El Credo Comentado por Santo Tomás de Aquino 8

El Credo Comentado por Santo Tomás de Aquino 8

6 de agosto de 2020 Desactivado Por Regnumdei

 Artículo 10.-  LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS, LA REMISIÓN DE LOS PECADOS

142.—Así como en el cuerpo natural la acción de un miembro redunda en beneficio de todo el cuerpo, así también en el cuerpo espiritual, o sea, en la Iglesia. Y como todos los fieles son un solo cuerpo, el bien de uno es comunicado al otro. Dice el Apóstol en Rom 12, 5: «Todos somos miembros los unos de los otros». De aquí que entre otros artículos de fe que los Após­toles nos transmitieron está el de que hay en la Iglesia comunión de bienes, lo cual es lo que se llama «La co­munión de los santos».

143.—Pero entre los miembros de la Iglesia, el miem­bro principal es Cristo, porque El es la cabeza. Ef I, 22-23: «Dios lo dio por cabeza a toda la Iglesia, que es su Cuerpo». En consecuencia, los bienes de Cristo son comunicados a todos los cristianos, como la virtud de la cabeza lo es a todos los miembros. Y tal comunica­ción se efectúa mediante los Sacramentos de la Igle­sia, en los cuales obra la virtud de la pasión de Cristo, la cual obra para conferir la gracia para la remisión de los pecados.

144.—Pues bien, estos Sacramentos de la Iglesia son siete. El primero es el bautismo, que es cierta regene­ración espiritual. En efecto, así como el hombre no pue­de tener la vida carnal si no nace carnalmente, de la misma manera, no puede poseer la vida espiritual, o de la gracia, si no renace espiritualmente. Pues bien, este nacimiento se opera por el bautismo. Juan 3, 5: «El que no renazca del agua y del Espíritu Santo no puede entrar en el reino de Dios».

Y es de saberse que así como el hombre no nace sino una sola vez, así también sólo una vez es bauti­zado, por lo cual los santos (Padres) agregaron: «Con­fieso que hay un solo bautismo».

La virtud del bautismo, en efecto, consiste en que limpia de todos los pecados, tanto en cuanto a la fal­ta como en cuanto a la pena. Y por eso no se impone penitencia alguna a los bautizados, por grandes peca­dores que hayan sido; y si muriesen inmediatamente después del bautismo, al instante volarían a la vida eterna. De aquí que aunque solamente los sacerdotes bau­tizan en virtud de su cargo, sin embargo, en caso de necesidad, cualquier persona puede bautizar, aunque guardando la forma del bautismo, la cual es ésta: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Es­píritu Santo».

Pues bien, este Sacramento toma su virtud de la pa­sión de Cristo: «Todos nosotros que hemos sido bauti­zados en Jesucristo, en su muerte fuimos bautizados». Por lo cual, así como Cristo estuvo tres días en el se­pulcro, así también se hace una triple inmersión en el agua.

145.—El segundo Sacramento, es la Confirmación. Así como en los que nacen corporalmente, las fuerzas son necesarias para obrar, así también, a los que re­nacen espiritualmente les es necesario el vigor del Es­píritu Santo. Por lo cual a fin de que fueran fuertes, los Apóstoles recibieron el Espíritu Santo después de la Ascensión de Cristo. Lucas 24, 49: «Vosotros perma­neced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto».

Pues bien, este vigor se confiere en el Sacramento de la Confirmación. Por lo cual aquellos que tienen ni­ños a su cargo deben ser muy solícitos en que sean confirmados, porque con ¡a Confirmación se confiere una gran gracia. Y en caso de muerte, tiene mayor glo­ria el confirmado que el no confirmado, porque aquél posee más gracia.

