Como ovejas que no tienen pastor
Vayan proclamando que el Reino de los cielos está cerca (Mt 9,36-10,8)
Comentario de Monseñor Felipe Bacarreza Rodríguez
Evangelio de Domingo XI Ciclo A
Después de las grandes Solemnidades, retomamos el tiempo litúrgico ordinario en el Domingo XI. Retomamos también, en el Ciclo A, la lectura del Evangelio según San Mateo. Hacemos notar que el Domingo XI-A no se celebra en nuestro país desde el año 2008 (en su lugar se ha celebrado la Solemnidad de la Ascensión del Señor o la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo) y, por tanto, desde hace 15 años que no se lee el Evangelio de hoy. Es motivo para poner mucha atención a este Evangelio.
En este punto de su Evangelio comienza Mateo el segundo de los cinco discursos de Jesús en que organiza su enseñanza. Se le da el título de «discurso apostólico», porque Jesús envía por primera vez a los Doce y les da instrucciones y poder para cumplir la misión que les encomienda. Como en los otros discursos, el evangelista comienza presentando a Jesús ante una muchedumbre (cf. Mt 5,1; 9,26; 13,2).
«Al ver a la muchedumbre, Jesús sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor». Jesús usa una alegoría que ya se usaba en el Antiguo Testamento. Cuando Dios promete a su pueblo un gran bien les dice por medio del profeta Jeremías: «Les daré a ustedes pastores según mi corazón que les den pasto de conocimiento y prudencia» (Jer 3,15). Misión esencial del pastor es procurar pasto para el rebaño. Pero, en este caso, se trata del «pasto del conocimiento y la prudencia», que son los medios que conceden al ser humano conducir una vida conforme a la verdad. Dado que no gozó Israel de muchos de estos pastores −el pastor era principalmente el rey−, pronto la alegoría se aplicó a Dios mismo, como lo hace el Salmo 23: «El Señor es mi pastor; nada me falta» (Sal 23,1). La alegoría alcanza su plenitud cuando Jesús mismo la asume para sí: «Yo soy el buen pastor» (Jn 10,11.14). Este es el pastor que falta a esa muchedumbre que Jesús vio. Esta carencia es motivo de compasión para Él.
Dado que la usó Jesús para sí y la usó también para Pedro, cuando le dijo tres veces: «Apacienta (pastorea) mis corderos (mis ovejas)» (Jn 21,15.16.17), la alegoría del pastor se usa también en la Iglesia. No hay don más grande para una comunidad eclesial que tener un pastor según el corazón de Cristo. ¿En qué consiste «lo pastoral» en la Iglesia? Según el Concilio Vaticano II lo pastoral se ejerce en una triple dimensión: enseñar, alimentar y regir al Pueblo de Dios. Se trata de enseñar la verdad que es Jesús, de alimentar con el Pan de vida eterna que Él nos dejó y de conducir el rebaño hasta la unión con Dios (LG 25,26,27; CD 12,15,16; PO 4,5,6.13). Ante la carencia de estos pastores, Jesús siente compasión. ¿Qué diría al ver las multitudes de nuestro tiempo, que no tienen quien les anuncie la Palabra de Dios, quien les provea el alimento de vida eterna y quien los guíe hacia Dios? Cuando el Santo Cura de Ars, pidió a un niño que le mostrara el camino para llegar a ese pequeño pueblo, le agradeció y luego le dijo: «Tú me has mostrado el camino hacia Ars; yo te mostraré el camino hacia el cielo». Por eso, el Santo Cura de Ars es el patrono de los párrocos que han sido destinados por el Sacramento del Orden y el nombramiento del Obispo a ser pastores en la porción del pueblo de Dios que es la Parroquia.
Jesús agrega una segunda alegoría: «La cosecha es mucha y los obreros pocos». Por medio de esta imagen, como suele hacerlo Él, Jesús describe la situación en toda su urgencia. Nosotros nos hemos habituado a repetir esa descripción, pero sin captar su gravedad. No hay que ser un especialista para comprender que, si el fruto llega a su madurez y no hay quién lo recoja, terminará por malograrse y podrirse. En definitiva, se perderá. Así vemos que hay multitudes de seres humanos que van llegando a madurez, sin que haya quien les anuncie a Jesucristo, sabiendo que «no se nos ha dado bajo el cielo otro Nombre por el cual debamos ser salvados» (Hech 4,12). Una vez captada la gravedad y urgencia, podremos asumir la recomendación de Jesús con plena conciencia: «Rueguen el Dueño de la cosecha que envíe obreros a su cosecha». Y, sobre todo, esos «obreros», que el Dueño de la cosecha querrá mandar, estarán más dispuestos a asumir con generosidad la sublime misión.
Esta primera misión a la cual Jesús envía a sus discípulos se limita «a las ovejas perdidas de la casa de Israel». En efecto, Jesús, durante su vida terrena limitó su acción a Israel, como lo aclara, cuando una mujer fenicia le suplica por su hija: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24). De esta manera, Él fue fiel a la promesa que Dios había hecho a su pueblo Israel. Así lo declara también San Pablo: «Afirmo que Cristo se puso al servicio de los circuncisos a favor de la fidelidad de Dios, para dar cumplimiento a las promesas hechas a los patriarcas» (Rom 15,8). Pero la misión definitiva, después de que Él resucitó de entre los muertos, se extenderá sin límites a todos los pueblos: «Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19). Para este tiempo el mismo Apóstol dice: «Ya no hay judío ni griego… ya que todos ustedes son uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28).
El evangelista nos informa sobre el grupo de los Doce que Jesús eligió y que ahora envía. Son Doce, porque será la plenitud del Pueblo de Dios. Así como son doce los patriarcas que dan origen a las doce tribus de Israel, así serán doce las columnas sobre las cuales Jesús fundará su Iglesia, que es el «Israel de Dios» (cf. Gal 6,16).
Entre estos doce hay dos pares de hermanos: Simón Pedro y Andrés; Santiago y Juan, hijos de Zebedeo. Hay tres nombres que se repiten: Simón, Santiago y Judas (aunque Mateo lo llama Tadeo, para que no se confunda con el Iscariote). En el caso de tres de ellos se agrega una breve descripción: de Simón se dice que es «el primero» y que es llamado «Pedro» (el evangelista adelanta este nombre, que le será dado por Jesús más tarde, cf. Mt 16,18); de Mateo se dice que es «publicano», pues el evangelista ya ha relatado su vocación (cf. Mt 9,9) informándonos que Jesús incluyó entre los Doce también a un publicano, que por cierto dejó ese oficio para seguirlo; por último, a Judas lo identifica como el Iscariote y agrega la triste circunstancia de que «lo traicionó».
Para esta primera misión Jesús los proveyó de «poder para expulsar los espíritus inmundos y curar toda enfermedad y toda dolencia». No hace falta otra cosa. Jesús, Él mismo, «recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando el Evangelio del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 9,35). A los Doce los manda delante de Él a anunciar que «el Reino de los cielos está cerca». El «Evangelio del Reino» es Jesús mismo en nuestro mundo. Por eso los Doce proclaman su cercanía; en cambio, Él proclama su presencia. Nosotros, los enviados de hoy, los «obreros» que Dios mande, debemos proclamar su presencia salvadora en nuestro tiempo. En efecto, está con nosotros el que dijo: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos» (Mt 28,20).
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles