Cor meum ibi cunctis diebus
“Mi corazón estará allí todos los días”. (III Reg., IX, 3) Por San Pedro Julián de Eymard
De todos los órganos del cuerpo humano el corazón es el más noble. Hallase colocado en medio del cuerpo como un rey en medio de sus estados…
Deseaba San Pablo que los habitantes de Efeso conocieran, por la gracia de Dios Padre, de quien procede todo don, la incomparable ciencia de la caridad de Jesucristo para con el hombre. Nada podría desearles más santo, más hermoso ni más importante. Conocer el amor de Jesucristo y estar llenos de él es el reino de Dios en el hombre. Estos son precisamente los frutos de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que vive y nos ama en el Santísimo Sacramento. Esta devoción es el culto supremo del amor. Es el alma y el centro de toda la religión, porque la religión no es otra cosa que la ley, la virtud y la perfección del amor, y el Sagrado Corazón de Jesús contiene la gracia y es el modelo y la vida de este amor. Estudiemos tal amor delante de ese foco en el cual está ardiendo por nosotros.
La devoción al Sagrado Corazón tiene un doble objeto: propónese, en primer lugar, honrar por medio de la adoración y del culto público, el corazón de carne de Jesucristo, y, en segundo lugar, tiende a honrar aquel amor infinito que nos ha tenido desde su creación y que todavía está consumiéndole por nosotros en el Sacramento de nuestros altares.
I
De todos los órganos del cuerpo humano el corazón es el más noble. Hallase colocado en medio del cuerpo como un rey en medio de sus estados. Está rodeado de los miembros más principales, que son como sus ministros y oficiales, él los mueve y les imprime actividad, comunicándoles el calor vital que en él hay acumulado y reservado. Es la fuente de donde emana la sangre por todas las partes del organismo, regándolas y refrescándolas, Esta sangre, debilitada por la pérdida de principios vitales, vuelve desde las extremidades al corazón para renovar su calor y recobrar nuevos elementos de vida.
Lo que es verdad, tratándose del corazón humano en general, lo es también verdad tratándose del Corazón de Jesús. Es la parte más noble del cuerpo del Hombre-Dios unido hipostáticamente al Verbo, por lo cual merece el culto supremo de adoración que se debe a Dios solo. Es necesario notar que en nuestra veneración no debemos separar el Corazón de Jesús de la divinidad del Hombre-Dios; está unido al la divinidad por indisolubles lazos, y el culto que tributamos al Corazón no termina en él, sino que pasa a la Persona adorable que le posee y a la cual está unido para siempre.
De aquí se sigue que pueden dirigirse a este Corazón divino las oraciones, los homenajes y las adoraciones que dirigimos al mismo Dios. Están equivocados todos aquéllos que al oír estas palabras “Corazón de Jesús”, piensan únicamente en este órgano material, considerando el Corazón de Jesús como un miembro sin vida y sin amor, poco más o menos como se haría tratándose de una santa reliquia; se equivocan también aquéllos que juzgan que esta devoción divide la persona de Jesucristo, restringiendo al corazón sólo el culto que debe tributarse a toda la Persona. Estos no se fijan en que, al honrar el Corazón de Jesús no suprimimos lo restante del compuesto divino del Hombre-Dios, ya que al honrar a su Corazón lo que en realidad pretendemos es celebrar todas las acciones, la vida entera de Jesucristo que no es otra cosa que la difusión de su Corazón al exterior.
Así como en el sol se forman y de él dimanan los rayos ardientes que fertilizan la tierra y comunican mayor vigor a todo lo que tiene vida, así también parten del corazón esas dulces y vigorosas energías que llevan el calor vital y la fuerza a todos los miembros del cuerpo. Si languidece el corazón, todo el cuerpo languidece con él; si el corazón sufre, todos los miembros sufren igualmente; en este caso, las funciones del cuerpo se entorpecen y todo el organismo se para. Por modo semejante la función del Corazón de Jesús consistió en vivificar, fortalecer y conservar todos los miembros del cuerpo de Jesús, todos sus órganos y sentidos, mediante la acción continua que en ellos ejercía; de tal modo que el Corazón de Jesús fue el principio de las acciones, afectos y virtudes de toda la vida del Verbo encarnado.