146.—El tercer Sacramento es la Eucaristía. Así co­mo en la vida corporal, después de nacer y de adqui­rir fuerzas el hombre, le es necesario el alimento, para conservarse y sustentarse, así en la vida espiritual, des­pués de haber recibido el vigor le es necesario el ali­mento espiritual, el cual es el Cuerpo de Cristo. Juan 6, 54: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros». Por lo cual, conforme al mandato de la Iglesia cada cris­tiano cuando menos una vez al año debe recibir el Cuerpo de Cristo, pero dignamente y con pureza, por­que, como se dice en I Cor I 1, 29: «el que come y bebe indignamente», o sea, con conciencia de pecado mortal del que no se ha confesado, o sin proponerse no abstenerse de él, «come y bebe su propia condena­ción».

147.—El cuarto Sacramento es la Penitencia. En efecto, en la vida corporal ocurre que si alguien en­ferma y no se medicina, muere, y lo mismo el que en la vida espiritual enferma por el pecado. Por lo cual es necesaria la medicina para recuperar la salud. Y esa medicina es la gracia que se confiere en el Sacramento de la Penitencia. Salmo 102, 3: «El que todas tus ini­quidades perdona, el que sana todas tus dolencias».

Ahora bien, en la penitencia debe haber tres actos: contrición, que es el dolor del pecado con el propó­sito de abstenerse de él: la confesión íntegra de los pecados; y la satisfacción, mediante buenas obras.

148.—El Quinto Sacramento es la Extrema Unción. En efecto, en esta vida hay muchos impedimentos para que el hombre pueda conseguir perfectamente la pu­rificación de los pecados. Y como no puede entrar a la vida eterna nadie que no esté bien purificado, se hizo necesario otro Sacramento por el que el hombre íe purificara de sus pecados, se librara de su debilidad y se preparara a entrar al reino de los cielos. Y este es el Sacramento de la Extrema Unción. Y el que no siem­pre cure corporalmente se debe a que quizá no con­venga para la salvación del alma. Santiago 5, 14-15: «¿Se enferma alguien entre vosotros? Que llame a los presbíteros de la Iglesia, y que éstos oren sobre él, ungiéndole con óleo en nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará; y si estuviere con pecados, le serán perdonados».

149.—Queda en claro, pues, que por los cinco Sa­cramentos ya dichos, se tiene perfección de vida. Pero como es necesario que esos Sacramentos sean conferi­dos por determinados ministros, fue igualmente nece­sario el Sacramento del Orden, por cuyo ministerio se dispensan esos Sacramentos. Y no hay qué considerar la vida de ellos si a veces caen en el mal, sino el poder de Cristo, por el cual tienen su eficacia esos Sacra­mentos, de los que ellos mismos son los dispensadores. Dice el Apóstol en I Cor 4, I: «Que los hombres nos miren como los ministros de Cristo, y como los dispen­sadores de los misterios de Dios». Y este es el Sexto Sacramento, o sea, el del Orden.

150.—El Séptimo Sacramento es el Matrimonio, en el que si limpiamente viven, los hombres se salvan, y pueden vivir sin pecado mortal.

A veces los esposos incurren en pecados veniales cuando su concupiscencia no cae fuera de los bienes del matrimonio; porque si cae fuera de esos bienes, incurren en pecado mortal.

151.—Pues bien, por estos siete Sacramentos, conse­guimos el perdón de los pecados. Por lo cual aquí se agrega: «Creo en la remisión de los pecados».

152.—También por esto les ha sido dado a los Após­toles el perdonar los pecados. Por lo cual se debe creer que los ministros de la Iglesia a los cuales les ha sido transmitida tal potestad por los Apóstoles, y a los Após­toles por Cristo, tienen en la Iglesia la potestad de li­gar y de desligar, y que en la Iglesia es plena la po­testad de perdonar los pecados, pero por grados, o sea, por el Papa para los otros prelados.

