Domingo VI de Pascua ciclo C

Domingo VI de Pascua ciclo C

19 de mayo de 2022 Desactivado Por Regnumdei

La paz les dejo, mi paz les doy; no la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble su corazón ni se acobarde.


“Me voy y volveré a ustedes”


+SANTO EVANGELIO


San Juan 14, 23-29: “El Espíritu Santo les enseñará y les recordará todo lo que les he dicho”

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

— «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.

El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que ustedes están oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.

Les he hablado de esto ahora que estoy con ustedes, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien les enseñe todo y les recuerde todo lo que les he dicho.

La paz les dejo, mi paz les doy; no la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble su corazón ni se acobarde. Me han oído decir: “Me voy y volveré a ustedes”. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Les he dicho esto, antes de que suceda, para que cuando suceda, entonces crean».


+PADRES DE LA IGLESIA


San Agustín: Si buscamos de dónde le viene al hombre el poder amar a Dios, la única razón que encontramos es porque Dios lo amó primero. Se dio a sí mismo como objeto de nuestro amor y nos dio el poder amarlo. El Apóstol Pablo nos enseña de manera aún más clara cómo Dios nos ha dado el poder amarlo: El amor de Dios —dice— ha sido derramado en nuestros corazones. ¿Por quién ha sido derramado? ¿Por nosotros, quizá? No, ciertamente. ¿Por quién, pues? Por el Espíritu Santo que se nos ha dado».

«El amor aparta del mundo a los santos. Es el único que hace a los concordes habitar en la mansión en que el Padre y el Hijo moran. Ellos dan este amor, a los que concederán por fin su contemplación. Hay cierta manifestación interior de Dios, que los impíos desconocen por completo, porque para éstos no hay manifestación alguna de Dios Padre y Espíritu Santo. La del Hijo pudo existir, pero en carne, que no es tampoco como aquélla, ni pudo ser por mucho tiempo, sino por breve, y esto no para alegría, sino para condenación; no para premio, sino para castigo. Después continúa: “Y vendremos a él”. En efecto, vienen a nosotros, si vamos nosotros a ellos; vienen con su auxilio, nosotros con la obediencia; vienen iluminándonos, nosotros contemplándolos; vienen llenándonos de gracias, nosotros recibiéndolas, para que su visión no sea para nosotros algo exterior, sino interno, y el tiempo de su morada en nosotros no transitorio sino eterno. Por eso continúa: “Y habitaremos en él”».

San Gregorio: La prueba del amor está en las obras: el amor a Dios nunca es ocioso, porque si es muy intenso obra grandes cosas, y cuando rehuye obrar ya no es amor».

«Viene en verdad al corazón de algunos, y no hace morada en ellos, porque si bien se vuelven a Dios por la contrición, después, cuando están en la tentación, se olvidan del arrepentimiento y vuelven a sus pecados, como si no los hubieran deplorado. Pero en el corazón del que ama a Dios verdaderamente, Dios desciende y mora: porque de tal manera está penetrado del amor divino, que ni aun en el tiempo de la tentación lo echa en olvido. Verdaderamente ama a Dios aquel que no se deja dominar un momento en su alma por los malos deleites».

«La palabra griega parakleto quiere decir abogado y consolador. Y se llama abogado, porque se interpone entre nuestras culpas y la justicia del Padre, haciendo que aquellos que de su inspiración se llenan, se conviertan en penitentes. Y se llama consolador el mismo Espíritu, porque libra de la aflicción el alma de aquellos que, habiendo merecido el perdón de sus pecados, prepara con esa esperanza».


+CATECISMO DE LA IGLESIA


260: El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad. Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: «Si alguno me ama —dice el Señor— guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 23).

728:Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que él mismo no ha sido glorificado por su Muerte y su Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a poco, incluso en su enseñanza a la muchedumbre, cuando revela que su Carne será alimento para la vida del mundo. Lo sugiere también a Nicodemo, a la Samaritana y a los que participan en la fiesta de los Tabernáculos. A sus discípulos les habla de él abiertamente a propósito de la oración y del testimonio que tendrán que dar.

