Dios, el ser y la unidad

Dios, el ser y la unidad

26 de agosto de 2023 Desactivado Por Regnumdei
La utilización de verdades filosóficas en la argumentación de la doctrina sagrada, que Santo Tomás afirma con tanta decisión y claridad, es realizada por él constantemente. 

   El pensamiento racional al servicio de la Revelación


La utilización de verdades filosóficas en la argumentación de la doctrina sagrada, que Santo Tomás afirma con tanta decisión y claridad, es realizada por él constantemente. No para realizar en esta ponencia siquiera en esbozo, un desarrollo que abarque el entero edificio de su doctrina sagrada, sino para llamar la atención sobre algunas corrientes de su pensamiento en las que la filosofía contribuye muy decisivamente a la elaboración del raciocinio teológico o en las que la Revelación misma orienta e impulsa adquisiciones racionales que no hubieran podido ser realizadas en otro contexto, formularemos algunas proposiciones. Su numeración debe sólo servir para facilitar las referencias, pero no pretende, en este caso, indicar un encadenamiento sistemático, que no es el objetivo de este trabajo.
Será oportuno recordar las palabras de Pío XII: «Lo conocido con certeza por la filosofía antigua y por la cristiana … no ha sido expuesto por ningún otro Doctor de un modo tan lúcido, tan claro y perfecto … ni ninguno lo ha sintetizado en un edificio tan sólido como Santo Tomás de Aquino» (Discurso a la Universidad Gregoriana, de 17 de julio de 1953; AAS nº 45, 1953, pp. 684-686).
1. «Yo soy Quien soy». Las palabras dichas a Moisés por Yahvé, referidas en Éxodo 3, 14 («Yo soy Quien soy») sirven de apoyo, en el sed contra, a la afirmación de la existencia de Dios en S. Th. Iª, Qu. 2, artº 3º; y también para probar que el nombre más propio de Dios es «El que es» es, de nuevo, aportado el texto de Moisés. Tenemos, pues, un punto de partida misterioso, trascendente y ambientado en el llamamiento a confiar en la economía providencial de Yahvé en el punto de partida de lo que sería, en la escolástica, la cuestión de la esencia metafísica de Dios.
Las discusiones modernas sobre el sentido de este texto no invalidan lo afirmado en el Catecismo (nº 213):
«La revelación del nombre inefable, «Yo soy El que soy», contiene esta verdad: sólo Dios ES. La traducción de los setenta y, seguidamente, la Tradición de la Iglesia ya vieron este sentido al nombre divino: Dios es la plenitud del Ser, de toda perfección. En cambio, todas las criaturas han recibido de Él todo lo que son y todo lo que tienen, sólo Dios es Su propio ser, y Él es, por Sí mismo, todo lo que es» .
En la tradición tomista, la interpretación dada por Santo Tomás en S. Th. Iª, Qu. 3, artº 4º, viene a culminar en el luminoso comentario de Domingo Báñez:
«Aunque el mismo «ser», recibido en una esencia compuesta de sus principios esenciales, sea especificado por ellos, sin embargo, por ser especificado, no recibe perfección alguna, sino que más bien es deprimido, y desciende a ser, de algún modo, por cuanto ser hombre o ser ángel no es perfección absoluta.
Y esto es lo que, frecuentísimamente, clama Tomás, y que lo tomistas no quieren oír: que el «ser» es la actualidad de toda forma o naturaleza, y que no se halla en cosa alguna como receptivo y perfectible, sino como recibido y como perficiente de aquello en lo que es recibido; sin embargo, el ser mismo, en cuanto que es recibido, es deprimido y, por decirlo así, imperfeccionado»
2. La caracterización del ser como acto permite a Santo Tomás, asumiendo la doctrina de la escala de perfección de los seres recibida del Pseudo Dionisio Areopagita afirmar la pertenencia a la perfección del acto subsistente de ser de las perfecciones del vivir y del entender:
«Aunque, si lo consideramos en su propio concepto, el ser es más perfecto que la vida, y la misma vida más perfecta que la sabiduría, sin embargo, el viviente es más perfecto que el que sólo es ente, porque el viviente también es ente, y el sapiente es ente y viviente. Así, pues, aunque ente no incluya en sí viviente y sapiente, porque no es necesario que todo lo que participa del ser lo participe según todo el modo del ser, sin embargo, el Ser mismo de Dios incluye en Sí la vida y la sabiduría, porque ninguna de las perfecciones del ser puede faltar en el que es el Ser mismo subsistente» (S. Th. Iª, Qu. 18, artº 2º, ad tertium).
