El duelo

El duelo

2 de septiembre de 2019 Desactivado Por Regnumdei

La fe nos protege de la visión nihilista de la muerte, como también de las falsas consolaciones del mundo

Papa Francisco: En el pueblo de Dios, con la gracia de su compasión donada en Jesús, tantas familias demuestran, con los hechos, que la muerte no tiene la última palabra y esto es un verdadero acto de fe. Todas las veces que la familia en el luto – incluso terrible – encuentra la fuerza para custodiar la fe y el amor que nos unen a aquellos que amamos, impide a la muerte, ya ahora, que se tome todo. La oscuridad de la muerte debe ser afrontada con un trabajo de amor más intenso.

«¡Dios mío, aclara mis tinieblas!”, es la invocación de la liturgia de la tarde. En la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de aquellos que el Padre le ha confiado, nosotros podemos sacar a la muerte su “aguijón”, como decía el apóstol Pablo (1 Cor 15,55); podemos impedirle avenenarnos la vida, de hacer vanos nuestros afectos, de hacernos caer en el vacío más oscuro.

En esta fe, podemos consolarnos unos a otros, sabiendo que el Señor ha vencido la muerte de una vez por todas. Nuestros seres queridos no desaparecieron en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios. El amor es más fuerte que la muerte. Por esto el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos custodiará hasta el día en el cual cada lágrima será secada, cuando “no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor” (Ap 21,4). Si nos dejamos sostener por esta fe, la experiencia del luto puede generar una más fuerte solidaridad de los vínculos familiares, una nueva apertura al dolor de otras familias, una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza.

Nacer y renacer en la esperanza, esto nos da la fe. Pero yo quisiera subrayar la última frase del Evangelio que hoy hemos escuchado. Después que Jesús trae de nuevo a la vida a este joven, hijo de la mamá que era viuda, dice el Evangelio: “Jesús lo restituyó a su madre”. ¡Y ésta es nuestra esperanza! ¡Todos nuestros seres queridos que se han ido, todos el Señor los restituirá a nosotros y con ellos nos encontraremos juntos y esta esperanza no decepciona! Recordemos bien este gesto de Jesús; “Y Jesús lo restituyó a su madre”. ¡Así hará el Señor con todos nuestros seres queridos de la familia!

Esta fe nos protege de la visión nihilista de la muerte, como también de las falsas consolaciones del mundo, de modo que la verdad cristiana “no corra el riesgo de mezclarse con mitologías de varios géneros cediendo a los ritos de la superstición, antigua o moderna” (Benedicto XVI, Ángelus del 2 de noviembre 2008).

Hoy es necesario que los Pastores y todos los cristianos expresen de manera más concreta el sentido de la fe en relación a la experiencia familiar del luto. No se debe negar el derecho al llanto – ¡debemos llorar en el luto! También Jesús “rompió a llorar” y estaba “profundamente turbado” por el grave luto de una familia que amaba (Jn 11,33-37).

Podemos más bien tomar del testimonio simple y fuerte de tantas familias que ha sabido captar, en el durísimo pasaje de la muerte, también el seguro pasaje del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección de los muertos. El trabajo del amor de Dios es más fuerte del trabajo de la muerte. ¡Es de aquel amor, es precisamente de aquel amor, que debemos hacernos “cómplices” activos con nuestra fe! Y recordemos aquel gesto de Jesús: “Y Jesús lo restituyó a su madre”, así hará con todos nuestros seres queridos y con nosotros cuando nos encontraremos, cuando la muerte será definitivamente vencida en nosotros. Ella está vencida por la cruz de Jesús. ¡Jesús nos restituirá en familia a todos!

El luto

La viudez supone la pérdida de la persona más próxima, la incorporación a la vida cotidiana de tareas que no son familiares, una reordenación de las relaciones con los otros y una reestructuración en lo psicológico y económico.

Es un hecho que puede suceder tanto a un cónyuge como al otro en cualquier época de la vida. Es una situación dolorosa, en la que se ha de vivir la vida partiendo de una experiencia de soledad. Sin embargo, la viudez, aunque deja un gran vacío, no es el fin del amor, pues se sigue queriendo al ausente, del que se sabe, gracias a la fe y la esperanza, que la separación es tan solo en esta vida y no para toda la eternidad, manteniéndose por la oración con el difunto una cierta comunión. Si el cónyuge superviviente tiene hijos que educar está  bien recordar con cariño y positivamente al cónyuge fallecido, pero la vida continúa y no conviene que el recuerdo sea una obsesión. En el trato con sus hijos está claro que deberá intentar ser con ellos a la vez exigente y lleno de amor. No debe despreciar los consejos de los demás, pero debe confiar sobre todo en su sentido común y en su instinto de padre o madre.

Sobre la viudez dice san Pablo: “La mujer está ligada por todo el tiempo de vida de su marido; mas una vez que se muere el marido, queda libre para casarse con quien quiera, pero en el Señor. Sin embargo será más feliz si se queda como está; ésta es mi opinión, y Espíritu de Dios creo tener también yo” (1 Cor 7,39-40). 1 Tim 5,3-16 nos habla de cómo debe ser la viuda cristiana, siendo de particular interés el v. 5: “la viuda de verdad, la que está sola en el mundo, tiene su esperanza puesta en Dios, y se dedica a las súplicas y a las oraciones, de día y de noche” y el v. 7: “insiste en esto: que sean irreprochables”. En cambio recomienda a las viudas jóvenes que se casen, tengan hijos y se ocupen de su casa (v. 14).

