De la Iglesia, los pecados y los medios para enfrentar las heridas.
Santa Catalina no cayó ni en la rebelión ni en la murmuración…
Entre los derechos que cada persona puede reivindicar está el de la buena fama.
Preservar la inocencia y buena reputación de todas las personas. Respetar la presunción de inocencia, mientras no se produzca sentencia firme condenatoria. Guardar la más rigurosa severidad frente al calumniador. Asimismo, se debe rechazar toda arrogancia y soberbia, mismo en prueba contraria al acusado. Evitar la compañía y el consejo de quienes actúan siempre con engaño y mentiras…
Contra la calumnia y la difamación (pública o secreta) vale recordar como escribe San Basilio, gran Padre de la Iglesia de Oriente, en su obra El bautismo, «ni siquiera el placer de un instante que contamina el pensamiento debe turbar a quien se ha configurado con Cristo en una muerte semejante a la suya» (Opere ascetiche, Turín 1980, p. 548). Los cristianos debemos rechazar el mal con rigor y firmeza.
La Iglesia Católica que confesamos en el Credo como SANTA por su doctrina y moral, fundada en los evangelios, en sus medios de santificación -los sacramentos- y en sus frutos, por designio de Dios, debe llevar las mismas heridas de su fundador, que es Cristo, que padeció el duro golpe de la decepción de los discípulos: “Después de escuchar la enseñanza de Jesús, muchos de sus discípulos decían: “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?” Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: “¿Esto los escandaliza?” (Jn 6, 63-68), la traición de Judas, la negación de Pedro y el abandono, desprecio y tortura, en el camino de la Cruz (Mt. 26, 20-25) Es evidente que no todos los católicos sean santos. Esto es imposible dado la libertad humana (Mt. 13, 26-30).
«La Iglesia no es santa por sí misma, sino por que su alma es el Espíritu Santo y su Cabeza es Cristo. Y aunque está formada también por pecadores, la gracia de Dios, en la medida que incrementa su presencia en el alma de sus miembros, procura santificarla por el amor purificador de Cristo. «Dios no sólo ha hablado, nos ha querido (…) hasta la muerte de su propio hijo», S. S. Benedicto XVI – 29 Junio 2005.
El cristiano está advertido de que es necesario conocer la historia para distinguir los hechos. El cristiano a sus hermanos advierte que es imprescindible estudiar la historia para comprender el contexto histórico de los hechos. El cristiano nota que conociendo la historia, se percibe la riqueza de la Tradición, repara la grandeza del Magisterio y la magnanimidad de la salvación en la Escritura enseñada por la Iglesia.
Dios no abandona a su Iglesia y se cumple la promesa de Nuestro Señor:
«Estaré con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt. 28,20).
Desde la Doctrina Social de la Iglesia, hay que reconocer la importancia de la libertad de expresión, porque « cuantas veces los hombres, según su natural inclinación, intercambian sus conocimientos o manifiestan sus opiniones, están usando de un derecho que les es propio, y a la vez ejerciendo una función social » (Communio et progressio, 45: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de junio de 1971, p. 5). Sin embargo, considerada desde una perspectiva ética, esta presunción no es una norma absoluta e irrevocable. Se dan casos obvios en los que no existe ningún derecho a comunicar, por ejemplo el de la difamación y la calumnia, el de los mensajes que pretenden fomentar el odio y el conflicto entre las personas y los grupos, la obscenidad y la pornografía, y las descripciones morbosas de la violencia. Es evidente también que la libre expresión debería atenerse siempre a principios como la verdad, la honradez y el respeto a la vida privada.
Los medios de comunicación social (en particular, los mass-media) pueden engendrar cierta pasividad en los usuarios, haciendo de éstos, consumidores poco vigilantes de mensajes, espectáculos, versiones o interpretaciones nada objetivas de la realidad.. Los usuarios deben imponerse moderación y disciplina respecto a los mass-media. Han de formarse una conciencia clara y recta para resistir más fácilmente las influencias menos honestas.
Por razón de su profesión en la prensa, sus responsables tienen la obligación, en la difusión de la información, de servir a la verdad y de no ofender a la caridad, confundiendo, mintiendo o fragmentando torcidamente la información. Han de esforzarse por respetar con una delicadeza igual, la naturaleza de los hechos y los límites el juicio crítico respecto a las personas. Deben evitar ceder a la difamación.