La doctrina de Santo Tomás sobre el acto de ser como lo perfectísimo de todo y lo constitutivo de la actualidad de toda forma, y lo determinante de la escala ascendente de las perfecciones en las distintas regiones del ser, escapa de los univocismos genéricos que sumergirían en lo horizontal de la inmanencia las perfecciones del ser, del vivir y del conocer. La más profunda manera de caracterizar la vida es desde la actualidad del acto de ser, y la más perfecta y profunda comprensión de todo el orden del conocer se da, precisamente, desde la afirmación de que el conocer es el vivir propio de los entes que participan del ser de un modo más perfecto que los no vivientes.
En la comprensión de la Palabra revelada «Yo soy Quien soy» alcanzamos, así, a entrever y a afirmar en el misterio de Dios la plenitud de vida del que vive por los siglos de los siglos, y también comprendemos que el propio Aristóteles caracterizase como «vida eterna y divina» la actualidad pura de la intelección que se entiende a sí misma.
3. «Mi corazón y mi carne exultaron en el Dios vivo» (Salmo 83, 3). Las fervientes palabras del salmista son alegadas por Santo Tomás como argumento para demostrar que Dios es viviente. Demostrada antes la inmutabilidad divina con argumentación aristotélica- basada en que todo lo mutable es compuesto y se da en lo que se mueve composición de potencia y acto, argumentación que se subsume bajo la autoridad del Profeta Malaquías 3, 6: «Yo soy Dios y no cambio»- las objeciones que dificultan la afirmación sobre la vida divina se apoyan en aquella inmutabilidad. «Los vivientes se mueven a sí mismos y a Dios no le compete el movimiento, luego tampoco le compete el vivir».  La respuesta de Santo Tomás es:
«Hay un doble género de acciones, las que permanecen en el agente y aquellas por la que éste ejerce su acción en otro. Las acciones transeúnte son perfección de lo movido, pero las que permanecen en el operante son acto del operante. El término de movimiento se les aplica en el sentido diverso y análogo. Las acciones inmanentes en el operante no son propias de lo que existe en potencia, sino de lo que existe en acto» .
Acciones como el entender pertenecen al ser del que entiende y, en Dios, hemos de afirmar que son constituidas por el ser mismo de Dios. Por esto, Dios, por lo mismo que es ser subsistente, es idénticamente su vivir y su entender y amar.
Si nos quedásemos en la aceptación de la objeción que el propio Santo Tomás se plantea ignoraríamos que la quietud física es una determinación del ente móvil y el movimiento en él siempre un acto de lo potencial que adquiere el acto. La permanencia del acto en cuanto tal es totalmente heterogénea con la quietud física. Si olvidáramos esto, confundiríamos toda perseverancia en una convicción con la fijación de una idea obsesiva y la persistencia en el propósito casi como una inercia enfermiza.
4. Porque Dios es viviente en plenitud infinita es eterno. Por ser Dios entender subsistente idéntico con su acto de ser, no podemos poner en él transcurso sucesivo: donde la acción es el agente mismo, es necesario que todo permanezca simultáneamente.
«Por ello la vida divina no es sucesiva, sino totalmente simultánea, porque su ser mismo infinito es vivir y obrar perfecto» (Iª C.G. cap. 99). De esta eternidad de la vida divina es de la que estamos llamados a participar en la bienaventuranza perfecta los ángeles y los hombres.
