Domingo XI Tiempo Ordinario Ciclo B
Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra…
Domingo XI
Tiempo Ordinario
+Santo Evangelio
Evangelio según San Marcos 4,26-34.
Y decía: «El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo.
La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga.
Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha».
También decía: «¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo?
Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra».
Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender.
No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo.
+Meditación:
San Juan Crisóstomo
Presentó primero la parábola de las tres semillas, perdidas de diverso modo, y otra aprovechada, en lo cual se manifiestan tres grados diferentes, según la fe y las obras. Aquí, sin embargo, trata sólo de la semilla aprovechada. «Decía asimismo -prosigue-: El reino de Dios viene a ser a manera de un hombre que siembra», etc.
El reino de Dios es la fe en El y en el misterio de su encarnación. Este reino viene a ser a manera de un hombre que siembra su heredad, porque siendo Dios e Hijo de Dios, y haciéndose hombre sin cambiar de existencia, sembró por nosotros la tierra, esto es, iluminó todo el mundo con la palabra del conocimiento divino.
El que se levanta es el mismo Cristo, que estaba sentado, esperando por su magnanimidad que fructificasen los que habían recibido la semilla. Se levanta, pues, es decir, nos hace capaces de fructificar por la benevolencia de su palabra con las armas de la justicia en la diestra, que significa el día, y en la izquierda, que significa la noche de las persecuciones: así es como germina y no se seca la semilla.
«Sin que el hombre lo advierta», para manifestar la libre voluntad de los que reciben la palabra, pues confía la obra a nuestra voluntad, no completándola El solo, para que no parezca un bien hecho involuntariamente. Por tanto, pues, dice: «Porque la tierra de suyo produce», es decir, no como obligada contra su condición natural, sino por esta misma condición, «primero el trigo en yerba”.
produce primero la hierba, según la ley natural, creciendo poco a poco hasta la perfección. Después las espigas que han de juntarse en haz y deben ofrecerse al altar del Señor, conforme a la ley de Moisés. Y por último, el grano lleno en el Evangelio. O porque importa que, no sólo florezcamos por la obediencia, sino que seamos prudentes, y nos mantengamos firmes como las espigas en sus cañas, no cuidándonos de los encontrados vientos. También debemos cuidar de nuestro corazón con el constante auxilio de la memoria, para que fructifiquemos, como fructifican las espigas, demostrando una virtud completa.
San Jerónimo
El reino de Dios es la Iglesia, la cual es regida por Dios, y ella rige a los hombres, destruyendo los vicios y lo que le es contrario.
La semilla es la palabra divina, la tierra el corazón humano, y el sueño del hombre la muerte del Salvador. La semilla crece día y noche, porque después del sueño de Cristo en el sepulcro germinó más y más en la fe el número de los creyentes, tanto en la prosperidad como en la adversidad, y se desarrolló con las obras.
El temor, porque el principio de la sabiduría es el temor de Dios ( Sal 110,10). «Luego la espiga», es decir, la penitencia que llora; «y, por último, el grano lleno en la espiga», o la caridad, porque la caridad es la plenitud de la ley ( Rm 13,10).
Esta semilla permanece pequeña por el temor, y se hace grande por la caridad, que es la mayor de todas las legumbres. Porque Dios es la caridad (1Jn, 4), y toda carne es como el heno ( Is 4). Hizo, pues, las ramas de la misericordia y de la compasión, a cuya sombra se deleitan los pobres de Cristo, como las aves del cielo.
San Gregorio Magno
El hombre echa la semilla en la tierra, cuando pone una buena intención en su corazón; duerme, cuando descansa en la esperanza que dan las buenas obras; se levanta de día y de noche, porque avanza entre la prosperidad y la adversidad. Germina la semilla sin que el hombre lo advierta, porque, en tanto que no puede medir su incremento, avanza a su perfecto desarrollo la virtud que una vez ha concebido. Cuando concebimos, pues, buenos deseos, echamos la semilla en la tierra; somos como la yerba, cuando empezamos a obrar bien; cuando llegamos a la perfección somos como la espiga; y, en fin, al afirmarnos en esta perfección, es cuando podemos representarnos en la espiga llena de fruto.
+ Catecismo
543: Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel, este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones. Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús:
La Palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (LG 5).
544: El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para «anunciar la Buena Nueva a los pobres» (Lc 4, 18). Los declara bienaventurados porque de «ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5, 3); a los «pequeños» es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino.