729: Solamente cuando ha llegado la hora en que va a ser glorificado, Jesús promete la venida del Espíritu Santo, ya que su Muerte y su Resurrección serán el cumplimiento de la Promesa hecha a los Padres (ver Jn 14, 16-17. 26; 15, 26; 16, 7-15; 17, 26): El Espíritu de Verdad, el otro Paráclito, será dado por el Padre en virtud de la oración de Jesús; será enviado por el Padre en nombre de Jesús; Jesús lo enviará de junto al Padre porque él ha salido del Padre. El Espíritu Santo vendrá, nosotros lo conoceremos, estará con nosotros para siempre, permanecerá con nosotros; nos lo enseñará todo y nos recordará todo lo que Cristo nos ha dicho y dará testimonio de él; nos conducirá a la verdad completa y glorificará a Cristo. En cuanto al mundo, lo acusará en materia de pecado, de justicia y de juicio.

2644: El Espíritu Santo que enseña a la Iglesia y le recuerda todo lo que Jesús dijo, la educa también en la vida de oración, suscitando expresiones que se renuevan dentro de unas formas permanentes de orar: bendición, petición, intercesión, acción de gracias y alabanza.

857: La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los Apóstoles, y esto en un triple sentido:

– Fue y permanece edificada sobre «el fundamento de los Apóstoles» (Ef 2, 20), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo.

– Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (ver Hech 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles (ver 2 Tim 1, 13-14).

– Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, «a los que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia» (AG 5).

171: La Iglesia, que es «columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3, 15), guarda fielmente «la fe transmitida a los santos de una vez para siempre» (Judas 3). Ella es la que guarda la memoria de las palabras de Cristo, la que transmite de generación en generación la confesión de fe de los Apóstoles. Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de la fe.

172: Desde siglos, a través de muchas lenguas, culturas, pueblos y naciones, la Iglesia no cesa de confesar su única fe, recibida de un solo Señor, transmitida por un solo bautismo, enraizada en la convicción de que todos los hombres no tienen más que un solo Dios y Padre.


+MAGISTERIO


Benedicto XVI:  La primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, se refiere al así llamado «Concilio de Jerusalén», que afrontó la cuestión de si a los paganos convertidos al cristianismo se les debería imponer la observancia de la ley mosaica. El texto, dejando de lado la discusión entre «los Apóstoles y los ancianos» (Hch 15, 4-21), refiere la decisión final, que se pone por escrito en una carta y se encomienda a dos delegados, a fin de que la entreguen a la comunidad de Antioquía (cf.Hch 15, 22-29).

Esta página de los Hechos de los Apóstoles es muy apropiada para nosotros, que hemos venido aquí para una reunión eclesial. Nos habla del sentido del discernimiento comunitario en torno a los grandes problemas que la Iglesia encuentra a lo largo de su camino y que son aclarados por los «Apóstoles» y por los «ancianos» con la luz del Espíritu Santo, el cual, como nos narra el evangelio de hoy, recuerda la enseñanza de Jesucristo (cf. Jn 14, 26) y así ayuda a la comunidad cristiana a caminar en la caridad hacia la verdad plena (cf. Jn 16, 13). Los jefes de la Iglesia discuten y se confrontan, pero siempre con una actitud de religiosa escucha de la palabra de Cristo en el Espíritu Santo. Por eso, al final pueden afirmar:  «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…» (Hch 15, 28).

Este es el «método» con que actuamos en la Iglesia, tanto en las pequeñas asambleas como en las grandes. No es sólo una cuestión de modo de proceder; es el resultado de la misma naturaleza de la Iglesia, misterio de comunión con Cristo en el Espíritu Santo.

«Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…». Esta es la Iglesia:  nosotros, la comunidad de fieles, el pueblo de Dios, con sus pastores, llamados a hacer de guías del camino; junto con elEspíritu Santo, Espíritu del Padre enviado en nombre del Hijo Jesús, Espíritu de Aquel  que  es el «mayor» de todos y que nos fue dado mediante Cristo, que se hizo el «menor» por nuestra causa. Espíritu Paráclito, Advocatus, Defensor y Consolador. Él nos hace vivir en la presencia de Dios, en la escucha de su Palabra,  sin  inquietud  ni temor, teniendo en el corazón la paz que Jesús nos dejó y que el mundo no puede dar (cf. Jn 14, 26-27).

El Espíritu acompaña a la Iglesia en el largo camino que se extiende entre la primera y la segunda venida de Cristo:  «Me voy y volveré a vosotros» (Jn 14, 28), dijo Jesús a los Apóstoles. Entre la «ida» y la «vuelta» de Cristo está el tiempo de la Iglesia, que es su Cuerpo; están los dos mil años transcurridos hasta ahora; están también estos poco más de cinco siglos en los que la Iglesia se ha hecho peregrina en las Américas, difundiendo en los fieles la vida de Cristo a través de los sacramentos y sembrando en estas tierras la buena semilla del Evangelio, que ha producido el treinta, el sesenta e incluso el ciento por uno.