5.  «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mat. 5, 48). «Bueno es el Señor para los que esperan en él, para el alma que le busca» (S. Th. Iª, Qu. 4, artº 1º y Qu. 6, artº 1º). Si, etimológicamente, perfección sugiere acabamiento de algo realizado, lo perfecto en cuanto tal nombra la plenitud de la actualidad y del ser. Porque Dios es El que es, es omniperfecto e infinitamente perfecto. Lo bueno es lo perfecto y lo atribuimos a todo ente como una propiedad trascendental, que todo ente, en cuanto que tiene ser participa, de algún modo, de perfección. La trascendentalidad del bien es, en Santo Tomás, también la remoción de cualquier hipótesis errónea y perversa que atribuya un carácter absoluto, subsistente y esencial a lo malo en cuanto tal. El mal no es principio, ni substancia, el mal es privativo. En los entes compuestos y finitos se puede dar como accidentalmente causado, como se da la enfermedad como privación de salud, o la pecaminosidad como deficiencia en la ordenación de los actos de los sujetos libres creados a su propio bien y al bien del universo.
6.  Pero si bueno es lo perfecto, como deseado en cuanto que todas las cosas apetecen su perfección, con anterioridad fundante el bien primero y frontal ha de ser definido como difusivo de sí mismo. Nuestro maestro Ramón Orlandis mostraba que lo que fundamenta y orienta e impulsa con su atractivo de fin último a toda potencia a participar de su acto, a todo ente personal a buscar su felicidad, a toda operación a intentar realizar la perfección de lo obrado, a todo sujeto cognoscente al conocimiento de la verdad, que es el bien del sujeto cognoscente, es la comunicabilidad y participabilidad ejemplar y final de Quien es acto puro e infinito. Así la bondad de Dios, que no obra por indigencia ni necesidad alguna, sino sólo intenta comunicar participativamente a las criaturas su propio bien es el motivo de la creación y el fin del universo. San Agustín notaba que Dios no busca su gloria para Sí mismo, sino para nosotros, a quienes aprovecha conocerle y amarle.
7. Pero erraría el pensamiento humano que postulase la necesidad de esta comunicación, como si fuese una exigencia ontológica de la bondad divina. Hemos visto que Santo Tomás se refiere al eterno Don, que es el Dios dado, la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo como Amor personal eterno, como Aquel cuyo conocimiento por la fe nos libra del error emanatista de un descenso escalonado y necesario a partir del bien primero.
En la espiración eterna del Amor personal se nos revela el sentido pleno de la afirmación bíblica de que Dios es Amor.
8. «En el principio era el Verbo … en Él estaba la Vida, y la Vida era la Luz de los hombres» (Ioh. 1, 1). La revelación cristiana tiene, a la vez, su punto de partida y su culminación al comunicarnos Jesús, el Cristo, el Enviado de Dios Padre, que «Yo y el Padre somos una misma cosa». Y de Quien habla así de Sí mismo afirma el Evangelista: «En el principio era la Palabra, y la Palabra era junto a Dios, y la Palabra era Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria cual la del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». «Nacido del Padre antes que todos los siglos». De Quien habla así el Evangelio profesamos creer que es Vida eterna, de la misma naturaleza que el Padre, nacido del Padre.
San Agustín afirmó que por lo mismo le llamamos Verbo que Hijo. Subsumiendo a la Palabra revelada la reflexión sobre la vida íntima del espíritu humano, que San Agustín entendió ser imagen de la divina Trinidad, se llegó, por Juan de Santo Tomás, a poner en claro como un presupuesto filosófico de la teología trinitaria, la naturaleza locutiva de la vida de la inteligencia.
Esquemas inadecuados y apoyados en argumentaciones «accidentales» y que no alcanzan a contemplar la naturaleza del espíritu en su ser y en su vida íntima, contraponen de tal modo el verdadero conocimiento, que se reduce a la inmediatez intuitiva, al lenguaje mental, que todo el orden del juzgar por conceptos queda radicalmente descalificado como falto de referencia viva a la realidad. Es obvio que, si concediésemos como válidas las objeciones que se apoyan en tales perspectivas, «no habría más de qué hablar». Todo aquello de que se habla o escribe es, por definición, inconexo con lo real o existente. La vaciedad de un lenguaje vacío sería la propia del lenguaje, y no habría que esperar nunca de la palabra humana una referencia significativa por la que pudiese ser en verdad expresiva de la verdad de las cosas que son y de la verdad del ser o del deber ser de la vida humana. Ninguna normatividad ética o jurídica, por más que se quisiese expresar con claridad y coherencia, podría tener nada que decir, ni para el conocimiento de la realidad ni para el deber ser de la acción humana.
