Domingo XXIX  Ciclo A

Domingo XXIX Ciclo A

16 de octubre de 2020 Desactivado Por Regnumdei

Hipócritas, ¿por qué me tienden una trampa?

+Santo Evangelio

Evangelio según San Mateo 22,15-21. 

Los fariseos se reunieron entonces para sorprender a Jesús en alguna de sus afirmaciones.

Y le enviaron a varios discípulos con unos herodianos, para decirle: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios, sin tener en cuenta la condición de las personas, porque tú no te fijas en la categoría de nadie.

Dinos qué te parece: ¿Está permitido pagar el impuesto al César o no?».

Pero Jesús, conociendo su malicia, les dijo: «Hipócritas, ¿por qué me tienden una trampa?

Muéstrenme la moneda con que pagan el impuesto». Ellos le presentaron un denario.

Y él les preguntó: «¿De quién es esta figura y esta inscripción?».

Le respondieron: «Del César». Jesús les dijo: «Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios».


+Padres de la Iglesia:

San Jerónimo

Esta pregunta suave y engañosa, le provoca a responder, que debe temerse más a Dios que al César; por esto dicen: «Dinos, pues: ¿qué te parece?», etc. Para que si dice que no deben pagarse los tributos, lo oigan enseguida los herodianos y le detengan como reo de sedición contra el emperador de Roma.

La primera virtud del que responde consiste en conocer las intenciones de los que preguntan y no llamarles discípulos suyos sino tentadores. Hipócrita es aquel que aparenta ser algo que no es.

La sabiduría siempre obra de una manera sabia, y confunde con frecuencia a sus tentadores, por medio de su palabra. Por esto sigue: «Mostradme la moneda del tributo. Y ellos le presentaron un denario». Esta clase de moneda era la que se consideraba del valor de diez monedas, y llevaba el retrato del César. Por esto sigue: «Y Jesús les dijo: ¿de quién es esta figura e inscripción?» Los que creían que la pregunta del Salvador era hija de la ignorancia y no de la deferencia, aprendan aquí cómo Jesús podía conocer la imagen que había en la moneda. Prosigue: «Dícenle: del César». Y no creemos que era César Augusto, sino Tiberio, su hijastro, en cuyo tiempo sufrió la pasión nuestro Señor. Todos los emperadores romanos, desde el primero, llamado Cayo César que se apoderó del imperio, se llamaban Césares. Prosigue: «Pues pagad al César lo que es del César», esto es, la moneda, el tributo y el dinero.

Esto es, las décimas, las primicias, las oblaciones y las víctimas. Así como el mismo Señor pagó al César el tributo por sí y por San Pedro, pagó también a Dios, lo que es de Dios, haciendo la voluntad de su Padre.

San Juan Crisóstomo

Tú también, cuando oigas: da al César lo que es del César, sabe que únicamente dice el Salvador aquello que no se opone a la piedad. Porque si hubiese algo de esto, no constituirá un tributo del César, sino del diablo. Y después, para que no digan: que los hombres no están sujetos, añade: «Y a Dios lo que es de Dios”.

San Hilario

Conviene por lo tanto que nosotros le paguemos lo que le debemos, esto es, el cuerpo, el alma y la voluntad. La moneda del César está hecha en el oro, en donde se encuentra grabada su imagen; la moneda de Dios es el hombre, en quien se encuentra figurada la imagen de Dios; por lo tanto dad vuestras riquezas al César y guardad la conciencia de vuestra inocencia para Dios.

Orígenes

En esto aprendemos por el ejemplo del Salvador que no debemos atender a lo que dicen muchos so pretexto de religiosidad y que, por lo tanto, tiene algo de vanagloria, sino a lo que es conveniente, según dicta la razón. También podemos entender este pasaje en sentido moral, porque debemos dar al cuerpo algunas cosas -lo necesario- como tributo al César. Pero todo lo que está conforme con la naturaleza de las almas, esto es, lo que afecta a la virtud, debemos ofrecerlo al Señor. Los que enseñan que según la ley de Dios no debemos cuidarnos del cuerpo son fariseos, que prohiben pagar el tributo al César, como los que prohiben casarse y mandan abstenerse de comer a los que Dios ha creado. Y los que dicen que debemos conceder al cuerpo más de lo que debemos, son herodianos. Nuestro Salvador quiere que no sufra menoscabo la virtud, cuando prestamos nuestro servicio al cuerpo; ni que sea oprimida la naturaleza material, cuando nos dedicamos con exceso a la práctica de la virtud. El príncipe de este mundo, es decir, el diablo, representa al César; no podemos por lo tanto dar a Dios lo que es de Dios hasta que hayamos pagado al príncipe lo que es suyo, esto es, hasta que hayamos dejado toda su malicia.