Tiempo de la Iglesia, tiempo del Espíritu Santo:  Él es el Maestro que forma a los discípulos:  los hace enamorarse de Jesús; los educa para que escuchen su palabra, para que contemplen su rostro; los configura con su humanidad bienaventurada, pobre de espíritu, afligida, mansa, sedienta de justicia, misericordiosa, pura de corazón, pacífica, perseguida a causa de la justicia (cf. Mt 5, 3-10). 

Así, gracias a la acción del Espíritu Santo, Jesús se convierte en el «camino» por donde avanza el discípulo. «El que me ama guardará mi palabra», dice Jesús al inicio del pasaje evangélico de hoy. «La palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (Jn 14, 23-24). Como Jesús transmite las palabras del Padre, así el Espíritu recuerda a la Iglesia las palabras de Cristo (cf. Jn 14, 26). Y como el amor al Padre llevaba a Jesús a alimentarse de su voluntad, así nuestro amor a Jesús se demuestra en la obediencia a sus palabras. La fidelidad de Jesús a la voluntad del Padre puede transmitirse a los discípulos gracias al Espíritu Santo, que derrama el amor de Dios en sus corazones (cf. Rm 5, 5).

El Nuevo Testamento nos presenta a Cristo como misionero del Padre. Especialmente en el evangelio de san Juan, Jesús habla muchas veces de sí mismo en relación con el Padre que lo envió al mundo. Del mismo modo, también en el texto de hoy. Jesús dice:  «La palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (Jn 14, 24). En este momento, queridos amigos, somos invitados a fijar nuestra mirada en él, porque la misión de la Iglesia subsiste solamente en cuanto prolongación de la de Cristo:  «Como el Padre me envió,  también yo os envío» (Jn 20, 21).

El evangelista pone de relieve, incluso de forma plástica, que esta transmisión de consignas acontece en el Espíritu Santo:  «Sopló sobre ellos y les dijo:  «Recibid el Espíritu Santo…»» (Jn 20, 22). La misión de Cristo se realizó en el amor.

Encendió en el mundo el fuego de la caridad de Dios (cf. Lc 12, 49).

El Amor es el que da la vida; por eso la Iglesia es enviada a difundir en el mundo la caridad de Cristo, para que los hombres y los pueblos «tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).

La segunda lectura nos ha presentado la grandiosa visión de la Jerusalén celeste. Es una imagen de espléndida belleza, en la que nada es simplemente decorativo, sino que todo contribuye a la perfecta armonía de la ciudad santa. Escribe el vidente Juan que esta «bajaba del cielo, enviada por Dios trayendo la gloria de Dios» (Ap 21, 10). Pero la gloria de Dios es el Amor; por tanto, la Jerusalén celeste es icono de la Iglesia entera, santa y gloriosa, sin mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), iluminada en el centro y en todas partes por la presencia de Dios-Caridad. Es llamada «novia», «la esposa del Cordero» (Ap 20, 9), porque en ella se realiza la figura nupcial que encontramos desde el principio hasta el fin en la revelación bíblica. La Ciudad-Esposa es patria de la plena comunión de Dios con los hombres; ella no necesita templo alguno ni ninguna fuente externa de luz, porque la presencia de Dios y del Cordero es inmanente y la ilumina desde dentro.

Este icono estupendo tiene un valor escatológico:  expresa el misterio de belleza que ya constituye la forma de la Iglesia, aunque aún no haya alcanzado su plenitud.

Es la meta de nuestra peregrinación, la patria que nos espera y por la cual suspiramos. Verla con los ojos de la fe, contemplarla y desearla, no debe ser motivo de evasión de la realidad histórica en que vive la Iglesia compartiendo las alegrías y las esperanzas, los dolores y las angustias de la humanidad contemporánea, especialmente de los más pobres y de los que sufren (cf. Gaudium et spes, 1).

Si la belleza de la Jerusalén celeste es la gloria de Dios, o sea, su amor, es precisamente y solamente en la caridad como podemos acercarnos a ella y, en cierto modo, habitar en ella. Quien ama al Señor Jesús y observa su palabra experimenta ya en este mundo la misteriosa presencia de Dios uno y trino, como hemos escuchado en el evangelio:  «Vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23). Por eso, todo cristiano está llamado a ser piedra viva de esta maravillosa «morada de Dios con los hombres». ¡Qué magnífica vocación!

