DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO CICLO B
Verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad
Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad
San Marcos 13, 24-32:
“Cuando vean ustedes suceder esto, sepan que Él está cerca, a la puerta”
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
— «En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán.
Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte.
Aprendan de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducen ustedes que el verano está cerca; pues cuando vean ustedes suceder esto, sepan que Él está cerca, a la puerta. Les aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre».
PADRES DE LA IGLESIA
San Agustín: «Cristo, Dios nuestro e Hijo de Dios, la primera venida la hizo sin aparato; pero en la segunda vendrá de manifiesto. Cuando vino callando, no se dio a conocer más que a sus siervos; cuando venga de manifiesto, se mostrará a buenos y malos. Cuando vino de incógnito, vino a ser juzgado; cuando venga de manifiesto, ha de ser para juzgar. Cuando fue reo, guardó silencio, tal como anunció el profeta: “No abrió la boca como cordero llevado al matadero”. Pero no ha de callar así cuando venga a juzgar. A decir verdad, ni ahora mismo está callado para quien quiera oírle».
San Efrén: «Para que los discípulos no le preguntaran sobre el tiempo de su venida, Cristo les dijo: Por lo que se refiere a aquella hora, nadie sabe nada; ni los ángeles del cielo ni siquiera el Hijo. No toca a vosotros conocer el tiempo y la ocasión. Lo ocultó para que estemos prevenidos y para que cada uno de nosotros piense que ello puede tener lugar en su propio tiempo. Pues si Cristo hubiera revelado el día de su venida, ésta se hubiera tornado un acontecimiento indiferente y ya no sería un objeto de esperanza para los hombres de los distintos siglos. Dijo que vendría, pero no dijo cuándo, y por eso todas las generaciones y épocas lo esperan ansiosamente.
Aunque el Señor estableció las señales de su venida, sin embargo, en modo alguno conocemos con exactitud su término; pues estas señales aparecen de muy distintas maneras y pasan, y algunas de ellas todavía perduran. Con la última venida pasará algo semejante a lo que pasó con la primera».
CATECISMO DE LA IGLESIA
672: Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel que, según los profetas, debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio, pero es también un tiempo marcado todavía por la «tribulación» (1 Cor 7, 28) y la prueba del mal (Ver Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (Ver 1 Pe 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (Ver 1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tim 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia.
673: «Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (aun cuando a nosotros no nos “toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad”) (Hech 1, 7). Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento, aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén “retenidos” en las manos de Dios»
675: Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el «Misterio de iniquidad» bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne.
Benedicto XVI
Hemos llegado a las últimas dos semanas del año litúrgico. Demos gracias al Señor porque nos ha concedido recorrer , una vez más, este camino de fe —antiguo y siempre nuevo— en la gran familia espiritual de la Iglesia. Es un don inestimable, que nos permite vivir en la historia el misterio de Cristo, acogiendo en los surcos de nuestra existencia personal y comunitaria la semilla de la Palabra de Dios, semilla de eternidad que transforma desde dentro este mundo y lo abre al reino de los cielos. En el itinerario de las lecturas bíblicas dominicales, este año nos ha acompañado el evangelio de san Marcos, que hoy presenta una parte del discurso de Jesús sobre el final de los tiempos. En este discurso hay una frase que impresiona por su claridad sintética: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13, 31). Detengámonos un momento a reflexionar sobre esta profecía de Cristo.
La expresión «el cielo y la tierra» aparece con frecuencia en la Biblia para indicar todo el universo, todo el cosmos. Jesús declara que todo esto está destinado a «pasar». No sólo la tierra, sino también el cielo, que aquí se entiende en sentido cósmico, no como sinónimo de Dios. La Sagrada Escritura no conoce ambigüedad: toda la creación está marcada por la finitud, incluidos los elementos divinizados por las antiguas mitologías: en ningún caso se confunde la creación y el Creador, sino que existe una diferencia precisa. Con esta clara distinción, Jesús afirma que sus palabras «no pasarán», es decir, están de la parte de Dios y, por consiguiente, son eternas. Aunque fueron pronunciadas en su existencia terrena concreta, son palabras proféticas por antonomasia, como afirma en otro lugar Jesús dirigiéndose al Padre celestial: «Las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado» (Jn 17, 8).
En una célebre parábola, Cristo se compara con el sembrador y explica que la semilla es la Palabra (cf. Mc 4, 14): quienes oyen la Palabra, la acogen y dan fruto (cf. Mc 4, 20), forman parte del reino de Dios, es decir, viven bajo su señorío; están en el mundo, pero ya no son del mundo; llevan dentro una semilla de eternidad, un principio de transformación que se manifiesta ya ahora en una vida buena, animada por la caridad, y al final producirá la resurrección de la carne. Este es el poder de la Palabra de Cristo.
Queridos amigos, la Virgen María es el signo vivo de esta verdad. Su corazón fue «tierra buena» que acogió con plena disponibilidad la Palabra de Dios, de modo que
toda su existencia, transformada según la imagen del Hijo, fue introducida en la eternidad, cuerpo y alma, anticipando la vocación eterna de todo ser humano. Ahora, en la oración, hagamos nuestra su respuesta al ángel: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38), para que, siguiendo a Cristo por el camino de la cruz, también nosotros alcancemos la gloria de la resurrección.