
Diversidad esencial: sacerdocio ministerial y sacerdocio común
¿Renunció este modelo de seglar comprometido a su misión específica que es el mundo, los asuntos temporales y la implantación de la Iglesia, ordenándolo todo según Dios?
La aplicación del Concilio Vaticano II, el período postconciliar, ha coincidido con una etapa del siglo XX en que la modernidad ha dado ya paso a la post-modernidad, con una secularización absoluta de la sociedad y de la cultura, relegando la fe al ámbito privado y tomando como ideal la adaptación al mundo postmoderno. La cultura de la post-modernidad ha adoptado el relativismo como forma de medir la realidad, con lo que no hay Verdad absoluta sino opiniones, la tolerancia es método de vida, y todo se edifica sobre el vacío, sin referencia al Bien o a la Verdad.
Conocedores de esto, es muy fácil verificar que la secularización ha penetrado en la Iglesia y ha campado a sus anchas. ¿De qué forma? ¿Qué habremos de evitar? “Es en la diversidad esencial entre sacerdocio ministerial y sacerdocio común donde se entiende la identidad específica de los fieles ordenados y laicos. Por esa razón es necesario evitar la secularización de los sacerdotes y la clericalización de los laicos” (Benedicto XVI, Discurso al segundo grupo de obispos de Brasil en visita ad limina, 17-septiembre-2009).
El sacerdocio se secularizó primero externamente, abandonado incluso el vestido sacerdotal, y entregándose a tareas seculares más propias del laicado, se volcó en el mundo del trabajo, de la enseñanza o incluso de la política, y convirtiendo la comunidad cristiana en centro asistencial dinamizador del barrio o del pueblo, donde la predicación se reduce a contenidos sociales y políticos, impartiendo un “buenismo moral”. La identidad sacerdotal y la configuración con Cristo para el servicio de la Iglesia se disuelven para convertirse en un animador cultural, en un activista socio-político, en un trabajador social, perdiendo de vista la esencia del ministerio, arrinconando la vida litúrgica y espiritual, abdicando de su oficio de presidir la Iglesia, perdonar los pecados, etc, etc…
Ya decía Pablo VI, recién acabado el Concilio, a modo de advertencia: “La otra intención, inspirada también, ciertamente, por el deseo del bien, es la de aquellos que querrían borrar de sí toda distinción clerical o religiosa de orden sociológico, de hábito, de profesión, o de estado, para asemejarse a las personas comunes y a las costumbres de los demás; la de laicizarse, en definitiva, para poder penetrar de este modo, dicen, más fácilmente en la sociedad; intención misionera, si queréis, pero muy peligrosa y dañina, si termina en la pérdida de aquella específica virtud de reacción sobre el ambiente, que late en nuestra definición de “sal del mundo”, y hace que el sacerdote caiga en una inutilidad mucho peor que la señalaba anteriormente; lo dice el Señor: “¿Para qué sirve la sal que se ha vuelto insípida?” (cf. Mt 5,13)” (PABLO VI, Discurso al clero romano, 17-febrero-1972).
Es que el sacerdote es ante todo pastor: “Ante todo, sois sacerdotes: no sois ejecutivos, directores de empresa, agentes financieros o burócratas, sino sacerdotes. Esto significa, sobre todo, que habéis sido llamados a ofrecer el sacrificio, pues esta es la esencia del sacerdocio, y el centro del sacerdocio cristiano es la ofrenda del sacrificio de Cristo. Por eso la Eucaristía es la esencia misma de lo que somos como sacerdotes” (Juan Pablo II, Discurso a la conferencia episcopal de las Antillas en visita ad limina, 7-mayo-2002).
En vistas de eso, el laicado experimentó el influjo de esa misma secularización. Asumió funciones y tareas que en muchos casos no le correspondía; si el sacerdocio se secularizó, el laicado se clericalizó. Se confundió la promoción en el laicado con un principio de “democratización” de la Iglesia –copiando el planteamiento de la post-modernidad- y empezó a desempeñar solamente funciones intraeclesiales, incluso del gobierno de la comunidad cristiana.
El seglar comprometido, si se pudiese diseñar un perfil tan general, era el seglar que todos los días estaba en la parroquia en alguna reunión, organizando algo, decidiendo acciones pastorales, controlándolo todo, normalmente con poca vida interior, capaz de quedarse todos los días sentado en el despacho o en la sacristía, mientras el sacerdote celebra la Eucaristía, sin participar en la Misa diaria; un modelo de seglar clericalizado que al final resultaba un grupo cerrado en sí mismo, girando en torno al sacerdote que les dejaba hacer y decidir. Renunció este modelo de seglar comprometido a su misión específica que es el mundo, los asuntos temporales y la implantación de la Iglesia, ordenándolo todo según Dios; es más, fuera del templo parroquial, vivía un divorcio entre su fe y su existencia, y dejaba “la fe” sólo para la iglesia: en su casa, en el trabajo, con los amigos, etc., pensaba y vivía como todo el mundo secularizado.
Por Javier Sanchez Martinez