153.—Pero es de saberse también que no sólo la virtud de la pasión de Cristo se nos comunica, sino también el mérito de la vida de Cristo. Y cuantos bie­nes hicieron todos los santos se comunican a los que vi­ven en la caridad, porque todos son uno: Salmo CXVIII, ó3: «Yo tengo participación con todos los que te te­men». Por lo cual el que vive en la caridad es partícipe de todo el bien que se hace en el mundo entero; pero más especialmente aquellos por los que especialmente se hace algo bueno. Porque uno puede satisfacer por otro, como consta por los bienes espirituales a los que numerosas congregaciones admiten a algunos.

154.—Así pues, por esta comunión conseguimos dos cosas: la primera, que el mérito de Cristo se comuni­que a todos; la otra, que el bien de uno se comunique al otro. De aquí que los excomulgados, por estar fuera de la Iglesia, no participan de ninguno de los bienes que se hacen, lo cual es una pérdida mayor que la pérdida de cualquier cosa temporal. Pero hay además otro peli­gro: porque consta que por los dichos derechos (a par­ticipar de los bienes espirituales), se impide que el dia­blo nos pueda tentar. Por lo cual cuando alguien que­da excluido de esos derechos el diablo más fácilmente io vence. Por eso en la primitiva Iglesia, cuando era excomulgado, al instante el diablo lo vejaba corporalmente.

 Artículo 11.- LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE

155.—No sólo santifica el Espíritu Santo la Iglesia en cuanto a las almas, sino que por su virtud resucitarán nuestros cuerpos. Rom 4, 24: «Creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos, Jesucristo Señor Nues­tro». Y Cor 15, 21: «Porque habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos». Por lo cual creemos, confor­me a nuestra fe, en la futura resurrección de los muertos.

156.—Cuatro cosas se pueden considerar acerca de esto.

La primera es la utilidad que proviene de la fe en la resurrección. La segunda son las cualidades de los re­sucitados, en cuanto a todos en general. La tercera, cuáles serán las cualidades de los buenos. La cuarta, en cuanto a los malos en especial.

157.—Acerca de lo primero debe saberse que de cuatro maneras nos son útiles la fe y la esperanza de la resurrección.

En primer lugar, para que desaparezca la tristeza que abrigamos por los muertos. Es ciertamente imposible que el hombre no se duela por la muerte de un ser querido; pero por esperar su resurrección, mucho se modera el dolor de su muerte. I Tes 4, 13: «Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los de­más, que no tienen esperanza».

158.—En segundo lugar, se suprime el temor a la muerte. Porque si el hombre no espera otra vida mejor después de la muerte, indudablemente debe ser muy temida la muerte, y el hombre debería hacer cualquier mal con tal de no tropezar con la muerte. Pero como creemos que hay otra vida mejor, a la cual llegaremos después de la muerte, es claro que nadie debe temer la muerte, ni por temor a la muerte hacer algún mal. Hebr 2, 14-15: «para aniquilar por la muerte al señor de la muerte, esto es, al diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud».

159.—En tercer lugar, nos hace solícitos y atentos en hacer el bien. Pues si la vida del hombre fuese tan sólo esta en que vivimos, no habría en los hombres gran apli­cación en obrar bien, porque cualquier cosa que hi­ciesen sería poca cosa por no ser su anhelo por un bien limitado conforme a un tiempo determinado sino por la eternidad. Pero como creemos que, por lo que aquí hacemos, recibiremos los bienes eternos en la resurrec­ción, tratamos de obrar bien. I .Cor 15, 19: «Si sola­mente para esta vida tenemos puesta nuestra esperan­za en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres».

160.—En cuarto lugar, nos aparta del mal. En efecto, así como la esperanza del premio incita a obrar bien, así también el temor a la pena, que creemos se reserva para los malos, nos aparta del mal. Juan 5, 29: «Y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida; pero los que hayan hecho el mal, para la resurrección de condenación».

161.—Acerca de lo segundo debemos saber que en cuanto a todos habrá una cuádruple condición.

