Ceferino Namuncurá, beato mapuche
La vida de Ceferino es una parábola de tan sólo 19 años, pero rica de enseñanzas.
Chimpay está vinculado indisolublemente a la figura de Ceferino Namuncurá, hijo de Rosario Burgos y del célebre cacique araucano Manuel Namuncurá.
En 1904 Ceferino Namuncurá, acompañado por Monseñor Antonio Cagliero, partió a Italia, donde fue recibido por el Papa Pío X y luego continuó sus estudios religiosos en Turín. Su salud no soportó el rigor del invierno italiano y a fines de abril fue llevado a Roma, donde falleció de tuberculosis.
Sus restos fueron repatriados en 1924 y descansan en la capilla de Fortín Mercedes, al sur de la provincia de Buenos Aires. En 1945, se inició una causa de beatificación, que fue considerada favorablemente por la Sagrada Congregación de Ritos.
La santidad de Ceferino es expresión y fruto de la espiritualidad juvenil salesiana, una espiritualidad hecha de alegría, de amistad con Jesús y María, de cumplimiento de los propios deberes y de entrega por los demás. Ceferino representa la prueba más convincente de la fidelidad con la que los primeros misioneros mandados por don Bosco lograron repetir aquello que él había hecho en el Oratorio de Valdocco: formar jóvenes santos. Este sigue siendo nuestro compromiso de hoy, en un mundo que necesita jóvenes impulsados por un claro sentido de la vida, audaces en sus opciones y firmemente centrados en Dios mientras sirven a los demás.
La vida de Ceferino es una parábola de tan sólo 19 años, pero rica de enseñanzas.
Nació en Chimpay el día 25 de agosto de 1886 y fue bautizado, dos años más tarde, por el misionero salesiano don Milanesio, que había mediado en el acuerdo de paz entre los mapuches y el ejército argentino, haciendo posible al papá de Ceferino conservar el título de «gran cacique» para sí, y también el territorio de Chimpay para su pueblo. Tenía 11 años cuando su padre lo inscribió en una escuela estatal de Buenos Aires, pues quería hacer del hijo el futuro defensor de su pueblo. Pero Ceferino no se encontró a gusto en aquel centro y el padre lo pasó al colegio salesiano «Pío IX». Aquí inició la aventura de la gracia, que transformaría a un corazón todavía no iluminado por la fe en un testigo heroico de vida cristiana. Inmediatamente sobresalió por su interés por los estudios, se enamoró de las prácticas de piedad, se apasionó del catecismo y se hizo simpático a todos, tanto a compañeros como a superiores. Dos hechos lo lanzaron hacia las cimas más altas: la lectura de la vida de Domingo Savio, de quien fue un ardiente imitador, y la primera Comunión, en la que hizo un pacto de absoluta fidelidad con su gran amigo Jesús. Desde entonces este muchacho, que encontraba difícil «ponerse en fila» y «obedecer al toque de la campana», se convirtió en un modelo.
Un día —Ceferino ya era aspirante salesiano en Viedma— Francesco De Salvo, viéndolo llegar a caballo como un rayo, le gritó: «Ceferino, ¿qué es lo que más te gusta?». Se esperaba una respuesta que guardara relación con la equitación, arte en el que los araucanos eran maestros, pero el muchacho, frenando al caballo, dijo: «Ser sacerdote», y continuó corriendo.
Fue precisamente durante aquellos años de crecimiento interior cuando enfermó de tuberculosis. Lo hicieron volver a su clima natal, pero no bastó. Monseñor Cagliero pensó entonces que en Italia encontraría mejores atenciones médicas. Su presencia no pasó inadvertida en la nación, pues los periódicos hablaron con admiración del príncipe de las pampas. Don Rúa lo hizo sentar a la mesa con el consejo general. Pío X lo recibió en audiencia privada, escuchándole con interés y regalándole su medalla «ad principes». El día 28 de marzo de 1905 tuvo que ser internado en el Fatebenefratelli (Hermanos de San Juan de Dios) de la isla Tiberina, donde murió el día 11 de mayo siguiente, dejando tras de sí una impronta de voluntad, diligencia, pureza y alegría envidiables.
Era un fruto maduro de espiritualidad juvenil salesiana. Sus restos se encuentran ahora en el santuario de Fortín Mercedes, de Argentina, y su tumba es meta de peregrinaciones ininterrumpidas, porque goza de una gran fama de santidad entre el pueblo argentino.
Ceferino encarna en sí los sufrimientos, las angustias y las aspiraciones de su gente mapuche, la misma gente que a lo largo de los años de su adolescencia encontró el Evangelio y se abrió al don de la fe bajo la guía de sabios educadores salesianos. Hay una expresión que recoge todo su programa: «Quiero estudiar para ser útil a mi pueblo». En efecto, Ceferino quería estudiar, ser sacerdote y volver entre su gente para contribuir al crecimiento cultural y espiritual de su pueblo, como había visto hacer a los primeros misioneros salesianos.
Al santo nunca se le puede comparar con un meteoro que atraviesa imprevistamente el cielo de la humanidad, sino que más bien es el fruto de un largo y silencioso engendro de una familia y de un pueblo que quieren plasmar en aquel hijo sus mejores cualidades.
La beatificación de Ceferino es una invitación a creer en los jóvenes, también en los que apenas han sido evangelizados, y a descubrir la fecundidad de Evangelio, que no destruye nada de aquello que es verdaderamente humano, y la aportación metodológica de la educación en este estupendo trabajo de configuración de la persona humana que llega a reproducir en sí la imagen de Cristo.
Quien piense que la fe religiosa es una forma de adaptación o de falta de compromiso por el cambio social, se equivoca, pues es totalmente lo contrario, ya que se convierte en la energía que hace posible la transformación de la historia. La santidad, que para algunos evoca la singularidad de una condición considerada poco adherente a la vida cotidiana, significa, por el contrario, la plenitud de la humanidad puesta en práctica. El santo es una persona auténtica, realizada y feliz. Los testimonios de los contemporáneos de Ceferino son unánimes al afirmar la voluntad de su corazón y la seriedad de su compromiso. «Sonríe con los ojos», decían los compañeros. Era un adolescente admirable, santo, que hoy puede —debe— ser propuesto como modelo y ejemplo a los jóvenes. Toda la Familia Salesiana de Argentina, reconocida a Dios por el extraordinario don que le ha concedido en Ceferino, tiene la obligación de sentirse responsable de mantener viva su memoria, y de estar convencida de que puede continuar proponiendo a los jóvenes itinerarios concretos de santidad.
Mientras alabamos y damos gracias al Señor por este nuevo pequeño baldosín del bello mosaico de la santidad salesiana, renovemos nuestra fe en los jóvenes, en la inculturación del Evangelio y en el sistema preventivo.
D. Pascual Chávez Villanueva, s.d.b
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