Domingo XXXII Ciclo A
Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora.
+Santo Evangelio
Evangelio según San Mateo 25,1-13.
Por eso, el Reino de los Cielos será semejante a diez jóvenes que fueron con sus lámparas al encuentro del esposo.
Cinco de ellas eran necias y cinco, prudentes.
Las necias tomaron sus lámparas, pero sin proveerse de aceite,
mientras que las prudentes tomaron sus lámparas y también llenaron de aceite sus frascos.
Como el esposo se hacía esperar, les entró sueño a todas y se quedaron dormidas.
Pero a medianoche se oyó un grito: ‘Ya viene el esposo, salgan a su encuentro’.
Entonces las jóvenes se despertaron y prepararon sus lámparas.
Las necias dijeron a las prudentes: ‘¿Podrían darnos un poco de aceite, porque nuestras lámparas se apagan?’.
Pero estas les respondieron: ‘No va a alcanzar para todas. Es mejor que vayan a comprarlo al mercado’.
Mientras tanto, llegó el esposo: las que estaban preparadas entraron con él en la sala nupcial y se cerró la puerta.
Después llegaron las otras jóvenes y dijeron: ‘Señor, señor, ábrenos’,
pero él respondió: ‘Les aseguro que no las conozco’.
Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora.
+Padres de la Iglesia:
San Juan Crisóstomo
En la anterior parábola manifestó el Señor la pena que sufría el soberbio y el lujurioso que disipaban los bienes del Señor; en ésta conmina con el castigo aun a aquél que no saca utilidad y no se provee abundantemente de lo que le hace falta. Tienen ciertamente aceite las vírgenes necias, pero no abundante. Por lo que dice: «Entonces será el reino de los Cielos semejante a diez vírgenes”.
Por esto, pues, expone esta parábola en la persona de las vírgenes para demostrar que aunque la virginidad sea una gran virtud, sin embargo será arrojada fuera con los adúlteros si no practica las obras de misericordia.
Llama aquí aceite a la caridad y a la limosna y a cualquier socorro prestado a los indigentes: llama también carismas de la virginidad a las lámparas; y por eso llama necias a las que vencieron la dificultad mayor y por la menor lo perdieron todo. Pues ciertamente cuesta más vencer los deseos de la carne que los de las riquezas.
Estas vírgenes no sólo eran necias porque descuidaron las obras de misericordia, sino que también, porque creyeron que encontrarían aceite en donde inútilmente lo buscaban. Aunque nada hay más misericordioso que aquellas vírgenes prudentes, que por su caridad fueron aprobadas; sin embargo, no accedieron a la súplica de las vírgenes necias. Respondieron, pues, diciendo: «No sea que falte para nosotras y para vosotras», etc. De aquí, pues, aprendemos que a nadie de nosotros podrán servirles otras obras sino las propias suyas.
San Jerónimo
La semejanza de las diez vírgenes necias y prudentes, es aplicada por algunos sencillamente a las vírgenes, de las cuales unas según el Apóstol lo son de cuerpo y de espíritu; y otras solamente de cuerpo, careciendo de las demás obras; o guardadas bajo la custodia de sus padres; pero que sin embargo intentan casarse. Pero a mí me parece, por lo arriba dicho, que es otro el sentido, y que no pertenece esta comparación a la virginidad corporal, sino a todo género de personas.
Son ciertamente cinco los sentidos que aspiran a las cosas celestiales y las desean. Acerca, pues, de la vista, del oído y del tacto, ha dicho especialmente San Juan: «lo que vimos, lo que oímos, lo que con nuestros ojos examinamos y nuestras manos tocaron» (1Jn 1,1). Sobre el gusto: «gustad y ved cuán suave es el Señor» (Sal 33,9). Sobre el olfato: «corremos siguiendo el olor de tus unciones» (Cant 1,3). También son cinco los sentidos terrenos que exhalan fetidez.
Aceite tienen las vírgenes, que según la fe se adornan con buenas obras. No tienen aceite los que parece que profesan la misma fe, pero descuidan la práctica de las virtudes.
Dormitaron, esto es, murieron. Por consiguiente, dice: «durmieron» porque después han de ser despertadas. Por esto, pues, dice: «haciéndose esperar el esposo», manifestó que no es corto el tiempo que ha de pasar entre la primera y segunda venida del Señor.
De repente, y como en intempestiva hora de la noche, tranquilos todos, y cuando sea más pesado el sueño, los ángeles que precedan al Señor anunciarán al clamor de sonoras trompetas la venida de Jesucristo, significada por estas palabras: «He aquí que viene el esposo; salid a su encuentro».
Las vírgenes prudentes responden así no por avaricia, sino por temor, pues cada uno recibirá el premio por sus obras. Ni en el día del juicio podrán compensarse los vicios de los unos con las virtudes de los otros. Aconsejan las vírgenes prudentes, que no vayan a recibir al esposo sin aceite en las lámparas. Y sigue: «Más vale que vayáis a la tienda y lo compréis”.
Este aceite se compra y se vende a mucho precio, y se logra con mucho trabajo: no sólo con las limosnas, sino también con las virtudes y consejos de los maestros.
