Acólito de las catacumbas

Acólito de las catacumbas

30 de junio de 2024 Desactivado Por Regnumdei

El mártir es el que va «al sacrificio como carnero ilustre de un gran rebaño»

 

Su historia se desarrolla en el siglo tercero. En aquel periodo, el emperador Valeriano persigue a los cristianos y Tarsicio es un joven acólito de la Iglesia de Roma. Frecuenta las catacumbas de San Calixto y un día, pensando que su juventud habría sido la mejor protección para la Eucaristía, se ofrece para llevar el Pan consagrado a los encarcelados y a los enfermos.

Protegida bajo su manto

Pero a lo largo del camino encuentra a algunos jóvenes paganos que se dan cuenta que Tarsicio lleva algo apretado bajo su manto e intentan arrebatárselo. El muchachito no cede y entonces lo golpean a patadas, alguno toma unas piedras y se las tira. Tarsicio resiste y logra no hacer profanar las hostias. Ya agonizante, lo socorre a escondidas un oficial pretoriano convertido al cristianismo, que lo lleva al sacerdote de su comunidad. Entre las manos cerradas, apretadas al pecho, hay todavía un pedazo de tela con la Eucaristía.

Protomártir de la Eucaristía

Después de la muerte, Tarsicio es sepultado en las catacumbas de San Calixto. En el epitafio, redactado por el Papa Dámaso I, se indica el año 257. Estas palabras escritas en las catacumbas de San Calixto, llegadas a través de varios testimonios, nos recuerdan su martirio: “Mientras un grupo de malvados se arremetía contra Tarsicio queriendo profanar la Eucaristía que llevaba, él, herido a muerte, prefirió perder la vida antes que entregar a los perros rabiosos el cuerpo celeste de Cristo”.

Carne de su carne

Acerca del protomártir de la Eucaristía se refiere también una tradición oral según la cual sobre su cuerpo no fue encontrado el Santísimo Sacramento. Según tal tradición, la Partícula Consagrada, defendida con la vida por el joven acólito, se había transformado en carne de su carne. Una única Hostia unida a su cuerpo y ofrecida a Dios.

Fuente: vatican.va


La Iglesia, siempre ha sido y será martirial porque es eucarística

Por Raul Berzosa Martínez,  “Mártires que interpelan nuestra conducta.

¿Qué significa existencialmente una Iglesia martirial? 

En González rodríguez, Mª Encarnación (Ed.),

Mártires del siglo XX en España. Don y desafío.

EDICE, Madrid, 2008. pp.47-75.


¿Quién es en verdad un mártir y por qué la Iglesia es martirial?

Se ha llegado a escribir con precisión que la visión cristiana del martirio ofrece varias dimensiones: la dimensión cristológica (el mártir sigue el ejemplo de Cristo); la dimensión eclesial (es en la Iglesia donde el mártir cobra pleno sentido); la dimensión evangélica (el mártir encarna la Buena Nueva); y la dimensión antropológica (se entrega la vida como muestra de amor supremo). En cuanto al sentido verdadero de «mártir», hay que afirmar que, en cualquier proceso legal, los testigos gozan de impunidad; sólo el acusado arriesga la vida. En cambio, en el caso del mártir cristiano, el testigo mismo se convierte en el máximo acusado, que, aun siendo inocente, debe pagar con su vida. Y, además, muere perdonando. Por esta razón, el martirio es la máxima expresión del testimonio de amor. Por eso cambia de nombre: de simple testigo se convierte en mártir. Se confirma lo expresado en I Cor 1, 23, cuando San Pablo habla de la paradoja, aparentemente absurda, de la cruz y del cristianismo: sólo desde la fe, sólo desde el martirio de Cristo en la cruz, puede explicarse el testimonio martirial cristiano. Permitidme, por ello que vuelva a insistir: nada hay más auténtico, en la vida de la Iglesia, que el testimonio de los mártires. Desde la primitiva Iglesia, se destaca que el testimonio martirial era el mejor servicio prestado a los hermanos y a la sociedad. El mártir cristiano ofrecía un modo nuevo de comprender la historia e, incluso, impresionaba a quien contemplaba el espectáculo martirial, como fue el caso de Marco Aurelio.

Una vez más es oportuno repetir que el cristiano ante el perseguidor, y en la persecución, no era un combatiente de la resistencia, que moría intentando matar o con una arma en la mano; el mártir no era un revolucionario ni alguien atraído por mesianismos ideológicos, ni siquiera ofrecía resistencia porque, viviendo bajo la promesa de Cristo resucitado, esperaba una vida nueva, obra de Dios, y no del poder o de las promesas de los hombres. Pedro pecador, antes de la resurrección, en Getsemaní desenvainó su espada y combatió al estilo del revolucionario; no estaba preparado aún para el martirio. Obraba según el modo de pensar y de ser de los hombres; no de Jesús.