Es triste, que entre los mismos fieles, lavados en el bautismo con la sangre del Cordero inmaculado y enriquecidos con la gracia, haya tantos hombres, de todo orden o clase, que con increíble ignorancia de las cosas divinas, inficionados de doctrinas falsas, viven vida llena de vicios, lejos de la casa del Padre; vida no iluminada por la luz de la fe, ni alentada de la esperanza en la felicidad futura, ni caldeada y fomentada por el calor de la caridad, de manera que verdaderamente parecen sentados en las tinieblas y en la sombra de la muerte. Cunde además entre los ciudadanos y en los diversos niveles de los fieles, como clérigos o personal eclesiástico, que circulan entre las filas de la Iglesia, corrompiendo, destruyendo y abusando de las ovejas que están llamados a proteger y salvar. Pero aun en este ámbito, y forman parte de servicios de confianza, dentro del pueblo de Dios, no faltan quienes, lejos de insistir en los caminos adecuados, que la misma Iglesia y la sociedad prefieren, para evitar toda proliferación de mentiras y falsos testimonios que impidan reconocer la gravedad y ponderación adecuada del mal cometido, procuran publicar aparente información parcialidad, manipulada y tremendamente cargada de resentimiento, sucio temerario e ira, no en los tribunales civiles o eclesiásticos establecidos para contener las evidencias y aseguran la investigación y sentencia, sino que lo multiplican por redes y medios masivos, no con el fin de buscar la verdad, sentencia y reparación, sino de procurar un desahogo, revancha o venganza, por los conflictos personales, interpersonales o doctrinales que pueden estar ocurriendo.
La codicia desenfrenada de las cosas perecederas, el ansia desapoderada de aura popular; la difamación de la autoridad legítima, y, finalmente, el menosprecio de la palabra de Dios, con que la fe se destruye o se pone al borde de la ruina, encuentra un aliado oportuno en quien intenta, con criterios mundanos, paganos e ideológicos, supuestamente renovar o “mejorar” los problemas de la comunidad eclesial.
El daño que procuran y el escándalo que producen, no solo desploma la mirada atenta para reconocer la cizaña, extirparla y sacar el trigo, sino que endurecen la tierra donde se pueda expandir la semilla del Evangelio, para aplastar efectivamente los influjos del Maligno, y alcanzar el fruto anhelado del vergel de la gracia. No procuran ningún fin o ganancia objetiva, ni para la Iglesia, la sociedad, ni para si mismo. La locuacidad pecaminosa, junto con poner por evidencia un afán de protagonismo o auto proteccionismo, se acerca precipitádamente a la conducta del espíritu “angélico infesto”, que sembró confusión y discordia en el corazón humano para desacreditar la Paternidad de Dios, ante las almas de Adán y Eva (Gen. 3, 1-5).
Forman el cúmulo de estos males la pereza y la necedad de los que, durmiendo o huyendo como los discípulos, vacilantes en la fe míseramente desamparan a Cristo en su Cuerpo Místico, que es la Iglesia, con los azotes de la confusión, oprimiéndola de angustias o rodeándola de los satélites de Satanás; no menos que la perfidia de los que, a imitación del traidor Judas, o temeraria o sacrílegamente comulgan o se pasan a los campamentos enemigos. Desfiguran el sentido de la Fe, de quienes necesitan reconocen en el Vicario de Cristo, no solo al garante de la Fe Católica, sino que también al Apóstol paciente y misericordioso, que acompaña a los mártires, en el Coliseo de sangre y dolor, rescatando lo bueno y lo verdadero, cediendo a la acción del Espíritu Santo, que hace nuevas todas las cosas.
No se puede vencer el mal con el mal. Restaurar, sanar, purificar, clarificar y defender la verdad de la Fe y la Moral, la santidad de vida de los ministros sagrados y la dignidad y derechos de las personas, exige un proceder digno de la Comunidad Eclesial, un proceder ético y virtuoso, modesto, fundamentado, desprendido y sobrenatural. aunque no tenga el mismo tipo de respuesta. El actuar de modo mundano e intrigante, ante las aparentes irregularidades, solo confirma la idea de que se acercan los tiempos vaticinados por nuestro Señor: «Y porque abundó la iniquidad, se enfrió la caridad de muchos» ( 8 de mayo de 1928, S.S. Pío P.P. XI)
Deben resonar en nuestro interior, las palabras de Jesús en el Evangelio: «Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre… Del corazón del hombre salen los malos propósitos; las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas estas maldades… hacen al hombre impuro» (Mc 7, 20 – 23. cf. Mt 15, 18-20). Hemos de observar que en el léxico del Nuevo Testamento no se le dan al pecado tantos nombres que se correspondan con los del Antiguo: sobre todo se le llama con la palabra griega «άνομία» (= iniquidad, injusticia, oposición al reino de Dios: cf., por ejemplo, Mc 7, 23; Mt 13, 41; Mt 24, 12; 1 Jn 3, 4). Además con la palabra «άμαρτία» = error, falta; o también con «όφείλημα» = deuda por ejemplo, «perdónanos nuestras deudas…»; = pecados), (Mt 6, 12; Lc 11, 4).
