DOMINGO XXIV, “El que pierda su vida por mí, la salvará”
Pero no es duro ni gravoso lo que Él manda, ya que Él mismo nos ayuda también a cumplirlo (Sn Agustin)
DOMINGO XXIV
Ciclo B
“El que pierda su vida por mí, la salvará”
SANTO EVANGELIO
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 8, 27-35
Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy Yo?”.
Ellos le respondieron: “Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas”.
“Y ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?” Pedro respondió: “Tú eres el Mesías”.
Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de Él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad.
Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo:
“¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”.
Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará”.
PADRES DE LA IGLESIA
San Gregorio
Hay quien confiesa a Cristo, porque se halla entre cristianos. Pero si el nombre de Cristo hoy no fuera tan glorificado, no tendría la Santa Iglesia a muchos de los que parece que profesan su doctrina. No basta, por tanto, esta confesión para probar la fe, por la que nadie debe avergonzarse. En tiempo de paz hay otra cosa que nos manifiesta a nosotros mismos tales como somos. Nos ruboriza muchas veces el que nos menosprecie el prójimo y desdeñamos tolerar las injurias. Si acaso nos indisponemos con alguno, nos avergonzamos de dar los primeros pasos para la reconciliación, porque nuestro corazón, verdaderamente carnal, buscando la gloria de esta vida, rechaza la humildad.
San Juan Crisóstomo
Que es como si dijera a San Pedro: Tú me reprochas que quiera sufrir la pasión, pero yo te digo que no sólo es perjudicial el impedir que yo la sufra, sino que tú mismo no podrás salvarte más que sufriendo. «Si alguno quiere venir -prosigue- en pos de mí», esto es: Os llamo a bienes que todos deben querer, y no a males ni a nada nocivo como pensáis. El que usa de violencia no logra frecuentemente lo que desea, pero el que deja a su oyente libertad de elección, lo atrae más a su propósito. Renuncia, pues, a sí mismo el que no se aferra a su cuerpo, sufriendo con paciencia la flagelación u otro tormento semejante.
San Agustín
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Parece duro y gravoso este precepto del Señor de negarse a sí mismo para seguirle. Pero no es duro ni gravoso lo que Él manda, ya que Él mismo nos ayuda también a cumplirlo. (…) El amor hace que sea leve lo que hay de duro en el precepto».
«¿Qué significa: Tome su cruz? Equivale a decir: soporte todo lo molesto; así podrá seguirme. Pues así que empiece a seguirme en mis ejemplos y mandamientos, hallará muchos contradictores, muchos que querrán impedírselo, disuadirlo, y ello entre los mismos que parecen acompañar a Cristo. Iban con Cristo aquellos que querían hacer callar a los ciegos. Si quieres seguir a Cristo, tu cruz serán las amenazas, las seducciones, los obstáculos de cualquier clase; soporta, aguanta, mantente firme».
CATECISMO DE LA IGLESIA
436: Cristo viene de la traducción griega del término hebreo «Mesías» que quiere decir «ungido». No pasa a ser nombre propio de Jesús sino porque Él cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de Él. Éste era el caso de los reyes, de los sacerdotes y, excepcionalmente, de los profetas. Éste debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino. El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor a la vez como rey y sacerdote, pero también como profeta. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey.
439: Numerosos judíos e incluso ciertos paganos que compartían su esperanza reconocieron en Jesús los rasgos fundamentales del mesiánico «hijo de David» prometido por Dios a Israel. Jesús aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho, pero no sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana, esencialmente política.
440: Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre. Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad trascendente del Hijo del Hombre «que ha bajado del cielo» (Jn 3, 13), a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28). Por esta razón el verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz. Solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el Pueblo de Dios: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hech 2, 36).
606: El Hijo de Dios «bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado» (Jn 6, 38), «al entrar en este mundo, dice: … He aquí que vengo… para hacer, oh Dios, tu voluntad… En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Heb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero» (1Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: «El Padre me ama porque doy mi vida» (Jn 10, 17). «El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31).
607: Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: «¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!» (Jn 12, 27). «El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?» (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz, antes de que «todo esté cumplido» (Jn 19, 30), dice: «Tengo sed» (Jn 19, 28).
Pontífices
San Juan Pablo II
1- Desde los comienzos de su actividad mesiánica, Jesús insiste en inculcar a sus discípulos la idea de que “el Hijo del Hombre… debe sufrir mucho” (Lc 9, 22), es decir, debe ser “reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días” (Mc 8, 31). Pero todo esto no es sólo cosa de los hombres, no procede sólo de su hostilidad frente a la persona y a la enseñanza de Jesús, sino que constituye el cumplimiento de los designios eternos de Dios, como lo anunciaban las Escrituras que contenían la revelación divina…
3. Cuando Pedro intenta negar esta eventualidad (“…de ningún modo te sucederá esto”: Mt 16, 22), Jesús le reprocha con palabras muy severas: “¡Quítate de mi vista, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mc 8, 33). Impresiona la elocuencia de estas palabras, con las que Jesús quiere dar a entender a Pedro que oponerse al camino de la cruz significa rechazar los designios del mismo Dios. “Satanás” es precisamente el que “desde el principio” se enfrenta con “lo que es de Dios”.