La viudez conserva mejor la unidad del matrimonio y simboliza más perfectamente la unión inseparable entre Cristo y la Iglesia, realizándose ahora la unión con el cónyuge difunto en la fe, esperanza y caridad. El Concilio nos dice sobre ella: “La viudez, continuidad de la vocación conyugal, aceptada con fortaleza de ánimo, será honrada por todos” (GS 48), y es que la muerte, aunque disuelve jurídicamente el vínculo conyugal, mas bien que destruir los lazos del amor humano y sobrenatural contraídos con el matrimonio, puede perfeccionarlos y reforzarlos, porque se mantiene la unión de las personas en Cristo.

Sin embargo, hay problemas de todo tipo en la viudez. La falta de complementariedad del otro cónyuge se nota con toda su fuerza y su ausencia es además motivo de dolor. Aunque debido a la mayor esperanza de vida y el hecho de casarse con frecuencia más jóvenes, hay muchas más viudas que viudos, la viudez afecta más a los hombres que a las mujeres, porque, en general, la mujer se acomoda mejor a las tareas de la casa y no tiene que reordenar tan drásticamente su tiempo como el varón, si bien en lo económico la viudez para las mujeres mayores suele tener consecuencias más importantes, con un declive de sus condiciones de vida, como consecuencia del menor importe de las pensiones de viudedad. La viudez supone la pérdida de la persona más próxima, la incorporación a la vida cotidiana de tareas que no son familiares, una reordenación de las relaciones con los otros y una reestructuración en lo psicológico y económico.  Durante los primeros meses hay la tentación de encerrarse en los recuerdos de los momentos más agradables de la vida conyugal. O por el contrario, sumergirse en una multitud de compromisos con el riesgo de abandonar a los hijos. O debido a la desestabilización que el vacío de la ausencia provoca,  recurrir a pecados que causen satisfacción…

Quien se queda con sus problemas acaba aplastado por ellos. Es bueno abrirse a alguien en quien se confía, sobre todo si esa persona ha conocido la misma prueba y por ello los grupos y movimientos cristianos de viudos y viudas pueden ser ayudas muy eficaces. La palabra y el diálogo liberan, siendo la expresión de las emociones y la verbalización de los sentimientos ayudas en el dolor, cosas que consiguen hacer más fácilmente las mujeres que los varones. Cada uno tiene que buscar los caminos que tiene que recorrer en la vida, sea haciendo de su viudez un estado de vida duradero, en muchos casos con una mayor entrega a Dios y más consagrada a los demás, sea tratando de casarse de nuevo.

(Pedro Trevijano, sacerdote)

Cuando muere un ser querido sentimos una gran tristeza. A veces se siente como si parte de uno mismo hubiera muerto también. Toda la raza humana experimenta el duelo. Es esta una experiencia que consiste en vivir con el dolor y vacío de una ausencia que ni se llena ni se puede llenar con nada. Nada ni nadie hará que olvidemos a esta persona cuya presencia fue tan plena de significado para nosotros. Alguien muy importante para nosotros se ha ido, y al irse, parece que con él se llevó nuestra propia vida. Es imposible olvidar, y es equivocado tratar de olvidar; el empeño por aturdirse con mil otras cosas y actividades resulta inútil pues parece que lleva a un efecto contrario a lo que se pretende: avivar más el recuerdo que se quería borrar. Parece que lo correcto es aprender a vivir con ese dolor a cuestas, y en esa línea los avances de las ciencias psicológicas confirman esta posición, a la vez que otorgan algunos medios que facilitan la posibilidad de vivir el duelo, y hacerlo sin amargura, sin perder la paz, y hasta con una profunda sensación de sereno desprendimiento en lo íntimo del corazón. Hoy sabemos que se puede asumir el dolor de una manera constructiva. Pasado cierto tiempo no es extraño sentir falta de consuelo y comprensión ante ese gran dolor. Nadie está preparado para el dolor y menos aún el que produce la muerte de un ser querido. La inmensa mayoría de quienes experimentan esta vivencia pasan por ella con sufrimiento y carencias afectivas.

El proceso entero generalmente dura entre 6 meses y 4 años. No se hagas pues expectativas mágicas. Estar preparado para las recaídas. El momento más difícil puede presentarse alrededor de los 6 meses del fallecimiento, cuando los demás comienzan a pensar que ya tienes que haberte recuperado. Intentar evadirlo es un error. La emancipación, el cambio radical de estructura o el liberarse, es peor que colocar un parche sin sanar la herida. La infección destruye todo lo bueno y aumenta el riesgo de trauma. Todo lo que se intente construir no tendrá solidez.

  El tiempo de duelo puede enmarcar una riqueza única. Desde la Fe, la convicción de que parte de tí ya alcanzo la meta o se encamina  hacia la victoria, le da un valor importante a la vida que esta por venir. La soledad o vacío tiene posibilidades  de ser nutridos por la vida de oración, de reflexión o de un modo singular, de vivir la relación con la vida de los Bienaventurados, a través de la Eucaristía, ante el Señor de vivos y muertos, en la fracción del Pan, comulgando del Cuerpo de Cristo, el mismo que anhelan ver las Ánimas Benditas del Purgatorio y que contemplan las almas bienaventuradas del cielo.

  Tratar de suplir el vacío, con ruidos, fiestas y una diversidad de personas, aveces le quitan sentido y riqueza a las etapas vividas y al logro del matrimonio construido. Más se intenta olvidar a la esposa o esposo fallecido que continuar la tarea de ambos en la Iglesia doméstica que se estaba edificando.