Cuidar la integridad del templo
No como quienes se sirven de la libertad sólo para ocultar su maldad
La celebración litúrgica de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, tan significativa para la historia de nuestra Iglesia, nos regala dos importantes lecturas para meditar sobre nuestra condición de ser vocacionados para ser templos vivos de la verdad del Evangelio y de la vida de la Gracia.
San Pedro insiste en su carta, sobre el valor de las buenas obras, la importancia de una conducta que se transforma en predicación, con el ejemplo a quienes por necedad prescinden de la Palabra de Dios.
De la primera carta del apóstol san Pedro 2, 1-17
Hermanos: Después de haberos despojado de toda maldad y de toda falsedad, de las hipocresías y envidias, y de toda clase de murmuración, apeteced, como niños recién nacidos, la leche pura espiritual. Con ella podréis crecer hasta alcanzar la salvación, si es que realmente habéis saboreado lo bueno que es el Señor.
Acercándoos al Señor, la piedra viva, rechazada por los hombres, pero escogida y apreciada por Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo. Por eso se lee en la Escritura: «Ved que pongo en Sión una piedra angular escogida y preciosa. Y quien tenga fe en ella no será defraudado.»
Por consiguiente, a vosotros, que tenéis fe, os corresponde el honor; mas, para los que no tienen fe, «la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular, y ha venido a ser piedra de tropiezo y roca de escándalo». Y tropiezan en ella porque no tienen fe en la palabra de Cristo, para la cual estaban destinados.
Vosotros, en cambio, sois «linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para proclamar las hazañas del que os llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa». Vosotros, que en otro tiempo «no erais pueblo», sois ahora «pueblo de Dios»; vosotros, que estabais «excluidos de la misericordia», sois ahora «objeto de la misericordia de Dios».
Hermanos, os exhorto a que, como forasteros y peregrinos que sois, os abstengáis de las pasiones terrenas que hacen guerra al alma. Observad entre los gentiles una conducta ejemplar. Así, por aquello mismo en que os calumnian como a malhechores, darán gloria a Dios, cuando vean y consideren vuestras buenas obras, el día en que él venga a «visitarlos» con su gracia.
Sed sumisos a toda humana autoridad a causa del Señor: ya sea al soberano, en cuanto que tiene el mando; o bien a los gobernadores, como delegados suyos que son para castigar a los malhechores y para alabanza de los hombres de bien. Porque ésta es la voluntad de Dios: que, obrando el bien, hagáis callar a la ignorancia de los hombres insensatos. Portaos en esto como hombres libres, no como quienes se sirven de la libertad sólo para ocultar su maldad, sino como conviene a los que son siervos de Dios. Sed deferentes con todos, amad a vuestros hermanos, temed a Dios y honrad al soberano.
«Esforcémonos al máximo, con su ayuda, para que Cristo no sea deshonrado en nosotros por nuestras malas obras…», dice San Cesáreo de Arles, e insiste en su sermón: «dice el Señor: que brille en nosotros la luz de las buenas obras y sea glorificado aquel que está en los cielos.»
De los Sermones de san Cesáreo de Arles, obispo
Hoy, hermanos muy amados, celebramos con gozo y alegría, por la benignidad de Cristo, la dedicación de este templo; pero nosotros debemos ser el templo vivo y verdadero de Dios. Con razón, sin embargo, celebran los pueblos cristianos la solemnidad de la Iglesia madre, ya que son conscientes de que por ella han renacido espiritualmente. En efecto, nosotros, que por nuestro primer nacimiento fuimos objeto de la ira de Dios, por el segundo hemos llegado a ser objeto de su misericordia.
El primer nacimiento fue para muerte; el segundo nos restituyó a la vida.
Todos nosotros, amadísimos, antes del bautismo fuimos lugar en donde habitaba el demonio; después del bautismo nos convertimos en templos de Cristo. Y, si pensamos con atención en lo que atañe a la salvación de nuestras almas, tomamos conciencia de nuestra condición de templos verdaderos y vivos de Dios. Dios habita no sólo en templos levantados por los hombres ni en casas hechas de piedra y de madera, sino principalmente en el alma hecha a imagen de Dios y construida por él mismo, que es su arquitecto. Por esto dice el apóstol Pablo: El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros.
Y, ya que Cristo, con su venida, arrojó de nuestros corazones al demonio para prepararse un templo en nosotros, esforcémonos al máximo, con su ayuda, para que Cristo no sea deshonrado en nosotros por nuestras malas obras. Porque todo el que obra mal deshonra a Cristo. Como antes he dicho, antes de que Cristo nos redimiera éramos casa del demonio; después hemos llegado a ser casa de Dios, ya que Dios se ha dignado hacer de nosotros una casa para sí.
Por esto, nosotros, carísimos, si queremos celebrar con alegría la dedicación del templo, no debemos destruir en nosotros, con nuestras malas obras, el templo vivo de Dios. Lo diré de una manera inteligible para todos: debemos disponer nuestras almas del mismo modo como deseamos encontrar dispuesta la iglesia cuando venimos a ella.
¿Deseas encontrar limpia la basílica? Pues no ensucies tu alma con el pecado. Si deseas que la basílica esté bien iluminada, Dios desea también que tu alma no esté en tinieblas, sino que sea verdad lo que dice el Señor: que brille en nosotros la luz de las buenas obras y sea glorificado aquel que está en los cielos. Del mismo modo que tú entras en esta iglesia, así quiere Dios entrar en tu alma, como tiene prometido: Habitaré en medio de ellos y andaré entre ellos.