+Catecismo

2234: El cuarto mandamiento de Dios nos ordena también honrar a todos los que, para nuestro bien, han recibido de Dios una autoridad en la sociedad. Este mandamiento determina tanto los deberes de quienes ejercen la autoridad como los de quienes están sometidos a ella.

2237: El poder político está obligado a respetar los derechos fundamentales de la persona humana. Y a administrar humanamente justicia en el respeto al derecho de cada uno, especialmente el de las familias y de los desheredados.

Los derechos políticos inherentes a la ciudadanía pueden y deben ser concedidos según las exigencias del bien común. No pueden ser suspendidos por la autoridad sin motivo legítimo y proporcionado. El ejercicio de los derechos políticos está destinado al bien común de la nación y de toda la comunidad humana.

2239: Deber de los ciudadanos es cooperar con la autoridad civil al bien de la sociedad en espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad. El amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad. La sumisión a las autoridades legítimas y el servicio del bien común exigen de los ciudadanos que cumplan con su responsabilidad en la vida de la comunidad política.

2240: La sumisión a la autoridad y la corresponsabilidad en el bien común exigen moralmente el pago de los impuestos, el ejercicio del derecho al voto, la defensa del país.

2242: El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las autoridades civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta conciencia, tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la comunidad política. «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 21). «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29):

Cuando la autoridad pública, excediéndose en sus competencias, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rechazar las exigencias objetivas del bien común; pero les es lícito defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de esta autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica.

2244: Toda institución se inspira, al menos implícitamente, en una visión del hombre y de su destino, de la que saca sus referencias de juicio, su jerarquía de valores, su línea de conducta. La mayoría de las sociedades han configurado sus instituciones conforme a una cierta preeminencia del hombre sobre las cosas. Sólo la religión divinamente revelada ha reconocido claramente en Dios, Creador y Redentor, el origen y el destino del hombre. La Iglesia invita a las autoridades civiles a juzgar y decidir a la luz de la Verdad sobre Dios y sobre el hombre:

Las sociedades que ignoran esta inspiración o la rechazan en nombre de su independencia respecto a Dios se ven obligadas a buscar en sí mismas o a tomar de una ideología sus referencias y finalidades; y, al no admitir un criterio objetivo del bien y del mal, ejercen sobre el hombre y sobre su destino, un poder totalitario, declarado o velado, como lo muestra la historia.


+Pontífices

Papa Francisco

Acabamos de escuchar una de las frases más famosas de todo el Evangelio: «Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

Jesús responde con esta frase irónica y genial a la provocación de los fariseos que, por decirlo de alguna manera, querían hacerle el examen de religión y ponerlo a prueba. Es una respuesta inmediata que el Señor da a todos aquellos que tienen problemas de conciencia, sobre todo cuando están en juego su conveniencia, sus riquezas, su prestigio, su poder y su fama. Y esto ha sucedido siempre

Evidentemente, Jesús pone el acento en la segunda parte de la frase: «Y [dar] a Dios lo que es de Dios». Lo cual quiere decir reconocer y creer firmemente –frente a cualquier tipo de poder– que sólo Dios es el Señor del hombre, y no hay ningún otro. Ésta es la novedad perenne que hemos de redescubrir cada día, superando el temor que a menudo nos atenaza ante las sorpresas de Dios.

¡Él no tiene miedo de las novedades! Por eso, continuamente nos sorprende, mostrándonos y llevándonos por caminos imprevistos. Nos renueva, es decir, nos hace siempre «nuevos». Un cristiano que vive el Evangelio es «la novedad de Dios» en la Iglesia y en el mundo. Y a Dios le gusta mucho esta «novedad».

«Dar a Dios lo que es de Dios» significa estar dispuesto a hacer su voluntad y dedicarle nuestra vida y colaborar con su Reino de misericordia, de amor y de paz.

