Comunión sacerdotal: Comunión en el presbiterio
En virtud del sacramento del Orden «cada sacerdote está unido a los demás miembros del presbiterio por particulares vínculos de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad
34. En virtud del sacramento del Orden «cada sacerdote está unido a los demás miembros del presbiterio por particulares vínculos de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad»[132]. El presbítero está unido al Ordo Presbyterorum: así se constituye una unidad, que puede considerarse como verdadera familia, en la que los vínculos no proceden de la carne o de la sangre sino de la gracia del Orden[133].
La pertenencia a un concreto presbiterio[134] se da siempre en el ámbito de una Iglesia Particular, de un Ordinariato o de una Prelatura personal —es decir, de una “misión episcopal”, no sólo con motivo de la incardinación—, lo que no quita que el presbítero, en cuanto bautizado, pertenezca de manera inmediata a la Iglesia universal: en la Iglesia, nadie es extranjero; toda la Iglesia, y cada Diócesis, es familia, la familia de Dios[135].
Fraternidad sacerdotal y la pertenencia al presbiterio son elementos característicos del sacerdote. Con respecto a esto, es particularmente significativo el rito que se realiza en la ordenación presbiteral de la imposición de las manos por parte del Obispo, en el cual toman parte todos los presbíteros presentes para indicar, por una parte, la participación en el mismo grado del ministerio, y por otra, que el sacerdote no puede actuar solo, sino siempre dentro del presbiterio, como hermano de todos aquellos que lo constituyen[136].
«Los Obispos y los presbíteros reciben la misión y la facultad (el “poder sagrado”) de actuar in persona Christi Capitis, los diáconos las fuerzas para servir al pueblo de Dios en la “diaconía” de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el obispo y su presbiterio»[137].
La incardinación, auténtico vínculo jurídico con valor espiritual
35. La incardinación en una determinada «Iglesia particular o en una prelatura personal, o en un instituto de vida consagrada o en una sociedad que goce de esta facultad»[138] constituye un auténtico vínculo jurídico[139] que tiene también valor espiritual, ya que de ella brota «la relación con el Obispo en el único presbiterio, la coparticipación en su solicitud eclesial, la dedicación al cuidado evangélico del Pueblo de Dios en las condiciones concretas históricas y ambientales»[140].
Para tal propósito, no hay que olvidar que los sacerdotes seculares no incardinados en la Diócesis y los sacerdotes miembros de un Instituto religioso o de una Sociedad de vida apostólica —que viven en la Diócesis y ejercitan, para su bien, algún oficio— aunque estén sometidos a sus legítimos Ordinarios, pertenecen con pleno o con distinto título al presbiterio de esa Diócesis[141] donde «tienen voz, tanto activa como pasiva, para constituir el consejo presbiteral»[142]. Los sacerdotes religiosos, en particular, con unidad de fuerzas, comparten la solicitud pastoral ofreciendo el contributo de carismas específicos y «estimulando con su presencia a la Iglesia particular para que viva más intensamente su apertura universal»[143].
Los presbíteros incardinados en una Diócesis pero que están al servicio de algún movimiento eclesial o nueva comunidad aprobados por la autoridad eclesiástica competente[144] sean conscientes de su pertenencia al presbiterio de la Diócesis en la que desarrollan su ministerio, y lleven a la práctica el deber de colaborar sinceramente con él. El Obispo de incardinación, a su vez, ha de favorecer positivamente el derecho a la propia espiritualidad que la ley reconoce a todos los fieles[145], ha de respetar el estilo de vida requerido por el movimiento, y estar dispuesto —a norma del derecho— a permitir que el presbítero pueda prestar su servicio en otras Iglesias, si esto es parte del carisma del movimiento mismo,[146] comprometiéndose en cualquier caso a reforzar la comunión eclesial.
El presbiterio, lugar de santificación
36. El presbiterio es el lugar privilegiado en el cual el sacerdote debería encontrar los medios específicos de formación, de santificación y de evangelización; allí mismo debería ser ayudado a superar los límites y debilidades propios de la naturaleza humana, especialmente aquellos problemas que hoy día se sienten con particular intensidad.
El sacerdote, por tanto, hará todos los esfuerzos necesarios para evitar vivir el propio sacerdocio de modo aislado y subjetivista, y buscará favorecer la comunión fraterna dando y recibiendo —de sacerdote a sacerdote— el calor de la amistad, de la asistencia afectuosa, de la comprensión, de la corrección fraterna[147], bien consciente de que la gracia del Orden «asume y eleva las relaciones humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales […] y se concreta en las formas más variadas de ayuda mutua, no sólo espirituales sino también materiales»[148].
Todo esto se expresa, además que en la Misa crismal —manifestación de la comunión de los presbíteros con su Obispo—, en la liturgia de la Misa in Coena Domini del Jueves Santo, la cual muestra como de la comunión eucarística —nacida en la Ultima Cena— los sacerdotes reciben la capacidad de amarse unos a otros como el Maestro los ama[149].
Fraterna amistad sacerdotal
37. El profundo y eclesial sentido del presbiterio, no sólo no impide, sino que facilita las responsabilidades personales de cada presbítero en el cumplimiento del ministerio particular, que le es confiado por el Obispo[150]. La capacidad de cultivar y vivir maduras y profundas amistades sacerdotales se revela fuente de serenidad y de alegría en el ejercicio del ministerio; las amistades verdaderas son ayuda decisiva en las dificultades y, a la vez, ayuda preciosa para incrementar la caridad pastoral, que el presbítero debe ejercitar de modo particular con aquellos hermanos en el sacerdocio, que se encuentren necesitados de comprensión, ayuda y apoyo[151]. La fraternidad sacerdotal, expresión de la ley de la caridad, no se reduce a un simple sentimiento, sino que es para los presbíteros una memoria existencial de Cristo y un testimonio apostólico de comunión eclesial.
