La Última Cena
San Juan 13,1-15. «No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás”.
El Señor convida a sus siervos para prepararles manjar de sí mismo (San Agustín)
San Agustín: Pascua no es, como creen algunos, nombre griego, sino hebreo. Y muy oportunamente se da en ambas lenguas, respecto de esta palabra, cierta coincidencia de significación, porque en griego paschein significa padecer, y de aquí que Pascua quiera decir pasión, derivando este nombre de aquel verbo. Y en su lengua, o sea la hebrea, Pascua es tránsito, por la razón de que los judíos la celebraron por primera vez cuando habiendo salido de Egipto atravesaron el mar Rojo 1. Y ahora aquella figura profética se completa en la realidad, porque Cristo es conducido al sacrificio como un cordero, con cuya sangre, pintadas nuestras puertas (esto es, hecho el signo de la cruz en nuestras frentes), somos libres de la perdición de esta vida, como aquellos de la cautividad egipcia. Y verificamos un tránsito en sumo grado saludable, pasando a Cristo desde el poder del diablo, y desde esta vida transitoria a aquel reino lleno de poderío. Por eso el evangelista, queriéndonos dar la interpretación de esta palabra Pascua, dice: «Sabiendo que llegó la hora en que había de pasar de este mundo al Padre»; he aquí la Pascua, he aquí el tránsito.
San Ambrosio: Este pan, antes de las palabras de la consagración es pan común, pero cuando se le consagra, el pan se convierte en carne de Cristo. Por lo tanto la consagración, ¿en qué palabras consiste y en qué oraciones sino en las de Jesús nuestro Dios? Por lo tanto, si hay tanta fuerza en su palabra que empieza a ser lo que antes no era, ¿con cuánta más facilidad debe suceder que existan aquellas cosas que antes eran transformadas en otras sustancias? Si su palabra produjo cosas admirables, ¿no las producirá en los misterios espirituales? Luego, el pan se transforma en el cuerpo de Jesucristo y el vino en su sangre, por medio de la palabra divina. Se pregunta ¿cómo?; de este modo: no se engendra un hombre sino por medio de la unión de un hombre y de una mujer: pero porque quiso el Señor, Jesucristo nació de la Virgen por obra del Espíritu Santo.
San Agustín: El Señor convida a sus siervos para prepararles manjar de sí mismo; ¿pero quién se atreverá a comer a su Señor? Y en verdad que cuando se le come, fortalece, no debilita. Vive comido porque resucitó después de muerto; y cuando le comemos no le partimos; y en verdad que así sucede en el sacramento. Conocen los fieles el modo como reciben la carne de Cristo: cada uno recibe una parte. Por partes se recibe en el sacramento, y sin embargo, permanece entero, todo en el cielo y todo en nuestro corazón. Por lo tanto, todas estas cosas se llaman sacramentos, porque en ellos unas cosas se ven y otras se creen. Lo que se ve tiene figura corporal y lo que se entiende es un fruto espiritual.
Beda: Partió el pan que dio a sus discípulos para manifestar que la fracción de su cuerpo había de ser por su voluntad o su cuidado, y le bendijo porque había llenado la naturaleza humana, que había tomado para padecer, de una virtud divina con su Padre y el Espíritu Santo. Bendijo y partió el pan, porque se dignó librar de la muerte la humanidad que había asumido, a fin de hacer ver que en El existía el poder de la inmortalidad divina, y que resucitaría rápidamente a esta humanidad. «Y diósele y les dijo: Tomad, éste es mi cuerpo”.
De la Vida de Cristo de Fray Luis de Granada: “Entre todas las obras memorables que obró nuestro Salvador en este mundo, una de las más dignas de perpetua recordación es aquella postrera cena que cenó con sus discípulos. Donde no solamente se cenó aquel cordero figurativo que mandaba la ley, sino el mismo Cordero sin mancilla, que era figurado por la ley. En el cual convite resplandece primeramente una maravillosa suavidad y dulzura de Cristo, en haber querido asentarse a una mesa con aquella pobre escuela, que es con aquellos pobres pescadores, y juntamente con el traidor que lo había de vender, y comer con ellos en un mismo plato. Resplandece también una espantosa humildad, cuando el Rey de la gloria se levantó de la mesa, y ceñido con un lienzo a manera de siervo, echó agua en un baño, y postrado en tierra, comenzó a lavar los pies de los discípulos, sin excluir de ellos al mismo Judas que lo había vendido. Y resplandece sobre todo esto una inmensa liberalidad y magnificencia de este Señor, cuando a aquellos primeros sacerdotes y en aquellos a toda la Iglesia, dio su sacratísimo cuerpo en manjar, y su sangre en bebida: para que lo que había de ser el día siguiente sacrificio y precio inestimable del mundo, fuese nuestro perpetuo viático y mantenimiento, y también nuestro sacrificio cotidiano.