En eso reside nuestra verdadera fuerza, la levadura que fermenta y la sal que da sabor a todo esfuerzo humano contra el pesimismo generalizado que nos ofrece el mundo. En eso reside nuestra esperanza, porque la esperanza en Dios no es una huida de la realidad, no es una coartada: es ponerse manos a la obra para devolver a Dios lo que le pertenece. Por eso, el cristiano mira a la realidad futura, a la realidad de Dios, para vivir plenamente la vida –con los pies bien puestos en la tierra– y responder, con valentía, a los incesantes retos nuevos.

(Homilía Beatificación de S.S. Pablo VI y clausura del Sínodo de la Familia 2014).


Benedicto XVI

La primera, tomada del libro de Isaías, nos dice que Dios es uno, es único; no hay otros dioses fuera del Señor, e incluso el poderoso Ciro, emperador de los persas, forma parte de un plan más grande, que sólo Dios conoce y lleva adelante. Esta lectura nos da el sentido teológico de la historia: los cambios de época, el sucederse de las grandes potencias, están bajo el supremo dominio de Dios; ningún poder terreno puede ponerse en su lugar. La teología de la historia es un aspecto importante, esencial de la nueva evangelización, porque los hombres de nuestro tiempo, tras el nefasto periodo de los imperios totalitarios del siglo XX, necesitan reencontrar una visión global del mundo y del tiempo, una visión verdaderamente libre, pacífica, esa visión que el concilio Vaticano II transmitió en sus documentos, y que mis predecesores, el siervo de Dios Pablo VI y el beato Juan Pablo II, ilustraron con su magisterio.

La segunda lectura es el inicio de la Primera Carta a los Tesalonicenses, y esto ya es muy sugerente, pues se trata de la carta más antigua que nos ha llegado del mayor evangelizador de todos los tiempos, el apóstol san Pablo. Él nos dice ante todo que no se evangeliza de manera aislada: también él tenía de hecho como colaboradores a Silvano y Timoteo (cf. 1 Ts 1, 1), y a muchos otros. E inmediatamente añade otra cosa muy importante: que el anuncio siempre debe ir precedido, acompañado y seguido por la oración. En efecto, escribe: «En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones» (v. 2). El Apóstol asegura que es bien consciente de que los miembros de la comunidad no han sido elegidos por él, sino por Dios: «él os ha elegido», afirma (v. 4). Todo misionero del Evangelio siempre debe tener presente esta verdad: es el Señor quien toca los corazones con su Palabra y su Espíritu, llamando a las personas a la fe y a la comunión en la Iglesia. Por último, san Pablo nos deja una enseñanza muy valiosa, extraída de su experiencia. Escribe: «Cuando os anuncié nuestro Evangelio, no fue sólo de palabra, sino también con la fuerza del Espíritu Santo y con plena convicción» (v. 5). La evangelización, para ser eficaz, necesita la fuerza del Espíritu, que anime el anuncio e infunda en quien lo lleva esa «plena convicción» de la que nos habla el Apóstol. Este término «convicción», «plena convicción», en el original griego, es pleroforía: un vocablo que no expresa tanto el aspecto subjetivo, psicológico, sino más bien la plenitud, la fidelidad, la integridad, en este caso del anuncio de Cristo. Anuncio que, para ser completo y fiel, necesita ir acompañado de signos, de gestos, como la predicación de Jesús. Palabra, Espíritu y convicción —así entendida— son por tanto inseparables y concurren a hacer que el mensaje evangélico se difunda con eficacia.

