Domingo XXX  Ciclo A

Domingo XXX Ciclo A

28 de octubre de 2023 Desactivado Por Regnumdei

Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?


De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas

+Santo Evangelio

Evangelio según San Mateo 22,34-40. 

Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron con Él, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba:

«Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?».

Jesús le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu.

Este es el más grande y el primer mandamiento.

El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas».


+Padres de la Iglesia:

San Jerónimo

Como los fariseos habían sido confundidos en la presentación de la moneda, y vieron que se había levantado una facción en la parte contraria, debían con esto haberse decidido a no presentar nuevas asechanzas. Pero la malicia y la envidia fomentan muchas veces el atrevimiento. Por esto dice: «Mas los fariseos cuando oyeron que había hecho callar”.

Los fariseos, por lo tanto, y los saduceos que eran enemigos entre sí, están conformes en cuanto se trata de tentar a Jesucristo, unidos por un mismo fin.

No le preguntan acerca de los mandamientos, sino cuál sea el mandato primero y más grande. Porque como todo lo que Dios manda es grande, cualquier cosa que responda servirá para calumniarle.

San Agustín

Se te manda que ames a Dios de todo corazón, para que le consagres todos tus pensamientos; con toda tu alma, para que le consagres tu vida; con toda tu inteligencia, para que consagres todo tu entendimiento a Aquel de quien has recibido todas estas cosas. No deja parte alguna de nuestra existencia que deba estar ociosa, y que dé lugar a que quiera gozar de otra cosa. Por lo tanto, cualquier otra cosa que queramos amar, conságrese también hacia el punto donde debe fijarse toda la fuerza de nuestro amor. Un hombre es muy bueno, cuando con todas sus fuerzas se inclina hacia el bien inmutable.

Debe tenerse en cuenta que se ha de considerar como prójimo a todo hombre y que por lo tanto con nadie se debe obrar mal. Si se llama propiamente nuestro prójimo aquel a quien se debe dispensar o de quien debemos recibir oficios de caridad, se demuestra por medio de este precepto de qué modo tenemos obligación de amar al prójimo, y aun comprendiendo también a los santos ángeles, de quienes recibimos tantos oficios de caridad, como podemos ver fácilmente en las Escrituras. Así, el mismo Dios quiso llamarse nuestro prójimo, cuando Nuestro Señor Jesucristo se nos presenta como aquel tullido que se encontraba medio muerto y tendido en el camino (Lc 10).

Si debes amarte a ti mismo, no es por ti, sino por aquél a quien debe encaminarse tu amor, como a fin rectísimo; no se extrañe nadie, si le amamos también por Dios. El que ama con verdad a su prójimo, debe obrar con él de modo que también ame a Dios con todo su corazón.

Mas, como la esencia divina es mucho más excelente que nuestra naturaleza, se le ama de una manera diferente a como amamos al prójimo, según está mandado. Y si te comprendes a ti mismo y si comprendes también a tu prójimo (esto es, alma y cuerpo), verás que no hay diferencia alguna entre estos dos preceptos: cuando va primero el amor de Dios y está circunscrito al modo con que se le puede amar, le sigue el amor del prójimo para que le ames como a ti mismo; por lo tanto, tu amor a ti no queda excluido de la cooperación a uno y otro amor.

Orígenes

Con todo tu corazón, esto es, con toda tu memoria, todas tus acciones y todos tus deseos. Con toda tu alma, esto es, que estén preparados a ofrecerla por la gloria de Dios. Con toda tu inteligencia, esto es, no profiriendo más que lo que pertenezca a Dios. Y ve si puedes someter tu corazón a tu entendimiento por medio del cual conocemos las cosas inteligibles; también tu inteligencia, para manifestarlas, pues con ella las explicamos todas. Por cada una de estas cosas que se dan a conocer, como que crecemos y avanzamos en nuestra mente.

Si el Señor, no hubiese contestado al fariseo que le tentaba, podríamos creer que un mandamiento no es mayor que el otro. Pero el Señor le responde: «Este es el mayor y el primer mandamiento»; en lo que comprendemos que hay diferencia entre los mandamientos, que hay uno mayor y otros inferiores hasta el último. Le responde el Señor, no sólo que éste es el mandamiento grande, sino también el primero: no según el orden con que está escrito, sino según su mayor importancia. Unicamente reconocen la magnificencia y el primado de este mandamiento, aquellos que no sólo aman al Señor su Dios, sino que también le aman con aquellas tres condiciones, a saber: con todo su corazón, con toda su alma y con todo su entendimiento. Le enseñó que no sólo es grande y el primero, sino que también tiene un segundo que se parece a éste. Por esto sigue: «Y el segundo semejante es a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Por lo tanto, si el que ama la iniquidad aborrece su alma (Sal 10,6), claro está que no ama a su prójimo como a sí mismo, porque ni aun a sí mismo se ama.


+Catecismo

2055: Cuando le hacen la pregunta: «¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?» (Mt 22,36), Jesús responde: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,37-40). El Decálogo debe ser interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley:

En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resume en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud (Rom 13,9-10).