546: Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (ver Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino (ver Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (ver Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (ver Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (ver Mt 25, 14-30)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (ver Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para «conocer los Misterios del Reino de los cielos» (Mt 13, 11). Para los que están «fuera» (ver Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (ver Mt 13, 10-15).
567: El Reino de los cielos ha sido inaugurado en la tierra por Cristo. «Se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo». La Iglesia es el germen y el comienzo de este Reino. Sus llaves son confiadas a Pedro.
166 La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.
167 «Creo» (Símbolo de los Apóstoles): Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. «Creemos» (Símbolo de Nicea-Constantinopla, en el original griego): Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. «Creo», es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: «creo», «creemos».
168 La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. La Iglesia es la primera que, en todas partes, confiesa al Señor (Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia, —A Ti te confiesa la Santa Iglesia por toda la tierra— cantamos en el himno Te Deum), y con ella y en ella somos impulsados y llevados a confesar también : «creo», «creemos». Por medio de la Iglesia recibimos la fe y la vida nueva en Cristo por el bautismo. En el Ritual Romano, el ministro del bautismo pregunta al catecúmeno: «¿Qué pides a la Iglesia de Dios?» Y la respuesta es: «La fe». «¿Qué te da la fe?» «La vida eterna».
170 No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que estas expresan y que la fe nos permite «tocar». «El acto [de fe] del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad [enunciada]» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.1, a. 2, ad 2). Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas permiten expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más.
173 «La Iglesia, diseminada por el mundo entero hasta los confines de la tierra, recibió de los Apóstoles y de sus discípulos la fe […] guarda diligentemente la predicación […] y la fe recibida, habitando como en una única casa; y su fe es igual en todas partes, como si tuviera una sola alma y un solo corazón, y cuanto predica, enseña y transmite, lo hace al unísono, como si tuviera una sola boca» (Adversus haereses, 1, 10,1-2).
174 «Porque, aunque las lenguas difieren a través del mundo, el contenido de la Tradición es uno e idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Germania tienen otro fe u otra Tradición, ni las que están entre los iberos, ni las que están entre los celtas, ni las de Oriente, de Egipto, de Libia, ni las que están establecidas en el centro el mundo…» (Ibíd.). «El mensaje de la Iglesia es, pues, verídico y sólido, ya que en ella aparece un solo camino de salvación a través del mundo entero» (Ibíd. 5,20,1).
175 «Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un contenido de gran valor encerrado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer el vaso mismo que la contiene» (Ibíd., 3,24,1).
+Pontífices
- Benedicto XVI
La liturgia de hoy nos propone dos breves parábolas de Jesús: la de la semilla que crece por sí misma y la del grano de mostaza (cf. Mc 4, 26-34). A través de imágenes tomadas del mundo de la agricultura, el Señor presenta el misterio de la Palabra y del reino de Dios, e indica las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso.
En la primera parábola la atención se centra en el dinamismo de la siembra: la semilla que se echa en la tierra, tanto si el agricultor duerme como si está despierto, brota y crece por sí misma. El hombre siembra con la confianza de que su trabajo no será infructuoso. Lo que sostiene al agricultor en su trabajo diario es precisamente la confianza en la fuerza de la semilla y en la bondad de la tierra. Esta parábola se refiere al misterio de la creación y de la redención, de la obra fecunda de Dios en la historia. Él es el Señor del Reino; el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se alegra de la acción creadora divina y espera pacientemente sus frutos. La cosecha final nos hace pensar en la intervención conclusiva de Dios al final de los tiempos, cuando él realizará plenamente su reino. Ahora es el tiempo de la siembra, y el Señor asegura su crecimiento. Todo cristiano, por tanto, sabe bien que debe hacer todo lo que esté a su alcance, pero que el resultado final depende de Dios: esta convicción lo sostiene en el trabajo diario, especialmente en las situaciones difíciles. A este propósito escribe san Ignacio de Loyola: «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios» (cf. Pedro de Ribadeneira, Vida de san Ignacio de Loyola).
La segunda parábola utiliza también la imagen de la siembra. Aquí, sin embargo, se trata de una semilla específica, el grano de mostaza, considerada la más pequeña de todas las semillas. Pero, a pesar de su pequeñez, está llena de vida, y al partirse nace un brote capaz de romper el terreno, de salir a la luz del sol y de crecer hasta llegar a ser «más alta que las demás hortalizas» (cf. Mc 4, 32): la debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su potencia. Así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no confían sólo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante.