Como el corazón es el foco del amor en sentir de los filósofos, y como el móvil de toda la vida de Jesús fue el amor, de aquí que tengamos que referir a su Corazón Sacratísimo todos los misterios de la vida de Jesús y todas sus virtudes. “Tan natural es al fuego el quemar como al corazón el amar -dice Santo Tomás-, y como en el hombre es el órgano principal del sentimiento, parece conveniente que el acto exigido por el primero de todos los preceptos se haga sensible o se simbolice por medio del corazón”.De la misma manera que los ojos ven y los oídos oyen, así también el corazón ama; es el órgano de que se sirve el alma para producir los afectos y el amor. En el lenguaje vulgar se confunden estos dos términos, y se emplea la palabra corazón para significar el amor y viceversa. El Corazón de Jesús fue por ende el órgano de su amor; cooperó en la obra de su amor siendo el principio y el asiento del mismo amor; experimentó todas las sensaciones de amor que pueden conmover al corazón humano con la diferencia de que, amando el alma de Jesucristo con un amor incomparable e infinito, su Corazón es una hoguera inmensa de amor de Dios y de los hombres, y de esta hoguera salen de continuo las llamas más ardientes y más puras del amor divino. Esas llamas le abrasaron desde el primer instante de su concepción hasta el último suspiro de su vida y después de la Resurrección no han cesado ni cesarán jamás de abrasarle. El Corazón de Jesús ha producido y produce cada día innumerables actos de amor, cada uno de los cuales da más gloria a Dios que la que pueden darle todos los actos de amor de los ángeles y de los santos. Por consiguiente, entre todas las criaturas corporales, es la que más contribuye a la gloria del Criador y la que más merece el culto y el amor de los ángeles y de los hombres.
Todo lo que pertenece a la Persona del Hijo de Dios es infinitamente digno de veneración. La menor parte de su Cuerpo, la más ligera gota de su Sangre, merece la adoración del cielo y de la tierra. Las cosas más viles se hacen dignas de veneración merced al contacto de su carne, como sucede con la cruz, con los clavos, con las espinas, con la esponja, con la lanza y con todos los instrumentos de su suplicio; ¿cuánta más veneración no se le deberá a su Corazón, cuya excelencia es tanto más notable, cuanto más nobles son las funciones que ejerce y más perfectos los sentimientos que produce y acciones que inspira? Porque no hay que perder de vista que si Jesucristo nació en un establo, si vivió pobre en Nazaret y murió por nosotros, a su Corazón lo debemos. En este santuario se formaron. todas las resoluciones heroicas y todos los divinos propósitos que llevó a la práctica durante su vida. Su Corazón debe, por lo tanto, ser honrado no menos que el pesebre, en el cual mira el alma fiel a Jesús cuando viene al mundo pobre y abandonado; como debe también ser honrada la cátedra desde la cual Jesús nos íntima aquel amoroso mandato: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”; como debe serlo la cruz en que el alma le ve expirar; como se debe honrar el sepulcro de donde salió inmortal, y el Evangelio eterno, que enseña al hombre a imitar todas las virtudes de que Jesús es acabado modelo.
El alma devota del Sagrado Corazón de Jesús se ejercitará muy especialmente en actos de amor divino, puesto que este Corazón es ante todo el asiento y el símbolo de ese amor; y como el Santísimo Sacramento es la prenda sensible y permanente del amor, en la Eucaristía el alma encontrará al Corazón de Jesús, y de este Corazón eucarístico aprenderá a amar.
II
Queriendo Jesucristo ser siempre re amado por el hombre debe manifestarle siempre su amor; y así como para vencer y conquistar nuestro corazón tuvo Dios necesidad de hacerse hombre de hacerse sensible y palpable, así también para que su conquista quede asegurada debe continuar haciéndole sentir un amor sensible y humano. La ley del amor es perpetua y la gracia que necesitamos para poder amar, debe serlo también; el sol de amor no debe ponerse nunca para el corazón del hombre porque de lo contrario se enfriaría éste y llegaría a morir helado por el frío de la muerte y del olvido. El corazón del hombre no se entrega sino a seres vivos y sólo admite uniones con otro amor actual que él siente y que le da pruebas actuales de su existencia.
