¡Cual debe ser el Abad!
El abad nada debe enseñar, establecer o mandar, que se aparte (lo que Dios no quiera) de los preceptos del Señor (San Benito)
«Enseñar todas las cosas buenas y santas antes con obras que con palabras…»
El Abad que ha sido tenido pro digno de gobernar algún monasterio, debe acordarse siempre de este nombre, y llenar con obras el nombre de Superior, porque se cree en verdad que hace las veces de Cristo en el monasterio; pues se le da el mismo tratamiento, según el Apóstol que dice: Recibisteis el espíritu de adopción de hijos por el cual clamamos Abad, Padre. Por tanto, el abad nada debe enseñar, establecer o mandar, que se aparte (lo que Dios no quiera) DE los preceptos del Señor: lejos de esto, sus mandatos y doctrina deben, al modo de una levadura de la divina justicia, derramarse en los corazones de sus discípulos.
Tenga siempre presente el abad que se le pedirá estrecha cuenta en el tremendo juicio de Dios, así de su doctrina como de la obediencia de sus discípulos, y sepa que se imputará a culpa del pastor lo que el padre de familia echare de menos en el adelantamiento que esperaba de sus ovejas. Sólo se le dará por libre si, habiendo puesto el mayor cuidado en el gobierno del rebaño inquieto y desobediente, no perdona fatiga alguna para curar sus enfermedades, de modo que hallándose justificado en el juicio del Señor, pueda decirle con el profeta: No escondí la justicia en mi corazón: he hecho patente tu verdad y el camino de la salvación; pero me despreciaron a mi. Y entonces por fin, recaerá la pena de muerte sobre las ovejas rebeldes a sus cuidados.
Aquel, pues, que recibe el nombre de abad, debe instruir a sus discípulos de dos modos: esto es, enseñar todas las cosas buenas y santas antes con obras que con palabras; de tal suerte, que a los discípulos capaces dé a conocer los mandatos del Señor con sus discursos, y a los menos dóciles y de cortos talentos, con su ejemplo. Sea sobre todo, su vida tan irreprehensible, que los discípulos aprendan en sus mismos hechos a evitar lo que les hubiere enseñado ser contrario a sus salvación; no sea que predicando a los demás, sea él hallado réprobo y le diga Dios cuando pecare: ¿Por qué anuncias tu mis leyes, y tomas en tu boca mi testamento? ¿Tu que has sacudido el yugo de mi doctrina y has echado al trenzado mis preceptos, y que notando en los ojos de tu hermano una mota no viste en los tuyos una viga?
No haga distinción de personas en el monasterio. No ame más a uno que a otro, sino al que hallare mas adelantado en la virtud y en la obediencia. No sea preferido el noble al plebeyo, a no ser que haya algún motivo justo para ello. Pero si le pareciere justo preferir a algunos, hágalo indiferentemente de cualquiera condición que sea: mas si no, guarde cada uno su grada, porque plebeyo y nobles todos en Cristo somos una misma cosa, y militamos igualmente todos bajo las banderas de un mismo Señor, para quien no hay acepción de personas, sino respecto de aquellos que adelantan a los demás en perfección y humildad. Tenga, pues el abad igual amor a todos, y pórtese con cada uno según sus méritos.
Porque el abad en su conducta debe observar perpetuamente lo que el Apóstol ordena cuando dice: reprende, exhorta, amenaza; esto es, que según la diversidad de tiempos, mezcle el rigor con la dulzura: mostrándose unas veces como riguroso maestro, y otras como cariñoso padre; quiero decir que corrija con severidad a los revoltosos o inobservantes, y que anime a los obedientes pacíficos y sufridos para que sean mejores; y le exhortamos que a los sediciosos y a los que desprecian sus obligaciones les reprenda y castigue.
No disimule los pecados de los delincuentes: mas acordándose de la desgracia de Helí, sacerdote de Silo, córtelos de raíz en sus principios. Corrija con palabras una o dos veces a los más dóciles y de buena índole; pero a los malos y de corazón duro, a los soberbios o desobedientes, castíguelos luego que pequen con azotes o con otras penas corporales; sabiendo que está escrito: que el necio no se enmienda con palabras. Y en otra parte: Castiga a tu hijo con la vara, y librarás su alma de la muerte.
Nunca se ha de olvidar el abad de lo que es, y del nombre que tiene, debiendo saber que a quien mas se le confía, más se le pide. Tenga presente cuán arduo y difícil es el empleo que ha tomado de gobernar las almas y acomodarse a genios diferentes; porque ha de tratarse a unos con halagos, a otros con reprensiones, a otros con consejos, acomodándose de tal modo al genio y capacidad de cada uno, que no sólo no padezca ningún detrimento en las ovejas que se le han confiado, sino que pueda gozarse de los aumentos de virtud de su rebaño.
Cuide sobre todo no despreciar la salvación de las almas que están a su cargo, de modo que prefiera a esta obligación el cuidado de las cosas transitorias, terrenas y caducas; y jamás olvide que ha tomado a su cargo regir almas, de las que ha de dar cuenta algún día. Y para que no le sirva quizás de excusa la poca renta del monasterio, acuérdese que está escrito: Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará con aumento. Y en otra parte: Nada faltará a lo que le temen.
Y sepa que el que se ha encargado de gobernar almas, debe prevenirse para dar cuenta de ellas, teniendo por cierto que cuantos monjes le estén encomendados, de otros tantos ha de responder al Señor en el día del juicio, sin incluir su alma en este número. Y así, temeroso siempre del examen futuro que el Señor le ha de hacer de las ovejas que le ha confiado, con el recelo de la cuenta ajena, vivirá solícito de la suya; y haciendo con sus exhortaciones que los demás se enmienden, conseguirá por este medio su propia santificación.
REGLA DE S. BENITO ABAD