Nos detenemos ahora en el pasaje del Evangelio. Se trata del texto sobre la legitimidad del tributo que hay que pagar al César, que contiene la célebre respuesta de Jesús: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 21). Pero antes de llegar a este punto, hay un pasaje que se puede referir a quienes tienen la misión de evangelizar. De hecho, los interlocutores de Jesús —discípulos de los fariseos y herodianos— se dirigen a él con palabras de aprecio, diciendo: «Sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie» (v. 16). Precisamente esta afirmación, aunque brote de hipocresía, debe llamar nuestra atención. Los discípulos de los fariseos y los herodianos no creen en lo que dicen. Sólo lo afirman como una captatio benevolentiae para que los escuche, pero su corazón está muy lejos de esa verdad; más bien quieren tender una trampa a Jesús para poderlo acusar. Para nosotros en cambio, esa expresión es preciosa y verdadera: Jesús, en efecto, es sincero y enseña el camino de Dios según la verdad y no depende de nadie. Él mismo es este «camino de Dios», que nosotros estamos llamados a recorrer. Podemos recordar aquí las palabras de Jesús mismo, en el Evangelio de san Juan: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (14, 6). Es iluminador al respecto el comentario de san Agustín: «era necesario que Jesús dijera: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” porque, una vez conocido el camino, faltaba conocer la meta. El camino conducía a la verdad, conducía a la vida… y nosotros ¿a dónde vamos sino a él? y ¿por qué camino vamos sino por él?» (In Ioh 69, 2). Los nuevos evangelizadores están llamados a ser los primeros en avanzar por este camino que es Cristo, para dar a conocer a los demás la belleza del Evangelio que da la vida. Y en este camino, nunca avanzamos solos, sino en compañía: una experiencia de comunión y de fraternidad que se ofrece a cuantos encontramos, para hacerlos partícipes de nuestra experiencia de Cristo y de su Iglesia. Así, el testimonio unido al anuncio puede abrir el corazón de quienes están en busca de la verdad, para que puedan descubrir el sentido de su propia vida.

Una breve reflexión también sobre la cuestión central del tributo al César. Jesús responde con un sorprendente realismo político, vinculado al teocentrismo de la tradición profética. El tributo al César se debe pagar, porque la imagen de la moneda es suya; pero el hombre, todo hombre, lleva en sí mismo otra imagen, la de Dios y, por tanto, a él, y sólo a él, cada uno debe su existencia. Los Padres de la Iglesia, basándose en el hecho de que Jesús se refiere a la imagen del emperador impresa en la moneda del tributo, interpretaron este paso a la luz del concepto fundamental de hombre imagen de Dios, contenido en el primer capítulo del libro del Génesis. Un autor anónimo escribe: «La imagen de Dios no está impresa en el oro, sino en el género humano. La moneda del César es oro, la de Dios es la humanidad… Por tanto, da tu riqueza material al César, pero reserva a Dios la inocencia única de tu conciencia, donde se contempla a Dios… El César, en efecto, ha impreso su imagen en cada moneda, pero Dios ha escogido al hombre, que él ha creado, para reflejar su gloria» (Anónimo, Obra incompleta sobre Mateo, Homilía 42). Y san Agustín utilizó muchas veces esta referencia en sus homilías: «Si el César reclama su propia imagen impresa en la moneda —afirma—, ¿no exigirá Dios del hombre la imagen divina esculpida en él? (En. in Ps., Salmo 94, 2). Y también: «Del mismo modo que se devuelve al César la moneda, así se devuelve a Dios el alma iluminada e impresa por la luz de su rostro… En efecto, Cristo habita en el interior del hombre» (Ib., Salmo 4, 8).

Esta palabra de Jesús es rica en contenido antropológico, y no se la puede reducir únicamente al ámbito político. La Iglesia, por tanto, no se limita a recordar a los hombres la justa distinción entre la esfera de autoridad del César y la de Dios, entre el ámbito político y el religioso. La misión de la Iglesia, como la de Cristo, es esencialmente hablar de Dios, hacer memoria de su soberanía, recordar a todos, especialmente a los cristianos que han perdido su identidad, el derecho de Dios sobre lo que le pertenece, es decir, nuestra vida.

Precisamente para dar renovado impulso a la misión de toda la Iglesia de conducir a los hombres fuera del desierto —en el que a menudo se encuentran— hacia el lugar de la vida, la amistad con Cristo que nos da su vida en plenitud, quiero anunciar en esta celebración eucarística que he decidido convocar un «Año de la fe» que ilustraré con una carta apostólica especial. Este «Año de la fe» comenzará el 11 de octubre de 2012, en el 50º aniversario de la apertura del concilio Vaticano II, y terminará el 24 de noviembre de 2013, solemnidad de Cristo Rey del Universo. Será un momento de gracia y de compromiso por una conversión a Dios cada vez más plena, para reforzar nuestra fe en él y para anunciarlo con alegría al hombre de nuestro tiempo.

(Domingo, 16 de octubre de 2011).