Vida en común
38. Una manifestación de esta comunión es también la vida en común, que la Iglesia ha favorecido desde siempre,[152] y que recientemente ha sido reavivada por los documentos del Concilio Ecuménico Vaticano II[153] y del Magisterio sucesivo,[154]y se lleva a la práctica positivamente en no pocas Diócesis. «La vida en común, por este motivo, expresa una ayuda que Cristo da a nuestra existencia, llamándono
s, a través de la presencia de los hermanos, a una configuración cada vez más profunda a su persona. Vivir con otros significa aceptar la necesidad de la propia y continua conversión y sobre todo descubrir la belleza de este camino, la alegría de la humildad, de la penitencia, y también de la conversación, del perdón mutuo, de sostenerse mutuamente.Ecce quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum (Sal 133, 1)»[155].
Para afrontar uno de los problemas más importantes de la vida sacerdotal actual, a saber, la soledad del sacerdote, «nunca se recomendará suficientemente a los sacerdotes una cierta vida en común entre ellos, toda enderezada al ministerio propiamente espiritual; la práctica de encuentros frecuentes con fraternal intercambio de ideas, de consejos y de experiencias entre hermanos; el impulso a las asociaciones que favorecen la santidad sacerdotal»[156].
39. Entre las diversas formas posibles de vida en común (casa común, comunidad de mesa, etc.), se ha de dar el máximo valor a la participación comunitaria en la oración litúrgica[157]. Las diversas modalidades han de favorecerse de acuerdo con las posibilidades y conveniencias prácticas, sin remarcar necesariamente, aunque sean laudables, modelos propios de la vida religiosa. De modo particular hay que alabar aquellas asociaciones que favorecen la fraternidad sacerdotal, la santidad en el ejercicio del ministerio, la comunión con el Obispo y con toda la Iglesia[158].
Es de desear, teniendo en cuenta la importancia de que los sacerdotes vivan en los alrededores de donde habita la gente a la que sirven, que los párrocos estén disponibles para favorecer la vida en común en la casa parroquial con sus vicarios[159], estimándolos efectivamente como a sus cooperadores y partícipes de la solicitud pastoral; por su parte, para construir la comunión sacerdotal, los vicarios han de reconocer y respetar la autoridad del párroco[160]. En los casos en los cuales no haya más que un sacerdote en una parroquia, se aconseja vivamente la posibilidad de una vida en común con otros sacerdotes de parroquias limítrofes[161].
En numerosos lugares, la experiencia de esta vida en común ha sido muy positiva porque ha representado una verdadera ayuda para el sacerdote: se crea un ambiente de familia, se puede tener —una vez obtenido el permiso del Ordinario[162]— una capilla con el Santísimo Sacramento, se puede rezar juntos, etc. Además, como resulta de la experiencia y las enseñanzas de los santos, «nadie puede asumir la fuerza regeneradora de la vida en común sin la oración […] sin una vida sacramental vivida con fidelidad. Si no se entra en el diálogo eterno que el Hijo mantiene con el Padre en el Espíritu Santo, no es posible una auténtica vida en común. Es imprescindible estar con Jesús para poder estar con los demás»[163]. Son muchos los casos de sacerdotes que han encontrado en la adopción de oportunas formas de vida comunitaria una importante ayuda tanto para sus exigencias personales como para el ejercicio de su ministerio pastoral.
40. La vida en común es imagen de la apostolica vivendi forma de Jesús con sus apóstoles. Con el don del celibato sagrado para el Reino de los Cielos, el Señor nos ha hecho de modo especial miembros de su familia. En una sociedad fuertemente marcada por el individualismo, el sacerdote necesita una relación personal más profunda y un espacio vital caracterizado por la amistad fraterna en el cual pueda vivir como cristiano y sacerdote: «los momentos de oración y estudio en común, compartiendo las exigencias de la vida y del trabajo sacerdotal, son una parte necesaria de vuestra existencia»[164].
Así, en este ambiente de ayuda recíproca, el sacerdote encuentra el terreno adecuado para perseverar en la vocación de servicio a la Iglesia: «En compañía de Cristo y de los hermanos, cualquier sacerdote puede encontrar las energías necesarias para poder atender a los hombres, para hacerse cargo de las necesidades espirituales y materiales con las que se encuentra, para enseñar con palabras siempre nuevas, que vienen del amor, las verdades eternas de la fe de las que también tienen sed nuestros contemporáneos»[165].
En la oración sacerdotal de la última Cena, Jesús rezó por la unidad de sus discípulos: «Como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17, 21). Toda comunión en la Iglesia «deriva de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»[166]. Los sacerdotes han de estar convencidos de que su comunión fraterna, especialmente en la vida en común, constituye un testimonio, según lo que nuestro Señor Jesucristo precisó en su oración al Padre: que los discípulos sean uno, para que el mundo «crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21) y sepa «que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17, 23). «Jesús pide que la comunidad sacerdotal sea reflejo y participación de la comunión trinitaria: ¡qué ideal tan sublime!»[167].
DIRECTORIO
PARA EL MINISTERIO
Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS