La «conspiración» contra la familia
De la conferencia del CARD. ALFONSO LÓPEZ TRUJILLO
La familia en el pontificado de San Juan Pablo II
Asistimos a la «conspiración» de tantos Parlamentos y a las presiones y ambigüedades de toda índole, que llegan a proclamar otros derechos humanos sustitutivos de los que son fundamentales.
La plena vigencia de la familia, fundada sobre el matrimonio, y la fidelidad de la gran mayoría, como vivo testimonio, son la mejor respuesta a quienes aseguraban la extinción de esta institución natural que, vuelta añicos por nuevos proyectos culturales y políticos, sería sustituida por otros modelos y alternativas que alteran el tejido sano de la comunión conyugal. Hay signos esperanzadores que suscitan una renovada confianza en el futuro.
Una enseñanza de espesor antropológico iluminante
Es la verdad del hombre la que se quiere poner en tela de juicio, su «misterio», su vocación. Es lo «humano» lo que se encuentra en peligro. ¿El hombre ha de asistir impotente al drama de su deshumanización, vaciado de los valores que lo realizan como imagen de Dios? ¿Debe rendirse ante una cultura que, mientras parece exaltarlo, le roba su dignidad humana y lo trata como un instrumento y un objeto? Asistimos a la «conspiración» de tantos Parlamentos y a las presiones y ambigüedades de toda índole, que llegan a proclamar otros derechos humanos sustitutivos de los que son fundamentales.
La familia sería la negación de la libertad, el lugar de la esclavitud para la mujer; su vocación maternal, un obstáculo, culturalmente impuesto a su realización; los hijos, una carga pesada; la estabilidad y la fidelidad del amor conyugal, una quimera, y no un bien fundamental para el hombre y la sociedad. Se le niega su espesor social, su capacidad de hacer felices a los esposos y a los hijos, haciéndolos verdaderamente humanos.
Se viola la sacralidad e inviolabilidad de la vida humana, que corrobora el artículo tercero de la Declaración universal de derechos humanos, pero que, con el recurso a incontables y crueles excepciones, somete a la ejecución capital al ser más inocente, el «nascituro». Es una masacre mundial que pone de manifiesto a qué degradación conduce la cultura de la muerte.
El embrión es reducido a objeto, a cosa, a material manipulable, víctima de toda clase de experimentos, que atentan contra su incolumidad, como en las técnicas de fecundación asistida y con el grave riesgo para la humanidad de la clonación reproductiva y terapéutica. Se repite el mito de la Medusa: todo lo que cae bajo su mirada se convierte en cosa.
La enseñanza del Papa levanta los espíritus, para buscar y encontrar la verdad que redime y libera. En la Gratissimam sane hace resonar el Papa su voz de alarma, al expresar: «En semejante perspectiva antropológica (…) el hombre deja de vivir como persona y sujeto. No obstante las intenciones y declaraciones contrarias, se convierte exclusivamente en objeto». Y más adelante advierte: «El racionalismo moderno no soporta el misterio. No acepta el misterio del hombre, varón y mujer, ni quiere reconocer que la verdad plena sobre el hombre ha sido revelada en Jesucristo. Concretamente, no tolera el «gran misterio», anunciado en la carta a los Efesios, y lo combate de modo radical» (n. 19).
Frente a los intentos de desmontar la estructura familiar pieza por pieza, la enseñanza del Santo Padre es una barrera moral de autoridad reconocida, incluso por quienes no comparten nuestra fe.
El Santo Padre ha tomado un texto clave del concilio Vaticano II, al cual muchas veces hace referencia (cf. Gratissimam sane, 14): «Como afirma el Concilio, el hombre «es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»» (n. 9; Gaudium et spes, 24).
Dios «ama» al hombre como un ser semejante a él, como persona. «Persona significat quod est perfectissimum in tota natura» (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 29, a. 3). La encíclica Veritatis splendor enseña: «Es a la luz de la dignidad de la persona humana -que debe afirmarse por sí misma- como la razón descubre el valor moral específico de algunos bienes a los que la persona se siente naturalmente inclinada. Y desde el momento en que la persona humana no puede reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que comporta una determinada estructura espiritual y corpórea, la exigencia moral originaria de amar y respetar a la persona como un fin y nunca como un simple medio, implica también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes fundamentales» (n. 48). Este hombre, todo hombre, es creado por Dios «por sí mismo» (Gratissimam sane, 9). «Aperta manu clave amoris, creaturae prodierunt» (Santo Tomás de Aquino, Liber II Sent., dist. 2, prol.). «El nuevo ser está destinado a expresar plenamente su humanidad, a «encontrarse plenamente» como persona» (Gratissimam sane, 9). «En efecto, la familia es -más que cualquier otra realidad social- el ambiente en que el hombre puede vivir «por sí mismo»» (ib., 11). Esto es fundamental para mostrar cómo el hombre «imagen» no puede ser tomado y usado como objeto, como instrumento, como «producto», desde el momento de la concepción hasta la muerte natural, grave tentación de una cultura científico-tecnológica que se quiere reservar su dominio como un absoluto: «El utilitarismo es una civilización basada en producir y disfrutar; una civilización de las «cosas» y no de las «personas»; una civilización en la que las personas se usan como si fueran cosas (…). La mujer puede llegar a ser un objeto para el hombre, los hijos un obstáculo para los padres, la familia una institución que dificulta la libertad de sus miembros (…). Es evidente que en semejante situación cultural, la familia no puede dejar de sentirse amenazada, porque está acechada en sus mismos fundamentos» (ib., 13).