Que el conocimiento intelectual es, por su esencia, locutivo y el lenguaje en que se enuncia el lugar propio de la verdad como lo manifestativo y declarativo de lo que es, es algo indudable e inequívocamente afirmado por Santo Tomás de Aquino. Recordemos, por ejemplo, algunos lugares, tal vez demasiado poco atendidos: lo entendido, en quien entiende, es la «intentio intellecta» y el «verbum». «Lo entendido, o la realidad entendida, se comporta como algo constituido y formado por la actividad del entendimiento, ya sea el concepto o la enunciación».
Juan de Santo Tomás, al establecer en su curso teológico los presupuestos filosóficos de la generación del Verbo, escribió:
«El acto por el que el objeto es formado es la intelección; porque el entendimiento, entendiendo, forma su objeto, y formándolo lo entiende, porque, simultáneamente, al entender, forma el objeto, y es el objeto formado y entendido, como si la vista, viendo, formase lo que ve, a la vez vería y formaría el objeto visto» (Curso teológico, disp. 32, artº 5º, nº 13).
Este extraordinario texto, auténtica y fiel exposición del concepto que Santo Tomás tiene del conocimiento intelectual, hace posible una revisión radical del sentido de lo que Kant llama «revolución copernicana» y de la génesis del idealismo trascendental. Tiene, por lo mismo, una importancia decisiva en el plano de la fundamentación ontológica del conocimiento. A nosotros, ahora, nos interesa constatar la continuidad con que esta metafísica del entendimiento es integrada por Santo Tomás en la comprensión teológica del nacimiento eterno del Verbo de Dios, de la misma naturaleza de Dios que lo genera.
Y esta comprensión de la esencia del conocimiento, en el que quien entiende emana de sí la palabra con la que habla de lo que entiende, como emana el acto del acto, como el esplendor de la luz, y como la razón entendida del entendimiento en acto, la asume Santo Tomás en la comprensión  del misterio de la eterna generación del Verbo, es obvio por cuanto afirma que:
«Es necesario que Dios exista en Sí mismo como lo entendido en el que entiende. Pero lo entendido en el que entiende es la «intentio» entendida y la palabra. Así, pues, en Dios, que se entiende a Sí mismo, es el Verbo de Dios como el Dios entendido. Por esto se dice, en Ioh. 1, «la Palabra era junto a Dios» (IV C.G. cap. 11).
9. «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». La síntesis elaborada por Santo Tomás de Aquino, con la admirable continuidad en que viven en ella, plenamente integradas con lo recibido de Aristóteles, las aportaciones de San Agustín, quedaría siempre incomprendida si no se advirtiese el puesto central que en ella tiene la metafísica del espíritu que el gran Doctor elaboró en su tratado De Trinitate que contiene, con la etapa más decisiva en la elaboración de la teología sobre la Santísima Trinidad en Occidente, también una profunda y originaria entrada reflexiva sobre la vida del espíritu humano.
San Agustín juzgó la mente, el alma humana comprendida en su dimensión de interioridad y espiritualidad, como la imagen de la vida divina trinitaria. El tema se desarrolla en etapas distintas, de las que a nosotros nos interesa atender especialmente a dos, que interpretamos según la doctrina que Ambroise Gardeil, O.P. expuso en su estudio L´Estructure de l´âme et l´experiènce mystique.
