El Estado laico y el Estado laicista

El Estado laico y el Estado laicista

27 de diciembre de 2024 Desactivado Por Regnumdei

La criatura sin el Creador desaparece» (GS 36).

Por José María Iraburu


–Yo, sin ir más lejos, soy un cristiano laico.
–Deo gratias. Eso significa que es usted miembro del Pueblo de Dios (laos Theou, 1Pe 2,10).

El Estado laico y el Estado laicista. La Iglesia siempre ha enseñado que el poder religioso y el poder civil son distintos, y que ambos deben colaborar asiduamente, pues los dos están al servicio del hombre y de la sociedad. La descristianización progresiva de las naciones en Occidente fue llevando, de hecho primero, y por convicción después, a estimar la separación del Estado y de la Iglesia como un valor positivo. Sin embargo, en la realidad histórica, esa separación vino de hecho a entenderse unas veces como no-colaboración, y otras como oposición, es decir, como laicismo. No obstante, se ha ido imponiendo entre los católicos liberales –hoy casi todos lo son en materias políticas– la convicción de que, dentro del pluralismo cultural de las sociedades actuales de Occidente, hay que promover el Estado laico, rechazando, eso sí, el Estado laicista. La «sana laicidad» se contrapone así al «laicismo». Pero esta afirmación ha de ser precisada en dos puntos principales.

–1º. El «Estado laico» nunca se ha propuesto como ideal en la doctrina política de la Iglesia. Y la expresión «sana laicidad» se ha empleado siempre en contraposición al «laicismo hostil». No ha sido integrada sistemáticamente, por medio de encíclicas o documentos monográficos importantes, en la doctrina política de la Iglesia. Más bien se ha usado de modo ocasional en actos civiles y diplomáticos. Pero la doctrina política de la Iglesia no hay que buscarla en discursos pontificios de cortesía, o en el saludo a un Presidente, o en la breve alocución del Papa en un aeropuerto.

Como es lógico, sin embargo, los políticos católicos liberales malminoristas, es decir, casi todos los católicos políticos, han tomado hoy como bandera el lema: el Estado debe ser laico, pero no laicista. En realidad ése es un principio falso, que extingue la actividad política de los católicos, y lleva al pueblo cristianoa una apostasía cada vez más profunda, a través de la secularización progresiva de la sociedad, cada vez más cerrada a Dios.

Pío XII, después de los horrores de la II Guerra Mundial, en el ambiente esperanzado que trajeron las democracias liberales victoriosas, aludió positivamente a una «legítima y sana laicidad» de la comunidad política (Disc. a la colonia de Las Marcas en Roma 23-III-1958). Y en los últimos decenios, de vez en cuando, aparece la expresión en discursos de los Papas, usada siempre, como digo, en contraposición al «laicismo ideológico o separación hostil entre las instituciones civiles y las confesiones religiosas» (Juan Pablo II, exhort. apost. Ecclesia in Europa 117).

Benedicto XVI, p. ej., al regresar a Roma después un viaje a los Estados Unidos, dijo en una Alocución general (30-IV-2008): «En el encuentro con el señor Presidente, en su residencia, rendí homenaje a ese gran país, que desde los inicios se edificó sobre la base de la feliz conjugación entre principios religiosos, éticos y políticos, y que sigue siendo un ejemplo válido de sana laicidad, donde la dimensión religiosa, en la diversidad de sus expresiones, no sólo se tolera, sino que también se valora como “alma” de la nación y garantía fundamental de los derechos y los deberes del hombre».

La afirmación que he subrayado ha de entenderse referida «al ideal de los fundadores», «al alma del pueblo» o a sus «tradiciones» propias, pero ocasionaría una cierta perplejidad si se aplicara a la actual Administración política de la nación. No podemos ignorar que los Estados Unidos, con su potentísimas fundaciones, con las entidades nacionales e internacionales que promueve, y también a veces con el apoyo y financiación del Gobierno de turno, encabeza en el mundo la difusión de gravísimos males: anticoncepción, abortos, ideología del género, etc. Y en este sentido no es «un ejemplo válido de sana laicidad». En todo caso, el mismo Benedicto XVI, en un discurso que cito al final de este artículo, nos explica con gran precisión y claridad el verdadero significado de la laicidad y de la sana laicidad.

