Comentario a la Homilía del Santo Padre

29 de junio de 2012 Desactivado Por Regnumdei
Solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo
Basílica Vaticana Viernes 29 de junio de 2012
“En esta escena entre Jesús y Simón Pedro vemos de alguna manera anticipado el drama de la historia del mismo papado” dijo el Papa Benedicto XVI en la solemnidad de los apóstoles san Pedro y San Pablo, en la misa que celebró en la Basílica Vaticana, en la que impuso el simbólico palio a 43 arzobispos del mundo.
Refiriéndose al pasaje del Evangelio de san Mateo (cf. Mt 16, 16-19) en el que Pedro reconoce a Jesús como Mesías e Hijo de Dios, el Papa afirmó que “el reconocimiento de la identidad de Jesús pronunciado por Simón en nombre de los Doce no proviene «de la carne y de la sangre», es decir, de su capacidad humana, sino de una particular revelación de Dios Padre. En cambio, inmediatamente después, cuando Jesús anuncia su pasión, muerte y resurrección, Simón Pedro reacciona precisamente a partir de la «carne y sangre»: Él «se puso a increparlo: … [Señor] eso no puede pasarte» (16, 22). Y Jesús, a su vez, le replicó: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo…» (v. 23).
 El discípulo que, por un don de Dios, puede llegar a ser roca firme, se manifiesta en su debilidad humana como lo que es: una piedra en el camino, una piedra con la que se puede tropezar – en griego skandalon. Así se manifiesta la tensión que existe entre el don que proviene del Señor y la capacidad humana; y en esta escena entre Jesús y Simón Pedro vemos de alguna manera anticipado el drama de la historia del mismo papado, que se caracteriza por la coexistencia de estos dos elementos: por una parte, gracias a la luz y la fuerza que viene de lo alto, el papado constituye el fundamento de la Iglesia peregrina en el tiempo; por otra, emerge también, a lo largo de los siglos, la debilidad de los hombres, que sólo la apertura a la acción de Dios puede transformar.”
De esta manera, con gran humildad, lucidez y don de gobierno, el Papa puso la luz del Evangelio de Jesús sobre el drama que siempre debe enfrenatar el papado; este tironeo entre el don de Dios y la debilidad de los hombres, que aparece a lo largo de los siglos, que va más allá de “intrigas palaciegas”, que hoy se ventila torcidamente, pero que extiende sus sombras hasta las más escondidas claudicaciones de obras, de palabras e incluso de mente, en tantos criterios, conceptos, doctrinas e ideologías que seducen la fragilidad de muchos que tienden a distanciarse de la barca de Pedro.
En el mismo sentido el Papa iluminó con  firmeza, sobre la posibilidad concreta de resolución profunda de este drama histórico, cuando dijo: “la debilidad de los hombres que sólo la apertura a la acción de Dios puede transformar.”
Por eso, cuando habló de la autoridad concedida a Pedro expresó: “aparece claramente que la autoridad de atar y desatar consiste en el poder de perdonar los pecados. Y esta gracia, que debilita la fuerza del caos y del mal, está en el corazón del ministerio de la Iglesia. La Iglesia, no es una comunidad de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados por medio de la Cruz de Jesucristo.
 Las palabras de Jesús sobre la autoridad de Pedro y de los Apóstoles revelan que el poder de Dios es el amor, amor que irradia su luz desde el Calvario. Así, podemos también comprender porqué, en el relato del evangelio, tras la confesión de fe de Pedro, sigue inmediatamente el primer anuncio de la pasión: en efecto, Jesús con su muerte ha vencido el poder del infierno, con su sangre ha derramado sobre el mundo un río inmenso de misericordia, que irriga con su agua sanadora la humanidad entera.”
Ante toda turbulencia, incluso las propias e interiores, Cristo concede a la Iglesia, en el ministerio petrino, la estabilidad que le es propia, en su condición de piedra angular. "En el Evangelio…emerge con fuerza la clara promesa de Jesús: «el poder del infierno», es decir las fuerzas del mal, no prevalecerán, «non praevalebunt». Viene a la memoria el relato de la vocación del profeta Jeremías, cuando el Señor, al confiarle la misión, le dice: «Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán -non praevalebunt-, porque yo estoy contigo para librarte» (Jr 1, 18-19). En verdad, la promesa que Jesús hace a Pedro es ahora mucho más grande que las hechas a los antiguos profetas: Éstos, en efecto, fueron amenazados sólo por enemigos humanos, mientras Pedro ha de ser protegido de las «puertas del infierno», del poder destructor del mal. Jeremías recibe una promesa que tiene que ver con él como persona y con su ministerio profético; Pedro es confortado con respecto al futuro de la Iglesia, de la nueva comunidad fundada por Jesucristo y que se extiende a todas las épocas, más allá de la existencia personal del mismo Pedro.
Dentro y fuera de la Iglesia, la autoridad de Pedro, no ha ser considerada desde los parámetros meramente humanos. Es un don que proviene del cielo, absolutamente necesario en el plan salvífico, y que en realidad beneficia principalmente a las ovejas, liberándolas y fortaleciéndolas con la presencia y guía del Pastor. El ejercicio de esta autoridad,  lejos de ser un yugo que aplasta, es una manifestación del poder liberador del Redentor, destinado a socorrernos, ante el abatimiento de nuestras mentes y la fragilidad de nuestros corazones: el "símbolo de las llaves, que hemos escuchado en el Evangelio, nos recuerdan el oráculo del profeta Isaías sobre el funcionario Eliaquín, del que se dice: «Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá» (Is 22,22). La llave representa la autoridad sobre la casa de David. Y en el Evangelio hay otra palabra de Jesús dirigida a los escribas y fariseos, a los cuales el Señor les reprocha de cerrar el reino de los cielos a los hombres (cf. Mt 23,13). Estas palabras también nos ayudan a comprender la promesa hecha a Pedro: a él, en cuanto fiel administrador del mensaje de Cristo, le corresponde abrir la puerta del reino de los cielos, y juzgar si aceptar o excluir (cf. Ap 3,7).