Estas vírgenes no sólo eran necias porque descuidaron las obras de misericordia, sino que también, porque creyeron que encontrarían aceite en donde inútilmente lo buscaban. Aunque nada hay más misericordioso que aquellas vírgenes prudentes, que por su caridad fueron aprobadas; sin embargo, no accedieron a la súplica de las vírgenes necias. Respondieron, pues, diciendo: «No sea que falte para nosotras y para vosotras», etc. De aquí, pues, aprendemos que a nadie de nosotros podrán servirles otras obras sino las propias suyas.
Orígenes
El aceite es la palabra divina que llena los vasos de las almas; pues nada conforta tanto como la predicación moral, que es como el aceite de la luz. Las prudentes, pues, tomaron este aceite, que les fue bastante aun tardando la salida, y la permanencia del Verbo que venía a perfeccionarlas. Las necias, no obstante que tomaron las lámparas desde el principio encendidas en verdad, no tomaron el aceite suficiente hasta el fin; siendo negligentes en recibir la doctrina que confirma en la fe y alumbra las buenas obras.
Tardando el esposo, y no viniendo pronto el Verbo a la consumación de la vida, padecen algo los sentidos dormitando y como en la noche del mundo vegetando: «Y durmieron» como obrando perezosamente en sentido espiritual, pero no abandonaron las lámparas ni desconfiaron de la conservación del aceite las prudentes.
A la media noche, esto es, en la profundidad del sueño, dieron, según pienso, los ángeles el grito de alerta, queriendo despertar a todos. Son los ángeles los custodios de las almas, que clamando despiertan interiormente a todos los que duermen: «He aquí que viene el esposo, salid a su encuentro», y a esta excitación que todos oyeron, se levantaron. Pero no todos prepararon bien sus lámparas, por lo que sigue: «Entonces todos se levantaron, y prepararon sus lámparas», etc. Se preparan las lámparas con el recto uso de los sentidos, según los preceptos evangélicos, porque los que hacen mal uso de ellos, no llevan provisión en sus lámparas.
Pero las lámparas de las vírgenes necias se apagan, porque las obras, que por fuera parecían buenas a los hombres, a la venida del Juez quedan por dentro oscuras. Por lo que sigue: Las necias dijeron a las prudentes: «Dadnos de vuestro aceite», etc. ¿Por qué piden entonces aceite a las prudentes, sino porque a la venida del Juez se encuentran interiormente vacías, y buscan apoyo fuera de sí? Como si desconfiadas de sí mismas digan a sus prójimos: porque veis que nosotras seremos rechazadas por falta de buenas obras, sed vosotras testigos de que las hicimos.
+Catecismo
672: Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel que, según los profetas, debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio, pero es también un tiempo marcado todavía por la «tribulación» (1 Cor 7, 28) y la prueba del mal que afecta también a la Iglesia e inaugura los combates de los últimos días. Es un tiempo de espera y de vigilia (Ver Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
2612: En Jesús «el Reino de Dios está próximo», llama a la conversión y a la fe pero también a la vigilancia. En la oración, el discípulo espera atento a Aquel que «es y que viene», en el recuerdo de su primera venida en la humildad de la carne, y en la esperanza de su segundo advenimiento en la gloria. En comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate, y velando en la oración es como no se cae en la tentación.
2730: Mirado positivamente, el combate contra el yo posesivo y dominador consiste en la vigilancia. Cuando Jesús insiste en la vigilancia, es siempre en relación a Él, a su Venida, al último día y al «hoy». El esposo viene en mitad de la noche; la luz que no debe apagarse es la de la fe: «Dice de ti mi corazón: busca su rostro» (Sal 27, 8).
2848: «No entrar en la tentación» implica una decisión del corazón: «Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón… Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6, 21. 24). «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Gal 5, 25). El Padre nos da la fuerza para este «dejarnos conducir» por el Espíritu Santo. «No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (1 Cor 10, 13).
2849: Pues bien, este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio y en el último combate de su agonía. En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya. La vigilancia es «guarda del corazón», y Jesús pide al Padre que «nos guarde en su Nombre» (Jn 17, 11). El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia. Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. «Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela» (Ap 16,15).
+Pontífices
Papa Francisco
En el Credo profesamos que Jesús «de nuevo vendrá en la gloria para juzgar a vivos y muertos». La historia humana comienza con la creación del hombre y la mujer a imagen y semejanza de Dios y concluye con el juicio final de Cristo. A menudo se olvidan estos dos polos de la historia, y sobre todo la fe en el retorno de Cristo y en el juicio final a veces no es tan clara y firme en el corazón de los cristianos. Jesús, durante la vida pública, se detuvo frecuentemente en la realidad de su última venida. Hoy desearía reflexionar sobre tres textos evangélicos que nos ayudan a entrar en este misterio: el de las diez vírgenes, el de los talentos y el del juicio final. Los tres forman parte del discurso de Jesús sobre el final de los tiempos, en el Evangelio de san Mateo.