La mente o espíritu tiene tres dimensiones en su mismo ser: mens, notitia, amor. Estas tres dimensiones son, en el espíritu, lo que el modus, species y ordo en toda realidad en cuanto buena. Lo bueno es algo que tiene ser, y lo tiene concretado y delimitado por sus causas materiales y eficientes, que tiene esencia, por la que difiere de cualquier otra realidad, y que tiene ordo y pondus, orden y peso, inclinación a adquirir aquello a que tiende si está todavía en potencia para ello y también a comunicarlo en la medida que ya posee un acto en perfección.
Lo que el modo, especie y orden es en todo ente es la mente -la substancialidad espiritual-, la notitia -la constitutiva y radical capacidad de auto-conciencia que la hace apta también para conocer lo otro- y el amor -entendido aquí no como un acto concreto de unión afectiva o de elección de determinados objetos queridos, sino como el constitutivo dinamismo de la substancia espiritual hacia la participación en el bien y la complacencia en el mismo, anterior y fundante respecto de cualquier consecución de un bien concreto.
Pero hay todavía, en el hombre, una imagen más expresa, más desarrollada, de la divina trinidad: la memoria, la inteligencia y la voluntad son sus dimensiones. Aquí, por memoria, no entendemos todavía el acto de recuerdo, sino aquella auto-conciencia, constitutiva de la actualidad del espíritu, en la que puede ejercerse el recuerdo como memoria que pone en el presente de la conciencia lo pasado. La memoria de sí mismo, la auto-conciencia, la posesión de sí mismo, aquello por lo que cada uno de nosotros se sabe existir, y por lo que es capaz de nombrarse por el pronombre personal «yo», es ella misma radical respecto del recuerdo y de la expectación del futuro -ya que no podríamos estar previendo y esperando la vida en los momentos del tiempo posteriores al ahora sin aquella posesión de nosotros mismos-. Por esto, San Agustín, hablando del tiempo desde esta perspectiva de la memoria del espíritu, dice de él que es «quaedam distensio animae».
Dada la estructura potencial del alma humana, el hombre puede estar en vigilia o en sueño, pero sólo en cuanto el hombre que se posee a sí mismo en acto en la memoria está en el ejercicio actual de su ser de sujeto cognoscente y moral.
Esta posesión de sí, Santo Tomás afirma que no es otra cosa que el subsistir algo en sí mismo. Cuando me siento existir, el acto de ser no es una representación imaginativa o conceptual, sino el acto mismo que actúa en la substancia individual humana. Por esto, Santo Tomás habla de una «cognitio de animae sucundum quod habet esse in tali individuo» (De veritate, Qu. 10, artº 8º, in c.). De esta memoria de sí mismo -en la que están la mente, la noticia y el amor- surge la inteligencia, afirmó San Agustín y reafirmó, con completa fidelidad al mismo, Santo Tomás.
La facultad de entender las cosas en su esencia, y de percibirlas en su singularidad por la continuidad con las facultades sensibles que pertenecen al alma intelectiva, y de juzgar acerca de ellas, especulativa y prácticamente, la capacidad de conocer, en su triple dimensión teorética, práctica y factiva o artístico-técnica, se origina de la memoria de sí mismo. Un ente, si no tuviese la constitutiva aptitud para ser consciente de su ser, no podría abrirse en horizonte abierto infinitamente a «lo otro», ni sería un sujeto capaz destinado a describir en sí el orden del universo y de sus causas.
La voluntad, la facultad de querer, cuyo acto plenario y máximamente perfectivo es el amor interpersonal, en el que el hombre está llamado nada menos que a la correspondencia al amor que Dios le ha tenido, también se origina de la memoria. Sería una decadencia y una ausencia de interioridad pensar sólo que la voluntad sigue al entendimiento -entendiendo que el deseo o la elección de un objeto determinado presupone el conocimiento intelectual del mismo- si olvidamos que «la voluntad no procede directamente de la inteligencia, sino de la esencia del alma, presupuesta la inteligencia», afirmación de Santo Tomás fidelísima al pensamiento de San Agustín. El ordo realizado y actualizado plenamente del ente personal no puede ser visto como si tuviese su fundamento último en la apertura del sujeto cognoscente al mundo objetivo, sino como siendo la realización del orden que se arraiga y sigue al ser de la mente humana, aquel ser que le da inmediatamente la auto-conciencia personal, y en el que radica el que emanen del yo las facultades de intencionalidad objetiva.
