Benedicto XVI: «Quien cree, come»
El Pueblo Judío que tenía claro que el pan del cielo que nutría Israel era la palabra de Dios, “durante el largo camino del desierto había experimentado el pan bajado del cielo, el maná, que lo había mantenido con vida hasta la llegada a la tierra prometida” profundizó el Papa. Ahora Jesús habla de sí mismo como el verdadero pan del cielo capaz de mantenernos en vida para siempre.
Palabras del Papa:
¡Queridos hermanos y hermanas!
La lectura del sexto capitulo del Evangelio de Juan, que nos acompaña en la Liturgia estos Domingos, nos ha llevado a reflexionar sobre la multiplicación milagrosa, en la que cinco panes y dos pescados fueron suficientes para saciar una multitud de cinco mil hombres, y sobre la invitación que Jesús dirige a cuantos había saciado de empeñarse por un alimento que permanece para la vida eterna. Él quiere ayudarles a comprender el significado profundo del prodigio que ha obrado: en el saciar en manera milagrosa su hambre física, los predispone a recibir el anuncio que Él es el pan bajado del cielo (cfr Jn 6,41), que sacia de forma definitiva. También el pueblo judío, durante el largo camino en el desierto, había probado un pan bajado del cielo, el maná, que lo había mantenido con vida, hasta la llegada a la tierra prometida. Ahora, Jesús habla de si como del verdadero pan bajado del cielo, capaz de mantener con vida no por un momento o por un trecho del camino, sino para siempre. Él es el alimento que da la vida eterna, porque es el Hijo unigénito de Dios, que está en el seno del Padre, venido para donar al hombre la vida en plenitud, para introducir al hombre en la vida misma de Dios.
En la mentalidad judía era claro que el verdadero pan del cielo, que nutría Israel, era la Ley, la palabra de Dios. El pueblo de Israel reconocía con claridad que la Torá era el don fundamental y duradero de Moisés y que el elemento fundamental que lo distinguía con respecto a los demás pueblos consistía en el conocer la voluntad de Dios y por lo tanto la justa vía de la vida. Ahora Jesús, en el manifestarse como el pan del cielo, testimonia ser la Palabra de Dios encarnada, a través de la cual el hombre puede hacer de la voluntad de Dios su comida (cfr Jn 4,34), que orienta y sostiene su existencia.
Dudar entonces de la divinidad de Jesús, como hacen los Judíos del relato evangélico de hoy, significa oponerse a la obra de Dios. Ellos afirman de hecho: ¡es el hijo de José! ¡Nosotros conocemos a su padre y a su madre! (cfr Jn 6,42). Ellos no van mas allá de sus orígenes terrenales, y por esto se niegan a acogerlo como la Palabra de Dios hecha carne. San Agustín comenta: «estaban lejos de aquel pan celeste, y eran incapaces de sentir hambre. Tenían la boca del corazón enferma… De hecho, este pan requiere el hambre del hombre interior» (Homilías sobre el Evangelio de Juan, 26,1). Sólo quien es atraído por Dios Padre, quien lo escucha y se deja instruir por Él puede creer en Jesús, encontrarlo y nutrirse de Él para tener la vida en plenitud, la vida eterna. San Agustín agrega: «el señor… afirmó ser el pan que desciende del cielo, exhortándonos a creer en él. Comer el pan vivo, de hecho, significa creer en él. Quien cree, come; de manera invisible es saciado, como también de manera invisible renace. Él renace desde dentro, en su intimo se convierte en un hombre nuevo» (ibídem).
Invocando a María Santísima, pidámosle guiarnos al encuentro con Jesús para que nuestra amistad con Él sea cada vez más intensa; pidámosle introducirnos en la plena comunión de amor con su Hijo, el pan vivo bajado del cielo, para ser por Él renovados en lo intimo de nosotros mismos. (Traducción del italiano: Raúl Cabrera-RV)