Una Iglesia totalmente animada y movilizada por la caridad de Cristo, Cordero inmolado por amor, es la imagen histórica de la Jerusalén celeste, anticipación de la ciudad santa, resplandeciente de la gloria de Dios. De ella brota una fuerza misionera irresistible, que es la fuerza de la santidad.

(Aparecida 2007)


“La paz les dejo, mi paz les doy; no la doy yo como la da el mundo.”
San Agustín ut supra:

Nos deja la paz en este mundo, con cuya ayuda vencemos al enemigo, y para que también aquí nos amemos mutuamente. Nos dará su paz en la vida futura, cuando reinaremos sin enemigos, y donde nunca podremos disentir entre nosotros. Y El mismo es nuestra paz, ahora que creemos que es y cuando le veamos tal cual es. Mas ¿por qué, cuando dice «La paz os dejo», no añade mía, y sí, cuando dice: Os doy? ¿Acaso habrá que sobreentender mía donde no se dijo? ¿O es que hay aquí algún sentido oculto? Quiso significar por su paz aquella que El tiene, y porque la paz que nos dejó en este mundo más bien puede llamarse nuestra que de El. Nada hay que esté en lucha con El, porque está completamente exento de pecado, y nosotros, en cambio, tenemos la paz que es compatible con el estado en que tenemos que decir: Perdónanos nuestras deudas ( Mt 6,12). Pero también hay paz entre nosotros, porque sabemos del mutuo amor que nos tenemos. Pero ni aun esta paz es completa, porque no vemos mutuamente los pensamientos de nuestros corazones. Tampoco se me oculta que estas palabras del Señor pueden considerarse como repetición de un mismo pensamiento. Y al proseguir el Señor: «No os la doy yo como la da el mundo», ¿qué otra cosa es esto sino no como la dan los hombres que aman al mundo? Estos se conceden la paz a fin de gozar del mundo sin molestias; y cuando conceden la paz a los justos, de tal manera que dejan de perseguirlos, la paz no puede ser verdadera donde no hay verdadera concordia, porque sus corazones están muy separados.


“No se turbe vuestro corazón»
San Agustín In Ioannem tract., 78

Podía turbarse y temblar el corazón de ellos, porque se ausentaba (aunque había de volver), y acaso entre tanto el lobo invadiría el rebaño por la ausencia del pastor. De aquí sigue: «Habéis oído que os dije: Voy y vengo a vosotros». Iba en tanto que era hombre, más permanecía en cuanto era Dios. ¿Por qué así turbarse y temblar su corazón, cuando si bien se ocultaba a la vista, no abandonaba al corazón? Y para que comprendiesen que al decir que se iba hablaba en cuanto hombre, dijo: «Si me amaseis os alegraríais, porque voy al Padre», etc. Por lo mismo de que el Hijo no era igual al Padre, por eso irá al Padre, desde el cual vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Mas también por lo mismo que es igual al Generador, no se separa del Padre, sino que está con El todo en todas partes, con igual divinidad, la cual no ocupa lugar. El mismo Hijo de Dios, igual al Padre en la forma de Dios (porque se anonadó no dejando la forma de Dios, sino tomando la de siervo), es también mayor a sí mismo, porque la forma de Dios, no perdida, es superior a la de siervo, tomada. Esta, pues, es la forma de siervo, respecto de la que el Hijo de Dios es menor, no sólo al Padre, sino también al Espíritu Santo. También respecto de esta forma de siervo, Cristo era inferior a sus propios padres, cuando siendo niño les estaba sometido según dice el Evangelio. Reconozcamos, pues, la doble naturaleza de Cristo: la una por la cual es igual al Padre, que es la divina, y la humana, que le hace inferior al Padre. Una y otra naturaleza no constituyen dos, sino un solo Cristo, porque Dios no es cuaternidad, sino Trinidad. Dijo asimismo: «Si me amarais, os alegraríais, porque voy al Padre», en atención a que la naturaleza humana merecía albricias por haber sido tomada por el Verbo Unigénito, que la había de hacer inmortal en el cielo, y hasta tal punto se había de sublimar en la tierra, que el polvo incorruptible se sentaría a la derecha del Padre. ¿Quién, que ame a Cristo en tal manera, no había de alegrarse, viendo su naturaleza elevada a grado inmortal, y esperando para sí gloria semejante por Cristo?