10. El texto de Santo Tomás en S. Th. Iª, Qu. 32, artº 1, ad tertium, que antes he citado, no podría invocarse para afirmar, en un sentido absoluto, la imposibilidad de alcanzar racionalmente la verdad acerca de Dios, Creador libre del universo, pero sugiere, por lo menos, como una cierta necesidad moral, es decir, el reconocimiento de que podría resultar moralmente imposible concebir la causalidad divina creadora sin haber podido alcanzar, por la fe, que «todas las cosas fueron creadas por Él, y sin Él nada se hizo de cuanto fue hecho», siguiendo a la proclamación de que «en el principio era el Verbo, y el Verbo era junto a Dios, y el Verbo era Dios».
La eficiencia creadora divina puede concebirse, por el hombre, sólo a partir de una causalidad eficiente no natural, sino «artístico-técnica», según «palabra mental», aunque removiendo la necesidad de una materia preexistente a la acción del artífice, necesaria en toda causalidad creada, e impensable en la causalidad creadora.
El texto de Santo Tomás tiene la audacia de referir la posibilidad de la fe en la causalidad divina  libre -que da todo el ser a las criaturas sin que se presuponga necesidad alguna en la línea de una «emanación», como ha sido característico de tantos momentos del pensamiento filosófico- al reconocimiento de la poiesis divina, como siendo el ejemplar supremo de una causación meta logou, es decir, «por la Palabra» y «según la Palabra». El hecho histórico de que la doctrina de la Creación no ha surgido inicialmente sino en un contexto bíblico y el que la tradición cristiana haya visto como por lo menos insinuado el misterio del eterno nacimiento del Verbo, incluso en los Libros del Antiguo Testamento, y en el propio Génesis, inclinaría a interpretar la profunda sugerencia de Santo Tomás en el sentido en que lo hemos hecho y que tenemos por obvio.
En cuanto a la afirmación de que la fe en la procesión del Espíritu Santo como Don eterno del Amor divino libera al pensamiento humano de la tendencia a atribuir la Creación a una comunicación necesaria a modo de emanación descendente desde el Bien supremo a los bienes revelados del universo, parece claro, también, que sugiere una comprensión muy profunda de la afirmación de Santo Tomás que, mientras pone en la liberalidad comunicativa del bien divino la causa de la Creación del universo de los bienes finitos, subraya, con la mayor energía, la total contingencia de esta comunicación del bien al universo, no sólo en la línea de la eficiencia, sino, precisamente, en la línea de la causalidad final. La bondad divina es el fin a que Dios ordena el universo entero, pero la bondad divina no es un fin a adquirir por Dios, sino un fin a comunicar a las criaturas llamadas a participar del bien divino.
Santo Tomás llega a la más sublime especulación cuando sugiere que la fe en el eterno Don del Amor personal, del Espíritu Santo, que no procede como nacido, sino como dado, y en el que eternamente el Padre y el Hijo se unen en este Don eterno y primero, que es el Amor subsistente y personal, que es la persona e hypóstasis tercera de la Trinidad, libera nuestra especulación de cualquier riesgo de suponer, en una línea u otra, una indigencia divina en la comunicación del bien al universo creado. El acto creador es dador de bien a la criatura, no adquisición de bien para Dios mismo, y ni siquiera tendríamos que caer en la tentación de los panteísmos emanatistas de forjar una necesidad metafísica de que el primer Bien realice su naturaleza comunicativa en la causación de los bienes finitos. Diríamos que Dios «antes de ejercer su liberalidad en la causación de bienes contingentes, la ha ejercido eternamente en la integridad de su ser, en la eterna espiración del Amor divino del Don eterno que es el Espíritu Santo».