Pues bien, todo el amor de la vida mortal del Salvador, su amor infantil en el pesebre, su amor lleno de celo apostólico por la gloria de su Padre durante su predicación, su amor de víctima sobre la cruz, todo esos amores se hallan reunidos os y triunfantes en su Corazón glorioso que vive en el Santísimo Sacramento. Aquí debemos buscarle para alimentarnos de su amor. También está en el ciclo, pero para los Ángeles y los santos ya coronados. En la Eucaristía está para nosotros: nuestra devoción al Sagrado Corazón debe ser, por consiguiente, eucarística, debe concentrarse en la divina Eucaristía como en el único centro personal y vivo del amor y de las gracias del Sagrado Corazón para con los hombres.
¿Por qué separar al Corazón de Jesús de su cuerpo y de su divinidad? ¿No es cierto que por su Corazón vive en el Santísimo Sacramento y que por él se halla su cuerpo vivificado y animado? Jesús resucitado no muere ya. ¿Por qué separar ya su corazón de su Persona y querer hacerle morir, por decirlo así, en nuestro espíritu? Este Corazón vive y palpita en la Eucaristía, no ya con la vida del Salvador pasible y mortal, capaz de tristeza, de agonía, de dolor, sino con una vida resucitada y consumada en la bienaventuranza. Esta imposibilidad de sufrir y de morir no disminuye en nada la realidad de su vida; al contrario, la hace más perfecta. ¿Ha podido, acaso, la muerte llegar hasta Dios?… Muy al revés, El es el manantial de la vida perfecta y eterna.
El Corazón de Jesús vive en la Eucaristía, supuesto que su cuerpo está allí vivo. Es verdad que este Corazón divino no está allí de un modo sensible, ni se le puede ver, pero lo, mismo ocurre con todos los hombres. Este principio de vida conviene que sea misterioso, que esté oculto: descubrirlo sería matarlo; sólo se conoce su existencia por los efectos que produce. El hombre no pretende ver el corazón de un amigo, le basta una palabra para cerciorarse de su amor. ¿Qué diremos del Corazón divino de Jesús? El se nos manifiesta por los sentimientos que nos inspira, y esto debe bastarnos. Por otra parte, ¿quién sería capaz de contemplar la belleza y la bondad de este Corazón? ¿Quién podría tolerar el esplendor de su gloria ni soportar la intensidad del fuego devorador de su amor, capaz de consumirlo todo? ¿Quién se atrevería a dirigir su mirada a esa arca divina, en la cual está escrito con letras de fuego su Evangelio de amor, en donde se hallan glorificadas todas sus virtudes, donde su amor tiene su trono y su bondad guarda todos sus tesoros? ¿Quién querría penetrar en el propio santuario de la divinidad? ¡El Corazón de Jesús! ¡Es el cielo de los cielos, habitado por el mismo Dios, en el cual encuentra todas sus delicias! ¡No, no vemos el Corazón eucarístico de Jesús; pero lo poseemos..! ¡Es nuestro!
¿Queréis conocer su vida? Está distribuida entre su Padre y nosotros. El corazón de Jesús nos guarda: mientras el Salvador, encerrado en una humilde Hostia, parece dormir el sueño de la impotencia, su Corazón vela: Ego dormio et cor meum vigilat (Cant. Cant., V, 2). Vela, tanto si pensamos como si no pensamos en Él; no reposa; continuamente está pidiendo perdón por nosotros a su Padre. Jesús nos escucha con su Corazón y nos preserva de los golpes de la cólera divina provocada incesantemente por nuestros pecados; en la Eucaristía, como en la cruz, está su Corazón abierto, dejando caer sobre nuestras cabezas torrentes de gracias y de amor.
Está también allí este Corazón para defendernos de nuestros enemigos, como la madre que para librar a su hijo de un peligro lo estrecha contra su corazón, con el fin de que no se hiera al hijo sin alcanzar también a la madre. Y Jesús nos dice: ” Aún cuando una madre pudiera olvidar a su hijo, yo no os olvidaré jamás”.
La segunda mirada del corazón de Jesús es para su Padre. Le adora con sus inefables humillaciones, con su adoración de anonadamiento; le alaba y le da gracias por los beneficios que concede a los hombres sus hermanos; ofrécese como víctima a la justicia de su Padre, y no cesa su oración en favor de la Iglesia, de los pecadores y de todas las almas por Él rescatadas.
¡Oh Padre eterno! Mirad con complacencia el corazón de vuestro hijo Jesús. Contemplad su amor, oír propicio sus peticiones, y que el corazón eucarístico de Jesús sea nuestra salvación!
«Obras Eucarísticas de San Pedro Julián de Eymard»