La primera es en cuanto a la identidad de los cuer­pos que resucitarán. Porque el mismo cuerpo que ahora 

es, con su carne y sus huesos resucitará, aunque algu­nos dijeron que este cuerpo que ahora se corrompe no resucitará, lo cual es contra lo que dice el Apóstol. Pues dice en I Cor 15, 53: «En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad». Y la Sagrada Escritura dice que por el poder de Dios el mismo cuerpo resurgirá a la vida: Job 19, 26: «De nue­vo seré recubierto con mi piel, y con mi carne veré a Dios».

162.—La segunda condición será en cuanto a la cua­lidad, porque los cuerpos de los resucitados serán de cualidad distinta de la que ahora son: porque lo mismo en cuanto a los bienaventurados que en cuanto a los malos, los cuerpos serán incorruptibles, porque los bue­nos estarán siempre en la gloria, y los malos siempre en sus tormentos. I Cor 15, 53: «Es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad, y que este ser mortal se revista de inmortalidad». Y como el cuer­po será incorruptible e inmortal, no habrá uso de ali­mentos ni de unión sexual. Mt 22, 30: «En la resurrec­ción no se tomará ni mujer ni marido, sino que serán como los ángeles de Dios en el cielo». Y esto es con­tra lo que dicen judíos y sarracenos. Job 7, 10: «No volverá más a su casa».

163.—La tercera condición es en cuanto a la inte­gridad, porque todos, buenos y malos, resucitarán con toda la integridad que pertenece a la perfección del hombre; así es que no habrá allí ni ciego ni cojo, ni defecto alguno. Dice el Apóstol en I Cor 15, 52: «Los muertos resucitarán incorruptibles», esto es, sin que puedan padecer las actuales corrupciones.

164.—La cuarta condición es en cuanto a la edad, porque todos resucitarán en la edad perfecta, o sea, de treinta y tres o treinta y dos años. La razón de ello es que los que no llegaron a ella no tienen la edad per­fecta, y los ancianos la pasaron ya, por lo cual a los jó­venes y a los niños se les agrega los que les falta, y a los ancianos se les restituye. Ef 4, 13: «Hasta que lle­guemos todos al estado de hombre perfecto, a la me­dida de la edad de la plenitud de Cristo».

165.—Acerca de lo tercero debemos saber que en cuanto a los buenos será una gloria especial, porque los santos tendrán cuerpos glorificados en los que ha­brá una cuádruple condición.

La primera es la claridad: Mt 13, 43: «Los justos bri­llarán como el sol en el Reino de su Padre». La segunda es la impasibilidad: I Cor 15, 43: «Se siembra (el cuer­po) en la vileza, y resucitará en la gloria»; Apoc 21,4: «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gemidos, ni dolor porque el primer estado habrá pasado». La tercera es la agilidad: Sab 3,7: «Los justos resplandecerán, se pro­pagarán como chispas en rastrojo». La cuarta es la su­tileza: I Cor 15, 44: «Se siembra un cuerpo animal, re­sucita un cuerpo espiritual»: no que sea completamente espíritu, sino que estará totalmente sujeto al espíritu.

166.—Acerca de lo cuarto debemos saber que la condición de los condenados será contraria a la con­dición de los bienaventurados, porque en ellos habrá un castigo eterno, en el cual se dará una cuádruple mala condición. En efecto, sus cuerpos serán oscuros: Isaías 13, 8: «Son los suyos rostros calcinados». Además, se­rán pasibles, aunque nunca se corromperán, porque ar­derán eternamente en el fuego y nunca serán consumi­dos: Isaías 66, 24: «Su gusano no morirá, su fuego no se apagará». Además, serán pesados, pues sus almas es­tarán allí como encadenadas: Salmo 149, 8: «Para tra­bar con grillos a sus reyes». Además, sus almas y sus cuerpos serán de cierta manera carnales: Joel I, 17: «Se pudrirán las bestias de carga en sus inmundicias».