11. «Oye, Israel, Dios, el Señor nuestro, es el Dios uno» (Deuteronomio 6, 4). A partir de la revelación de la unidad y de la unicidad del Dios de Israel, Santo Tomás desarrolla la afirmación de la trascendentalidad del atributo de la unidad. Para atribuir a Dios la primacía en la unidad y el carácter principal y originante del Dios Uno sobre toda pluralidad y multitud creada, citando a Dionisio, dice:
«No hay multitud que no participe de lo uno. Las cosas que son muchas en sus partes, son unas en el todo, las que son múltiples en sus accidentes, son unas en su sujeto, todas las cosas que son muchas numéricamente, son unas específicamente, las que son muchas en la especie, son unas en su género y, finalmente, las cosas que son muchas por sus procesos, son unas en su principio» (S. Th. Iª, Qu. 11, artº 9º, ad secundum).
Las afirmaciones de la trascendentalidad de lo uno y su primacía sobre lo múltiple expresan el contraste radical del pensamiento metafísico de Santo Tomás, fiel a la sagrada Escritura, y en esto, también, plenamente fiel a Aristóteles, sobre todas las tradiciones de pensamiento que han postulado polaridades «dialécticas» y que, desde distintas concepciones, o bien han puesto en el origen el ser y el no-ser, o la luz y las tinieblas, o lo bueno y lo malo, como elementos de la realidad, al modo como lo son, entre los hombres, lo masculino y lo femenino, o, en los números, lo par o la impar, o lo recto y lo curvo.
Para Santo Tomás, lo uno como predicado trascendental remueve, precisamente, en todo ente, en su esencia y en su acto de ser, la negación de aquello mismo que es. El juicio negativo se requiere, en el lenguaje, precisamente porque, dándose en el universo multitud de entes, y siendo potencial nuestro entendimiento en la adquisición de los conocimientos, necesitamos poder decir que «este ente» no es «aquel ente». Esta oposición de lo afirmativo y de lo negativo la hemos de poder negar en lo interior de cada ente, para así afirmarlo como uno. «Materialiter», o como contenido dado a nuestra experiencia, conocemos primero la multitud de entes, pero no podemos formalmente afirmarlos como muchos en cualquiera de las líneas de alteridad que los distinguen, sino después de haber removido de cada uno de los entes la negación en sí mismos para poder afirmarlos a cada uno de ellos como uno, sin lo que no se llegaría a la afirmación formal de la diversidad específica o genérica, o de la alteridad numérica, o de la heterogeneidad y gradación de niveles perfectivos de los entes. La afirmación de la unidad de Dios exige el reconocimiento de su trascendencia respecto de todo lo múltiple del universo.
12. «Propter nos homines». Los entes que en el universo creado participan de la unidad, la verdad y el bien divino máximamente en el nivel de imagen de Dios, son sólo los seres personales. Santo Tomás afirma de ellos dos «capacidades»: son capaces de felicidad; son capaces de Dios. Sólo las criaturas racionales son aptas para conocer y amar a Dios, es decir, de entrar con Dios en una convivencia personal, de amistad, una amistad que es filiación. Toda legislación moral y política se orienta, según santo Tomás, a la constitución de esta amistad interpersonal. Por esto, cuando se dice que el fin de la ley es el bien común hay que recordar que el fin de la ley es el amor, como enseñó el Apóstol, no hay otro bien común interpersonal que no consista en la amistad. Tal es la virtud teologal de la caridad, que es una sola virtud en la que el hombre se comunica amistosamente con Dios y que por Cristo, por correspondencia agradecida al Don de Dios, ama a todos los semejantes desde Cristo y por Cristo.
Santo Tomás afirma reiteradamente que sólo los seres personales son por sí queridos en el universo, y todas las demás cosas en orden a ellos. Por esto la plenitud de la comunicación del bien al universo se da en la Encarnación redentora. Y si se dice que ésta no se hubiera dado sin la permisión divina del pecado de Adán, habrá que afirmar, con los salmaticenses y con Garrigou-La Grange, que la permisión del pecado no se hubiera dado en el designio providencial sino en orden al máximo bien de la restitución a los hombres de la adopción filial por Cristo y por la misión del Don que es el Espíritu.

Francisco Canals Vidal / UNIDAD SEGÚN SÍNTESIS