La imagen de la semilla es particularmente querida por Jesús, ya que expresa bien el misterio del reino de Dios. En las dos parábolas de hoy ese misterio representa un «crecimiento» y un «contraste»: el crecimiento que se realiza gracias al dinamismo presente en la semilla misma y el contraste que existe entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que produce. El mensaje es claro: el reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace germinar y crecer todas las semillas de bien diseminadas en la tierra. Y la experiencia de este milagro de amor nos hace ser optimistas, a pesar de las dificultades, los sufrimientos y el mal con que nos encontramos. La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios. Que la Virgen María, que acogió como «tierra buena» la semilla de la Palabra divina, fortalezca en nosotros esta fe y esta esperanza. (17 de junio de 2012)
- Papa Francisco
El Evangelio de hoy está formado por dos parábolas muy breves: la de la semilla que germina y crece sola, y la del grano de mostaza (cf. Mc 4, 26–34). A través de estas imágenes tomadas del mundo rural, Jesús presenta la eficacia de la Palabra de Dios y las exigencias de su Reino, mostrando las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso en la historia.
En la primera parábola la atención se centra en el hecho que la semilla, echada en la tierra, se arraiga y desarrolla por sí misma, independientemente de que el campesino duerma o vele. Él confía en el poder interior de la semilla misma y en la fertilidad del terreno. En el lenguaje evangélico, la semilla es símbolo de la Palabra de Dios, cuya fecundidad recuerda esta parábola. Como la humilde semilla se desarrolla en la tierra, así la Palabra actúa con el poder de Dios en el corazón de quien la escucha. Dios ha confiado su Palabra a nuestra tierra, es decir, a cada uno de nosotros, con nuestra concreta humanidad. Podemos tener confianza, porque la Palabra de Dios es palabra creadora, destinada a convertirse en «el grano maduro en la espiga» (v. 28). Esta Palabra si es acogida, da ciertamente sus frutos, porque Dios mismo la hace germinar y madurar a través de caminos que no siempre podemos verificar y de un modo que no conocemos (cf. v. 27). Todo esto nos hace comprender que es siempre Dios, es siempre Dios quien hace crecer su Reino —por esto rezamos mucho «venga a nosotros tu Reino»—, es Él quien lo hace crecer, el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se regocija por la acción creadora divina y espera con paciencia sus frutos.
La Palabra de Dios hace crecer, da vida. Y aquí quisiera recordaros otra vez la importancia de tener el Evangelio, la Biblia, al alcance de la mano —el Evangelio pequeño en el bolsillo, en la cartera— y alimentarnos cada día con esta Palabra viva de Dios: leer cada día un pasaje del Evangelio, un pasaje de la Biblia. Jamás olvidéis esto, por favor. Porque esta es la fuerza que hace germinar en nosotros la vida del reino de Dios.
La segunda parábola utiliza la imagen del grano de mostaza. Aun siendo la más pequeña de todas las semillas, está llena de vida y crece hasta hacerse «más alta que las demás hortalizas» (Mc 4, 32). Y así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña y aparentemente irrelevante.
Para entrar a formar parte de él es necesario ser pobres en el corazón; no confiar en las propias capacidades, sino en el poder del amor de Dios; no actuar para ser importantes ante los ojos del mundo, sino preciosos ante los ojos de Dios, que tiene predilección por los sencillos y humildes. Cuando vivimos así, a través de nosotros irrumpe la fuerza de Cristo y transforma lo que es pequeño y modesto en una realidad que fermenta toda la masa del mundo y de la historia.
De estas dos parábolas nos llega una enseñanza importante: el Reino de Dios requiere nuestra colaboración, pero es, sobre todo, iniciativa y don del Señor. Nuestra débil obra, aparentemente pequeña frente a la complejidad de los problemas del mundo, si se la sitúa en la obra de Dios no tiene miedo de las dificultades. La victoria del Señor es segura: su amor hará brotar y hará crecer cada semilla de bien presente en la tierra. Esto nos abre a la confianza y a la esperanza, a pesar de los dramas, las injusticias y los sufrimientos que encontramos. La semilla del bien y de la paz germina y se desarrolla, porque el amor misericordioso de Dios hace que madure.
Que la santísima Virgen, que acogió como «tierra fecunda» la semilla de la divina Palabra, nos sostenga en esta esperanza que nunca nos defrauda. (14 de junio de 2015)