En esta perspectiva entonces, hay que considerar también, el falso testimonio, el perjurio y la mentira, cuya gravedad se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, de las circunstancias, de las intenciones del mentiroso y de los daños ocasionados a las víctimas.
El juicio temerario, la maledicencia, la difamación y la calumnia, que perjudican o destruyen la buena reputación y el honor, a los que tiene derecho toda persona.
El halago, la adulación o la complacencia, sobre todo si están orientados a pecar gravemente o para lograr ventajas ilícitas.
Todas estas conductas son un contexto que solo le sirven al principie de las tinieblas.
Una culpa cometida contra la verdad debe ser reparada, si ha causado daño a otro.
«Pero…¿cómo podría la Iglesia excluir de sus filas a los pecadores?».
«Jesús se encarnó, murió y resucitó por nuestra salvación. Es necesario, por ello, aprender a vivir con sinceridad la penitencia cristiana. Practicándola, confesamos los pecados individuales en unión con los demás, ante ellos y ante Dios».
«Es necesario estar en guardia ante la pretensión de constituirse arrogantemente en jueces de las generaciones precedentes, que han vivido en otros tiempos y circunstancias. Hace falta una sinceridad humilde para no negar los pecados del pasado, sin caer en fáciles acusaciones en ausencia de pruebas reales o ignorando las diferentes pre-comprensiones de entonces».
Al pedir perdón por el mal cometido en el pasado, también tenemos que recordar el bien realizado con la ayuda de la gracia divina que, si bien es puesta en vasos de barro, ha dado frutos con frecuencia excelentes».
(S.S. Benedicto PP. XVI –Varsovia 2006-05-25)
Oportuno es mencionar en este contexto el testimonio y pensamiento, claramente iluminado por el Espíritu Santo, de Santa Catalina de Siena, en un contexto eclesial no menos complejo del que se nos presenta en los últimos tiempos.
Santa Catalina de Siena (1347-1380) -animada por el espíritu de Santo Domingo de Guzmán- con un ejemplo de amor y de fidelidad a la naturaleza del ministerio Petrino, cuya institución viene del querer de Jesús, hablaba del “dulce Cristo en la tierra”, refiriéndose al sucesor del apóstol Pedro, al Papa. Sin duda alguna, su apertura a la trascendencia, al paso del Espíritu Santo, le hacía comprender la importancia de sentir con la Iglesia y, por ende, rescatarla -a través de la contemplación y de la acción- de los vicios que se habían infiltrado en el ambiente Jerárquico.
Santa Catalina no cayó ni en la rebelión ni en la murmuración o difamación, ni en la obediencia ciega y servil, sin embargo, supo reconocer la importancia de la vida eclesial, la necesidad de una cabeza jerárquica- querida por el Señor como signo de la paternidad trascendente- que mantuviera la unidad de los cristianos. De ahí que estuviera por medio de la correspondencia privada, la oración y la búsqueda de su propia santidad, tan cerca del Papa. Es una llamada de atención a los que aun desde dentro de la Iglesia, cuestionan, murmuran o cuestionan el valor papado, del sacerdocio, de la tradición, y de la misión y estructura de la Iglesia, que si esta herida en sus miembros, desde el pecado Judaico, presente hasta nuestros días, manifiesta con su permanencia en medio de tormentas y guerras de herejías, apostasía y revoluciones, la realidad Santa de la Esposa y Cuerpo Místico de Cristo.
Impresiona e ilumina la eficacia orante de Santa Catalina, quien a través de varias cartas y gestiones, y nunca por medio de presiones difamatorias públicas ni mediática, contribuyó a la estabilidad del papado y la misión de la Iglesia, en mundo sumergido en la corrupción y la violencia, logrando que en el año de 1377 el Papa Gregorio XI dejara Avignon para volver a Roma, a la ciudad en la que Pedro había sido martirizado. Vale la pena reconocer que Dios permite la confusión y la miseria en el corazón de los discípulos, para que recurran a un camino de verdadera conversión y santidad personal, que muchas veces en tiempo de aguas calmadas se abandona, en las tibiezas del mundo y los engaños de los ídolos.