4. Así, pues, Jesús es consciente de la responsabilidad de los hombres frente a su muerte en la cruz, que Él deberá afrontar debido a una condena pronunciada por tribunales terrenos; pero también lo es de que por medio de esta condena humana se cumplirá el designio eterno de Dios: “lo que es de Dios”, es decir, el sacrificio ofrecido en la cruz por la redención del mundo. Y aunque Jesús (como el mismo Dios) no quiere el mal del “deicidio” cometido por los hombres, acepta este mal para sacar de él el bien de la salvación del mundo.
7. La pasión y la muerte de Cristo habían sido anunciadas en el Antiguo Testamento, no como final de su misión, sino como el “paso” indispensable requerido para ser exaltado por Dios. Lo dice de un modo especial el canto de Isaías, hablando del Siervo de Yavé, como Varón de dolores: “He aquí que prosperará mi Siervo, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera” (Is 53, 13). Y el mismo Jesús, cuando advierte que “el Hijo del Hombre… será matado”, añade que “resucitará al tercer día” (cf. Mc 8, 31).
8. Nos encontramos, pues, ante un designio de Dios que, aunque parezca tan evidente, considerado en el curso de los acontecimientos descritos por los Evangelios, sigue siendo un misterio que la razón humana no puede explicar de manera exhaustiva. Con todo, aunque es verdad que al hombre le resulta difícil encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta “¿por qué la cruz de Cristo?”, la respuesta a este interrogante nos la ofrece una vez más la Palabra de Dios.
9. Jesús mismo formula la respuesta: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3 16). Cuando Jesús pronunciaba estas palabras en el diálogo nocturno con Nicodemo, su interlocutor no podía suponer aún probablemente que la frase “dar a su Hijo” significaba “entregarlo a la muerte en la cruz“. Pero Juan, que introduce esa frase en su Evangelio, conocía muy bien su significado. El desarrollo de los acontecimientos había demostrado que ése era exactamente el sentido de la respuesta a Nicodemo: Dios “ha dado” a su Hijo unigénito para la salvación del mundo, entregándolo a la muerte de cruz por los pecados del mundo, entregándolo por amor: ¡”Tanto amó Dios al mundo”, a la creación, al hombre! El amor sigue siendo la explicación definitiva de la redención mediante la cruz. Es la única respuesta a la pregunta “¿por qué?” a propósito de la muerte de Cristo incluida en el designio eterno de Dios… (Audiencia, 07-09-1988).
Benedicto XVI:
El Evangelio según san Marcos relata que desde el comienzo del viaje hacia Jerusalén, en los poblados de la lejana Cesarea de Filipo, Jesús había comenzado «a instruirlos: “el Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”» (Mc 8, 31). Además, precisamente en los días en que se preparaba para despedirse de sus discípulos, la vida del pueblo estaba marcada por la cercanía de la Pascua, o sea, del memorial de la liberación de Israel de Egipto. Esta liberación, experimentada en el pasado y esperada de nuevo en el presente y para el futuro, se revivía en las celebraciones familiares de la Pascua. La última Cena se inserta en este contexto, pero con una novedad de fondo. Jesús mira a su pasión, muerte y resurrección, siendo plenamente consciente de ello. Él quiere vivir esta Cena con sus discípulos con un carácter totalmente especial y distinto de los demás convites; es su Cena, en la que dona Algo totalmente nuevo: se dona a sí mismo. De este modo, Jesús celebra su Pascua, anticipa su cruz y su resurrección.
[…] Con el don del pan y del vino que ofrece en la última Cena Jesús anticipa su muerte y su resurrección realizando lo que había dicho en el discurso del Buen Pastor: «Yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 17-18). Él, por lo tanto, ofrece por anticipado la vida que se le quitará, y, de este modo, transforma su muerte violenta en un acto libre de donación de sí mismo por los demás y a los demás. La violencia sufrida se transforma en un sacrificio activo, libre y redentor.
[…] Queridos hermanos y hermanas, participando en la Eucaristía, vivimos de modo extraordinario la oración que Jesús hizo y hace continuamente por cada uno a fin de que el mal, que todos encontramos en la vida, no llegue a vencer, y obre en nosotros la fuerza transformadora de la muerte y resurrección de Cristo… Participando en la Eucaristía, nutriéndonos de la carne y de la Sangre del Hijo de Dios, unimos nuestra oración a la del Cordero pascual en su noche suprema, para que nuestra vida no se pierda, no obstante nuestra debilidad y nuestras infidelidades, sino que sea transformada… (Homilía 25-01-2007)