 «¿De dónde sacaban fuerza los mártires primitivos?».

 La Didaché o Enseñanza de los doce apóstoles nos da la clave: la oración eucarística era la fuerza de los mártires y el alimento de los santos y de la misma Iglesia. Todo en la Iglesia primitiva naciente estaba bajo el signo del martirio y de la Eucaristía. Así, a la luz del martirio y de la Eucaristía, se habla del martirio y de la escatología, de la aspiración al martirio, del martirio e imitación de Cristo, de la presencia de Cristo en los mártires, del martirio y del bautismo, de la preparación al martirio y de la sustitución del martirio. Siguen siendo paradigmáticas las palabras de San Ignacio de Antioquía: «Soy trigo de Dios y soy molido por los dientes de las fieras para mostrarme como pan puro de Cristo… Cuando el mundo no vea mi cuerpo, entonces seré en verdad discípulo. Pedid a Cristo por mí para que logre ser un sacrificio para Dios… Si sufro , seré un liberto de Jesucristo y en él resucitaré libre». Y, según el sentir del mismo San Ignacio, el mártir es la ofrenda en el altar rodeado por el coro de creyentes que, en el amor, cantan al Padre en Jesucristo. El mártir es el sacrificio digno y agradable que, ocultándose al mundo, despierta en el Señor, quien, a su vez, es el sol que alumbra a la Iglesia.

En resumen, martirio, Eucaristía y divinización, son inseparables en la existencia cristiana. Podemos afirmar que la grandeza y la belleza del cristianismo se hacen visibles en la Eucaristía y en el martirio; la Eucaristía, como el martirio, es la celebración del que murió por nosotros y memoria de la pasión del que por nosotros resucitó. Celebrar y morir es vivir y alcanzar la vida del resucitado: «cuando esto suceda, seré hombre». «Y seré cristiano no solo con la boca sino también con el corazón; no solo de nombre sino de hecho».

Con la narración del martirio de Policarpo, se inicia un género literario: los relatos martiriales y de las pasiones de los mártires. En estas narraciones se subraya que el martirio no se improvisa porque «ya antes del martirio, estaba provisto de toda la belleza del bien a causa de su conducta»; nadie puede permanecer en el martirio sin haber experimentado la belleza y la alegría de una vida cristiana, de una existencia eucarística. El mártir es el que va «al sacrificio como carnero ilustre de un gran rebaño» que en el momento del martirio se ofrece como la gran acción de gracias al Todopoderoso a la que antecede la oración y su amén al cielo.

Lo que en el siglo II decían los mártires sobre la Eucaristía se seguirá afirmando con mayor fuerza a principios del siglo IV: el mártir es la ofrenda más excelsa de la Iglesia, es la acción de gracias en la que brilla la acción del Espíritu Santo en la carne del bautizado. Años más tarde, San Ireneo insistirá que es, en la Eucaristía, donde tiene lugar la gran transformación que el Espíritu Santo realiza en la creación; pan y vino que indican el cuerpo y la sangre de la criatura llamada a la resurrección, a la transformación, a la santidad, a la vida nueva.

Sin detenernos más en otros testimonios que dan razón de la estrecha relación entre martirio y Eucaristía, queridos Dolores y Miguel Ángel, me sitúo en el momento actual y remito al magisterio del Papa Benedicto XVI. El Papa nos regaló la exhortación postsinodal sobre la Eucaristía. Lo más novedoso, a mi juicio, el número 73, donde se afirma que tenemos que vivir desde el octavo día, desde el domingo; es lo mismo que afirmar una espiritualidad eucarística. Esto tiene mucho que ver con la espiritualidad martirial de la que venimos hablando.

De la misma manera que se afirma que «la Eucaristía hace a la Iglesia y la Iglesia hace a la Eucaristía», se puede afirmar que la Eucaristía hace al mártir y el mártir es Eucaristía».