–2º. Todos los Estados laicos son laicistas. Don José María Petit Sullá, de grata memoria (+2007; Schola Cordis Iesu, Sociedad Tomista Internacional, catedrático de Filosofía en la universidad de Barcelona), decía que «un Estado laico –totalitario o democrático– no puede legislar más que de acuerdo con el principio de que la sociedad, que él rige, ha de ser laica. Y esto implica que velará para que no se haga presente la religión y la Iglesia en esta sociedad civil»; es decir, procurará un Estado laicista.

«Una sociedad laica no es un terreno común a creyentes y no creyentes. El sofisma se reduce a algo tan sencillo como absurdo. Se quiere introducir la idea de que, puesto que la afirmación de la existencia de Dios es una “opción” no compartida por todos, el terreno común entre el decir “Dios existe” y la proposición “Dios no existe” es “organicemos la sociedad sobre la base común de que Dios no existe”. ¿Base común?… No existe una base común a dos proposiciones contradictorias. Y la que se ha elegido y se impone es “Dios no existe”. La propuesta de un Estado laico no laicista es un imposible lógico. Todo Estado laico es, por el solo hecho de serlo, un Estado laicista, esto es, que tiende sistemáticamente a producir una sociedad laica, esto es, a separar a los hombres de la religión y, en definitiva, de Dios» (¿Existe un Estado laico no laicista? en «Cristiandad» nº 882, I-2005).

Es laicista el Estado que no cumple las obligaciones que tiene en referencia a Dios, a Cristo y a la Iglesia, y que seguidamente enumero.

–Es laicista el Estado laico que no cumple «el deber de rendir a Dios un culto auténtico [como] corresponde al hombre individual y socialmente» (Catecismo 2105). Quizá permita la libertad de cultos sin problemas, pero en cuanto Estado, se niega a sí mismo hasta la posibilidad de pronunciar públicamente el nombre de Dios. Ahora bien, esta situación para un San Pablo es «inexcusable, por cuanto conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a obscurecerse su insensato corazón. Trocaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Creador, que es bendito por los siglos, amén. Por eso Dios los entregó a las pasiones vergonzosas» (Rm 1,19-26).

–Es laicista el Estado laico que prescinde de Dios en la edificación de la ciudad temporal, «como si no existiese». Que esta hipótesis oriente sistemáticamente la actividad política es absolutamente inadmisible: es culpable y ateizante. Un político católico, por muy laico que sea, no tiene derecho a ser un insensato y a llevar su sociedad por caminos de perdición. Y como decía Juan XXIII,

«la insensatez más caracterizada de nuestra época consiste en el intento de establecer un orden temporal sólido y provechoso sin apoyarlo en su fundamento indispensable, o, lo que es lo mismo, prescindiendo de Dios; y querer exaltar la grandeza del hombre cegando la fuente de la que brota y se nutre, esto es obstaculizando y, si fuera posible, aniquilando la tendencia innata del alma hacia Dios. Los acontecimientos de nuestra época, sin embargo, que han cortado en flor las esperanzas de muchos y arrancada lágrimas a no pocos, confirman la verdad de la Escritura: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles”» (1961, enc. Mater et magistra 217).

Concilio Vaticano II viene a decir lo mismo: «si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece» (GS 36).

–Es laicista el Estado laico que reconoce no más que un Ser supremo en el sentido deísta, es decir, en referencia a un dios que existe, pero que no actúa para nada en el curso de las realidades históricas. Eso permite al Estado reducir a cero el infujo del Creador en la cultura, las leyes y la sociedad del mundo que Él ha creado y que conserva en el ser y la vida.

–Es laicista el Estado laico que reconoce a Dios, pero rechaza a Cristo y a la Iglesia, que son para todos los hombres la plena epifanía del único Dios verdadero.

«Es preciso que la concepción cristiana de la vida y las enseñanzas morales de la Iglesia continúen siendo los valores esenciales que inspiren a todas las personas y grupos que trabajan por el bien de la nación… La libertad humana y su ejercicio en el campo de la vida individual, familiar y social, al igual que la legislación que sirve de marco a la convivencia en la comunidad política, encuentran su punto de referencia y su justa medida en la verdad sobre Dios y sobre el hombre» (Juan Pablo II, al presidente de Argentina 17-XII-1993).

