en llorar sus culpas y poner todo su esfuerzo en enmendarse! ¡Dichoso aquel que sólo ocupa su corazón y su mente en lo que a Dios se refiere, y no suelta su lengua sino para pedirle perdón, ni tiene ojos más que para llorar sus pecados!