En el momento de la Consagración, tanto el sacerdote como los laicos (cada cual según su vocación y ministerio), podemos decir: «Hermanos, tomad, comed, esto es mi cuerpo; tomad y bebed, ésta es mi sangre». Ese cuerpo y esa sangre son los de Cristo y, en El, nuestro cuerpo y nuestra sangre. En la Biblia, el cuerpo es la vida concreta, es la realidad y el desarrollo, la historia, la existencia, la esencia. La sangre es vida misma. Por lo tanto, el derramamiento de la sangre es el signo plástico de la muerte. La Eucaristía es el misterio de la vida y de la muerte de Jesús. Nos preguntamos, ¿qué es lo que ofrecemos nosotros cuando donamos nuestro cuerpo y nuestra sangre junto con el Cuerpo y la Sangre de Jesús en la Misa? Nosotros también ofrecemos lo mismo que ofreció Jesús: la vida y la muerte. Esto lo hicieron realidad los mártires.

En cierta ocasión, oí contar al P. Rainiero Cantalamessa el siguiente hecho de vida: hace unos años murió un sacerdote que era párroco de un pueblo del norte de Italia, cerca de Milán. Tenía un tumor que lo había postrado como Jesús en la Cruz en gran invalidez, y a esto se sumaba una ceguera casi total. Cuando se dirigía a celebrar una de sus últimas Misas, asistido por un joven sacerdote, le comentó: «Hace mucho tiempo, en un retiro, nos subrayaron que también en nombre propio, y no solamente como ministros, deberíamos decir las palabras de la Consagración: “Tomad y comed, éste es mi Cuerpo, mi pobre cuerpo. Esta es mi sangre”. En aquel momento no lo llegué a comprender completamente pero ahora sí. Es todo aquello que me queda por darle a mi gente. Lo digo siempre, padre: “Este es mi cuerpo ofrecido por vosotros; esta es mi sangre ofrecida por vosotros”».Y mientras decía esto, le descendían las lágrimas a causa de la enfermedad de los ojos. Era la secreta grandeza de la vida de un sacerdote: dar el cuerpo y la sangre con Cristo por los hermanos.

Gracias a vivir la existencia como ofrenda Eucarística, no existen vidas inútiles en el mundo, ni mucho menos el martirio se convierte en algo inútil. «¿Para qué sirve mi vida? ¿Para qué sirve el martirio?», la respuesta no pede ser otra: «Estamos en el mundo para el fin más sublime que existe: para ser un sacrificio viviente, una Eucaristía junto a Jesús». Si se vives la vida de esta manera, la vida es preciosa; si se muere de esta manera, la muerte es fecunda y con sentido.

¿Dónde encontrar la fuerza para hacer de la vida, y de la muerte, una Eucaristía, una ofrenda total de nosotros mismos?

 La respuesta está clara: en el Espíritu Santo. «Cristo —dice la Escritura— se ofreció a sí mismo al Padre en sacrificio gracias al Espíritu eterno» (Hb 9, 14). El Espíritu Santo está en el origen de cada movimiento de donación; tanto en el donarse en la Trinidad, del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, como también está en la historia de la Salvación, en el donarse de Dios a nosotros y de nosotros a Dios. Fue el Espíritu el que suscitó en el corazón del Verbo encarnado aquel impulso que lo llevó a ofrecerse por nosotros al Padre. 

Es a Él, por lo tanto, a quien, en la Liturgia de la Misa, le pedimos que nos transforme en ofrenda permanente. El es, en definitiva, el que unge para que la carne se transforme y para que el martirio sea posible.

Esto significa, repito, expresar vivencialmente lo que el Papa ha denominado «Ser Eucaristías vivientes, ofrendas existenciales» o, en otras palabras, «vivir desde el octavo día» y, añadimos, unir martirio y Eucaristía.

Cf. A. Riccardi, Il secolo del martirio. I cristiani nel novecento, Mondadori, Milano 2000.

«El cristianismo no traía un mensaje socio-revolucionario como el de Espartaco…Jesús no era un combatiente por una liberación política como Barrabás o Bar-Kokebá . Lo que Jesús había traído era el encuentro con el Dios vivo, que transforma desde dentro la vida y el mundo». 



Cf. Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 4.

Cf. Didaché X,1.2.

Cf. L. Bouyer, Spiritualità dei Padri. Storia della spiritualità cristiana,Vol 2, Edizione Dehoniane, Bologna 1968, 48-75.

Cf. San Ignacio de Antioquía, A los romanos IV, 1-3.

Cf. San Ignacio de Antioquía, A los romanos II, 2.

Cf. San Ignacio de antioquía, A los romanos VI, 2.

Cf. San Ignacio de Antioquia, A los romanos III, 2.

Cf. Martirio de Policarpo XIII,2.

Cf. Martirio de Policarpo XIV,1.

Cf. San Ireneo, Adversus Haereses V, 1,1.

Fuente: Episcopado Español