Si «la familia ha sido considerada siempre como la expresión primera y fundamental de la naturaleza social del hombre (…), la más pequeña y primordial comunidad humana» (ib., 7), «singular comunión de personas» (ib., 10) en la sociedad, de un «nosotros», «la familia, comunidad de personas, es por consiguiente la primera «sociedad» humana» (ib., 7). Esto debe traducirse, a la luz del primado de la persona.
El hombre debe ser «el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales» (Gaudium et spes, 25) y el orden social por tanto y su progreso deben siempre dejar prevalecer el bien de las personas, porque el orden de las cosas debe estar subordinado al orden de las personas (cf. ib., 26).
Esto ha de traducirse en realidad enfrentando los programas de ingeniería social que manipulan a las personas como piezas de ajedrez, en el utilitarismo a que se ha hecho mención, y en una concepción individualista que niega a la familia su dignidad de sujeto social. Ella integra a sus miembros, padres e hijos, no tomados separadamente, en un individualismo tal que no responde al conjunto de relaciones personales, que es la familia. En ella tienen significativa y «justa aplicación los derechos de las personas que la componen» (Gratissimam sane, 17).
Ha recomendado vivamente el Papa la Carta de los derechos de la familia, valioso instrumento de diálogo, plenamente vigente, que, partiendo de los principios morales afirmados, consolida la existencia de la institución familiar en el orden social y jurídico de la «gran» sociedad (cf. ib.).
Un aspecto digno de tener en cuenta es la defensa del Papa de la «soberanía» de la familia. «La familia, como comunidad de amor y de vida, es una realidad social sólidamente arraigada y, a su manera, una sociedad soberana, aunque condicionada en varios aspectos» (ib.) y «al participar del patrimonio cultural de la nación, contribuye a la soberanía específica que deriva de la propia cultura y lengua» (ib.). La intervención del Estado con relación a la familia debe enmarcarse en aquello en lo que no es autosuficiente, en el principio de subsidiariedad, en el respeto de los derechos de la familia.
En el texto clave que el Papa comenta según el cual el hombre es la única criatura sobre la tierra amada por Dios por sí misma, prosigue profundizando en lo que el Concilio dice a continuación, a saber, que el hombre «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo» (Gaudium et spes, 24).
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Por eso, la familia debe vivir su vocación en un clima de oración, de diálogo con el Señor, que siempre manifiesta su amor y lleva a una mejor comprensión de su naturaleza y misión.
En Cristo, que sale al encuentro de los esposos, la verdad de la familia «puede llegar a ser verdaderamente la gran «revelación», el primer descubrimiento del otro: el descubrimiento recíproco de los esposos y, después, de cada hijo o hija que nace de ellos» (Gratissimam sane, 20). El gran misterio de la carta a los Efesios (cf. 5, 32), se torna también un valor de gran importancia eclesial: «No se puede, pues, comprender a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, como signo de la alianza del hombre con Dios en Cristo, como sacramento universal de salvación, sin hacer referencia al «gran misterio», unido a la creación del hombre varón y mujer, y a su vocación para el amor conyugal» (Gratissimam sane, 19). Esta consideración ha enriquecido los Sínodos continentales, particularmente el de África.
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La democracia no debe convertirse en una dictadura de las mayorías en los Parlamentos, de espaldas al verdadero bien de la sociedad. Es una forma de «verdad política» que se impone arbitrariamente. Recomienda el Papa el respeto al espíritu de la ley. «Esto significa que las leyes, sean cuales fueren los campos en que interviene o se ve obligado a intervenir el legislador, tienen que respetar y promover siempre a las personas humanas en sus diversas exigencias espirituales y materiales, individuales, familiares y sociales. Por tanto, una ley que no respete el derecho a la vida del ser humano -desde la concepción a la muerte natural, sea cual fuere la condición en que se encuentra, sano o enfermo, todavía en estado embrionario, anciano o en estadio terminal- no es una ley conforme al designio divino» (Juan Pablo II, Discurso durante el Jubileo de los gobernantes, los parlamentarios y los políticos, 4 de noviembre de 2000).