2093: La fe en el amor de Dios encierra la llamada y la obligación de responder a la caridad divina mediante un amor sincero. El primer mandamiento nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas y a las criaturas por El y a causa de El.

2094: Se puede pecar de diversas maneras contra el amor de Dios. La indiferencia descuida o rechaza la consideración de la caridad divina; desprecia su acción preveniente y niega su fuerza. La ingratitud omite o se niega a reconocer la caridad divina y devolverle amor por amor. La tibieza es una vacilación o negligencia en responder al amor divino; puede implicar la negación a entregarse al movimiento de la caridad. La acedía o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino. El odio a Dios tiene su origen en el orgullo; se opone al amor de Dios cuya bondad niega y lo maldice porque condena el pecado e inflige penas.

1972: La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo «que ignora lo que hace su señor», a la de amigo de Cristo, «porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15), o también a la condición de hijo heredero.


+Pontífices
Papa Francisco

El Evangelio de hoy nos recuerda que toda la Ley divina se resume en el amor a Dios y al prójimo. El evangelista Mateo relata que algunos fariseos se pusieron de acuerdo para poner a prueba a Jesús (cf. 22, 34-35). Uno de ellos, un doctor de la ley, le hizo esta pregunta: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?» (v. 36). Jesús, citando el libro del Deuteronomio, le dijo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este mandamiento es el principal y primero» (vv. 37-38). Y hubiese podido detenerse aquí. En cambio, Jesús añadió algo que no le había preguntado el doctor de la ley. Dijo: «El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (v. 39). Tampoco este segundo mandamiento Jesús lo inventa, sino que lo toma del libro del Levítico. Su novedad consiste precisamente en poner juntos estos dos mandamientos —el amor a Dios y el amor al prójimo— revelando que ellos son inseparables y complementarios, son las dos caras de una misma medalla. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo y no se puede amar al prójimo sin amar a Dios. El Papa Benedicto nos dejó un bellísimo comentario al respecto en su primera encíclica Deus caritas est, (nn. 16-18).

En efecto, el signo visible que el cristiano puede mostrar para testimoniar al mundo y a los demás, a su familia, el amor de Dios es el amor a los hermanos. El mandamiento del amor a Dios y al prójimo es el primero no porque está en la cima de la lista de los mandamientos. Jesús no lo puso en el vértice, sino en el centro, porque es el corazón desde el cual todo debe partir y al cual todo debe regresar y hacer referencia.

Ya en el Antiguo Testamento la exigencia de ser santos, a imagen de Dios que es santo, comprendía también el deber de hacerse cargo de las personas más débiles, como el extranjero, el huérfano, la viuda (cf. Ex 22, 20-26). Jesús conduce hacia su realización esta ley de alianza, Él que une en sí mismo, en su carne, la divinidad y la humanidad, en un único misterio de amor.

Ahora, a la luz de esta palabra de Jesús, el amor es la medida de la fe, y la fe es el alma del amor. Ya no podemos separar la vida religiosa, la vida de piedad del servicio a los hermanos, a aquellos hermanos concretos que encontramos. No podemos ya dividir la oración, el encuentro con Dios en los Sacramentos, de la escucha del otro, de la proximidad a su vida, especialmente a sus heridas. Recordad esto: el amor es la medida de la fe. ¿Cuánto amas tú? Y cada uno se da la respuesta. ¿Cómo es tu fe? Mi fe es como yo amo. Y la fe es el alma del amor.

En medio de la tupida selva de preceptos y prescripciones —a los legalismos de ayer y de hoy— Jesús abre una brecha que permite distinguir dos rostros: el rostro del Padre y el del hermano. No nos entrega dos fórmulas o dos preceptos: no son preceptos y fórmulas; nos entrega dos rostros, es más, un solo rostro, el de Dios que se refleja en muchos rostros, porque en el rostro de cada hermano, especialmente en el más pequeño, frágil, indefenso y necesitado, está presente la imagen misma de Dios. Y deberíamos preguntarnos, cuando encontramos a uno de estos hermanos, si somos capaces de reconocer en él el rostro de Dios: ¿somos capaces de hacer esto?

De este modo Jesús ofrece a cada hombre el criterio fundamental sobre el cual edificar la propia vida. Pero Él, sobre todo, nos donó el Espíritu Santo, que nos permite amar a Dios y al prójimo como Él, con corazón libre y generoso. Por intercesión de María, nuestra Madre, abrámonos para acoger este don del amor, para caminar siempre en esta ley de los dos rostros, que son un rostro solo: la ley del amor.

(Domingo 26 de octubre de 2014).

Benedicto XVI

Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por « concluido » y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28).

De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta insistencia la Primera carta de Juan. Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo « piadoso » y cumplir con mis « deberes religiosos », se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación « correcta », pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un « mandamiento » externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea « todo para todos » (cf. 1 Co 15, 28).

(DEUS CARITAS EST I, 17-18).