Ante todo recordemos que, con la Ascensión, el Hijo de Dios llevó junto al Padre nuestra humanidad que Él asumió y quiere atraer a todos hacia sí, llamar a todo el mundo para que sea acogido entre los brazos abiertos de Dios, para que, al final de la historia, toda la realidad sea entregada al Padre. Pero existe este «tiempo inmediato» entre la primera venida de Cristo y la última, que es precisamente el tiempo que estamos viviendo. En este contexto del «tiempo inmediato» se sitúa la parábola de las diez vírgenes (cf. Mt 25, 1-13). Se trata de diez jóvenes que esperan la llegada del Esposo, pero él tarda y ellas se duermen. Ante el anuncio improviso de que el Esposo está llegando todas se preparan a recibirle, pero mientras cinco de ellas, prudentes, tienen aceite para alimentar sus lámparas; las otras, necias, se quedan con las lámparas apagadas porque no tienen aceite; y mientras lo buscan, llega el Esposo y las vírgenes necias encuentran cerrada la puerta que introduce en la fiesta nupcial. Llaman con insistencia, pero ya es demasiado tarde; el Esposo responde: no os conozco. El Esposo es el Señor y el tiempo de espera de su llegada es el tiempo que Él nos da, a todos nosotros, con misericordia y paciencia, antes de su venida final; es un tiempo de vigilancia; tiempo en el que debemos tener encendidas las lámparas de la fe, de la esperanza y de la caridad; tiempo de tener abierto el corazón al bien, a la belleza y a la verdad; tiempo para vivir según Dios, pues no sabemos ni el día ni la hora del retorno de Cristo. Lo que se nos pide es que estemos preparados al encuentro —preparados para un encuentro, un encuentro bello, el encuentro con Jesús—, que significa saber ver los signos de su presencia, tener viva nuestra fe, con la oración, con los Sacramentos, estar vigilantes para no adormecernos, para no olvidarnos de Dios. La vida de los cristianos dormidos es una vida triste, no es una vida feliz. El cristiano debe ser feliz, la alegría de Jesús. ¡No nos durmamos! (24 de abril de 2013)
Benedicto XVI
Las lecturas bíblicas de la liturgia de este domingo nos invitan a prolongar la reflexión sobre la vida eterna, iniciada con ocasión de la Conmemoración de todos los fieles difuntos. Sobre este punto es neta la diferencia entre quien cree y quien no cree, o —se podría igualmente decir— entre quien espera y quien no espera. San Pablo escribe a los Tesalonicenses: «No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza» (1 Ts 4, 13). La fe en la muerte y resurrección de Jesucristo marca, también en este campo, un momento decisivo. Asimismo, san Pablo recuerda a los cristianos de Éfeso que, antes de acoger la Buena Nueva, estaban «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2, 12). De hecho, la religión de los griegos, los cultos y los mitos paganos no podían iluminar el misterio de la muerte, hasta el punto de que una antigua inscripción decía: «In nihil ab nihilo quam cito recidimus», que significa: «¡Qué pronto volvemos a caer de la nada a la nada!». Si quitamos a Dios, si quitamos a Cristo, el mundo vuelve a caer en el vacío y en la oscuridad. Y esto se puede constatar también en las expresiones del nihilismo contemporáneo, un nihilismo a menudo inconsciente que lamentablemente contagia a muchos jóvenes.
El Evangelio de hoy es una célebre parábola, que habla de diez muchachas invitadas a una fiesta de bodas, símbolo del reino de los cielos, de la vida eterna (cf. Mt 25, 1-13). Es una imagen feliz, con la que sin embargo Jesús enseña una verdad que nos hace reflexionar; de hecho, de aquellas diez muchachas, cinco entran en la fiesta, porque, a la llegada del esposo, tienen aceite para encender sus lámparas; mientras que las otras cinco se quedan fuera, porque, necias, no han llevado aceite. ¿Qué representa este «aceite», indispensable para ser admitidos al banquete nupcial? San Agustín (cf. Discursos 93, 4) y otros autores antiguos leen en él un símbolo del amor, que no se puede comprar, sino que se recibe como don, se conserva en lo más íntimo y se practica en las obras. Aprovechar la vida mortal para realizar obras de misericordia es verdadera sabiduría, porque, después de la muerte, eso ya no será posible. Cuando nos despierten para el juicio final, este se realizará según el amor practicado en la vida terrena (cf. Mt 25, 31-46). Y este amor es don de Cristo, derramado en nosotros por el Espíritu Santo. Quien cree en Dios-Amor lleva en sí una esperanza invencible, como una lámpara para atravesar la noche más allá de la muerte, y llegar a la gran fiesta de la vida.
A María, Sedes Sapientiae, pidamos que nos enseñe la verdadera sabiduría, la que se hizo carne en Jesús. Él es el camino que conduce de esta vida a Dios, al Eterno. Él nos ha dado a conocer el rostro del Padre, y así nos ha donado una esperanza llena de amor. Por esto, la Iglesia se dirige a la Madre del Señor con estas palabras: «Vita, dulcedo, et spes nostra». Aprendamos de ella a vivir y morir en la esperanza que no defrauda.
(6 de noviembre de 2011)