–Es laicista el Estado laico que no favorece en la nación la vida religiosa. Para que un Estado laico sea lícito no basta con que permita y no persiga la religión, pues más allá de eso tiene el deber de protegerla y ayudarla. La doctrina tradicional de la Iglesia en este punto, ampliamente expuesta (por ejemplo, León XIII, enc. Immortale Dei 3-9), es reiterada por el Vaticano II: «el poder civil, cuyo fin propio es cuidar del bien común temporal, ciertamente, debe reconocer la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla» (DH 1).

–Es laicista el Estado laico que no se fundamenta en los principios objetivos de la ley natural, sino que prescinde de ella o la niega, viniendo a establecer necesariamente en la nación la dictadura del relativismo. Como decía Juan Pablo II, «una política privada de principios éticos sanos lleva inevitablemente al declive de la vida social y a la violación de la dignidad y de los derechos de la persona humana» (Disc. a los Obispos de Polonia 15-I-1993). Concretamente, un Estado abortista es un Estado criminal, que permite o favorece el asesinato de cientos de miles de sus ciudadanos. Y casi todos los Estados modernos son abortistas.

Hemos comprobado, pues, que los modernos Estados laicos, por coherencia doctrinal y práctica, no cumplen con ninguna de las condiciones requeridas para una «sana laicidad» y que por tanto son «laicistas». Dicho en otros términos: la sana laicidad no existe, ni puede existir. Esta expresión, como he dicho, sólo tiene un sentido válido para contraponerla al laicismo abiertamente hostil a Dios y a su Iglesia. Pero no sirve para más. De ningún modo vale como ideal social cristiano ni como doctrina política de la Iglesia.

La doctrina de Benedicto XVI sobre la «laicidad» y la «sana laicidad», expuesta en un discurso al congreso de la Unión de Juristas Católicos italianos (9-XII-2006), según lo que yo conozco, es la más amplia y exacta de las formuladas por el Magisterio apostólico.

–La «laicidad» es una palabra que ha de ser entendida en su historia política real, y no simplemente como un término abstracto, al que puede darse éste o el otro contenido en forma ideológica y arbitraria. De esta convicción parte la enseñanza del Papa: «para comprender el significado auténtico de la laicidad y explicar sus acepciones actuales, es preciso tener en cuenta el desarrollo histórico que ha tenido el concepto.

«La laicidad, nacida como indicación de la condición del simple fiel cristiano [laico], no perteneciente ni al clero ni al estado religioso, durante la Edad Media revistió el significado de oposición entre los poderes civiles y las jerarquías eclesiásticas, y en los tiempos modernos ha asumido el de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y a la conciencia individual. Así, ha sucedido que al término “laicidad” se le ha atribuido una acepción ideológica opuesta a la que tenía en su origen.

«En realidad, hoy la laicidad se entiende por lo común como exclusión de la religión de los diversos ámbitos de la sociedad y como su confínamiento en el ámbito de la conciencia individual. La laicidad se manifestaría en la total separación entre el Estado y la Iglesia, no teniendo esta última título alguno para intervenir sobre temas relativos a la vida y al comportamiento de los ciudadanos. La laicidad comportaría incluso la exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos destinados al desempeño de las funciones propias de la comunidad política: oficinas, escuelas, tribunales, hospitales, cárceles, etc.

«Basándose en estas múltiples maneras de concebir la laicidad, se habla hoy de pensamiento laico, de moral laica, de ciencia laica, de política laica. En efecto, en la base de esta concepción hay una visión a-religiosa de la vida, del pensamiento y de la moral, es decir, una visión en la que no hay lugar para Dios, para un Misterio que trascienda la pura razón, para una ley moral de valor absoluto, vigente en todo tiempo y en toda situación. Solamente dándose cuenta de esto se puede medir el peso de los problemas que entraña un término como laicidad, que parece haberse convertido en el emblema fundamental de la postmodernidad, en especial de la democracia moderna.

«Por tanto, todos los creyentes, y de modo especial los creyentes en Cristo, tienen el deber de contribuir a elaborar un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete “la legítima autonomía de las realidades terrenas”, entendiendo con esta expresión –como afirma el concilio Vaticano II– que “las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente”» (GS 36).

–La «sana laicidad» se da, pues, sólamente si se produce un conjunto de condiciones, leyes y actitudes.

«Esta afirmación conciliar [GS 36]constituye la base doctrinal de la “sana laicidad”, la cual implica que las realidades terrenas ciertamente gozan de una autonomía efectiva de la esfera eclesiástica, pero no del orden moral. Por tanto, a la Iglesia no compete indicar cuál ordenamiento político y social se debe preferir, sino que es el pueblo quien debe decidir libremente los modos mejores y más adecuados de organizar la vida política. Toda intervención directa de la Iglesia en este campo sería una injerencia indebida.

«Por otra parte, la “sana laicidad” implica que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento individual, que se podría confinar al ámbito privado. Al contrario, la religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública. Esto supone, además, que a cada confesión religiosa (con tal de que no esté en contraste con el orden moral y no sea peligrosa para el orden público) se le garantice el libre ejercicio de las actividades de culto –espirituales, culturales, educativas y caritativas– de la comunidad de los creyentes.

«A la luz de estas consideraciones, ciertamente no es expresión de laicidad, sino su degeneración en laicismo, la hostilidad contra cualquier forma de relevancia política y cultural de la religión; en particular, contra la presencia de todo símbolo religioso en las instituciones públicas.

«Tampoco es signo de sana laicidad negar a la comunidad cristiana, y a quienes la representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los problemas morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos, en particular de los legisladores y de los juristas. En efecto, no se trata de injerencia indebida de la Iglesia en la actividad legislativa, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Estos valores, antes de ser cristianos, son humanos; por eso ante ellos no puede quedar indiferente y silenciosa la Iglesia, que tiene el deber de proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino […]

«A los cristianos nos corresponde mostrar que Dios, en cambio, es amor y quiere el bien y la felicidad de todos los hombres. Tenemos el deber de hacer comprender que la ley moral que nos ha dado, y que se nos manifiesta con la voz de la conciencia, no tiene como finalidad oprimirnos, sino librarnos del mal y hacernos felices. Se trata de mostrar que sin Dios el hombre está perdido, y que excluir la religión de la vida social, en particular la marginación del cristianismo, socava las bases mismas de la convivencia humana, pues antes de ser de orden social y político, estas bases son de orden moral».

Sólo bajo el cetro de Cristo Rey es posible la sana laicidad. Cuando Él dice «sin mí no podéis hacer nada», sus palabras se aplican tanto al perfeccionamiento espiritual de la persona como al ordenamiento político de la sociedad (Jn 15,5). Y es que «el mundo entero está en poder del Maligno» (1Jn 5,19), y únicamente Cristo Redentor tiene poder sobrehumano y divino para liberar al hombre y a las naciones de la cautividad del «Príncipe [y dios] de este mundo» (Jn 12,31; 2Cor 4,4). El que piensa que un Estado laico puede llegar a una sana laicidad sin acogerse a la verdad y a la gracia de Cristo Rey, o es un pelagiano, en el mejor de los casos, o en el peor, un apóstata o simplemente un ateo.

«La Encarnación es el acontecimiento decisivo de la historia; de él depende la salvación tanto del individuo como de la sociedad en todas sus manifestaciones. Si falta Cristo, al hombre le falta el camino para alcanzar la plenitud de su elevación y de su realización en todas sus dimensiones, sin excluir la esfera social y política» (Juan Pablo II, ángelus 17-III-1991).

El aborto. Y termino con una referencia a esa concreta realidad extremadamente grave, la matanza de los inocentes, organizada y financiada por los ciudadanos contribuyentes. El diablo es «mentiroso y homicida desde el principio» (Jn 8,44): el diablo asegura que existe un «derecho al aborto», y así consigue muchos millones anuales de homicidios legales. Por eso, cuando comprobamos que el conjunto unánime de los modernos Estados laicos es confesionalmente abortista, concluimos que esos Estados mentirosos y homicidas son diabólicos. Son Estados anti-Cristo, pues Cristo es «el Autor de la vida» (Hch 3,15).


Fuente: Católicos y política