Mas ¿quién podrá explicar los efectos y virtudes de este nobilísimo sacramento? Porque con él por una manera maravillosa es unida el ánima con su esposo, con él se alumbra el entendimiento, avívase la memoria, enamórase la voluntad, deléitase el gusto interior, acreciéntase la devoción, derrítense las entrañas, ábrense las fuentes de las lágrimas, adorméscense las pasiones, despiértanse los buenos deseos, fortaléscese nuestra flaqueza, y toma con el aliento para caminar hasta el monte de Dios. Oh maravilloso sacramento, ¿Con qué palabras te alabaré? Tú eres vida de nuestras ánimas, medicina de nuestras llagas, consuelo de nuestros trabajos, memorial de Jesucristo, testimonio de su amor, manda preciosísima de su testamento, compañía de nuestra peregrinación, alegría de nuestro destierro, brasas para encender el fuego del divino amor y prenda y tesoro de la vida cristiana.
¿Qué lengua podrá dignamente contar las grandezas de este Sacramento? ¿Quién podrá agradecer tal beneficio? ¿Quién no se derretirá en lágrimas, viendo a Dios corporalmente unido consigo? Faltan las palabras y desfallece el entendimiento, considerando las virtudes de este soberano misterio: mas nunca debe faltar en nuestras ánimas el uso, el agradecimiento de él.”
San Alfonso Mª Ligorio: «Os amo con todo mi corazón, os amo sobre todas las cosas, os amo más que a mi mismo, más que a mi vida. Me arrepiento de haberos ofendido, bondad infinita; perdonadme, y junto con el perdón, concededme la gracia de que os ame hasta la muerte en esta vida, y por toda la eternidad en la otra. Mostrad con vuestro poder, ¡oh, Dios omnipotente!, este prodigio en el mundo: que un alma tan ingrata como la mía se transforme en una de las más amantes vuestras. Otorgádmelo por vuestros merecimientos, Jesús mío. Así lo deseo; así propongo practicarlo toda mi vida; y Vos, que me inspiráis este deseo, dadme fuerzas para cumplirlo.”
Benedicto XVI: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Dios ama a su criatura, el hombre; lo ama también en su caída y no lo abandona a sí mismo. Él ama hasta el fin. Lleva su amor hasta el final, hasta el extremo: baja de su gloria divina. Se desprende de las vestiduras de su gloria divina y se viste con ropa de esclavo. Baja hasta la extrema miseria de nuestra caída. Se arrodilla ante nosotros y desempeña el servicio del esclavo; lava nuestros pies sucios, para que podamos ser admitidos a la mesa de Dios, para hacernos dignos de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos ni deberíamos hacer jamás.
Dios no es un Dios lejano, demasiado distante y demasiado grande como para ocuparse de nuestras bagatelas. Dado que es grande, puede interesarse también de las cosas pequeñas. Dado que es grande, el alma del hombre, el hombre mismo, creado por el amor eterno, no es algo pequeño, sino que es grande y digno de su amor. La santidad de Dios no es sólo un poder incandescente, ante el cual debemos alejarnos aterrorizados; es poder de amor y, por esto, es poder purificador y sanador.
Dios desciende y se hace esclavo; nos lava los pies para que podamos sentarnos a su mesa. Así se revela todo el misterio de Jesucristo. Así resulta manifiesto lo que significa redención. El baño con que nos lava es su amor dispuesto a afrontar la muerte. Sólo el amor tiene la fuerza purificadora que nos limpia de nuestra impureza y nos eleva a la altura de Dios. El baño que nos purifica es él mismo, que se entrega totalmente a nosotros, desde lo más profundo de su sufrimiento y de su muerte.
Él es continuamente este amor que nos lava. En los sacramentos de la purificación -el Bautismo y la Penitencia- él está continuamente arrodillado ante nuestros pies y nos presta el servicio de esclavo, el servicio de la purificación; nos hace capaces de Dios. Su amor es inagotable; llega realmente hasta el extremo.
«Vosotros estáis limpios, pero no todos», dice el Señor (Jn 13, 10). En esta frase se revela el gran don de la purificación que él nos hace, porque desea estar a la mesa juntamente con nosotros, de convertirse en nuestro alimento. «Pero no todos»: existe el misterio oscuro del rechazo, que con la historia de Judas se hace presente y debe hacernos reflexionar precisamente en el Jueves santo, el día en que Jesús nos hace el don de sí mismo. El amor del Señor no tiene límites, pero el hombre puede ponerle un límite.
«Vosotros estáis limpios, pero no todos»: ¿Qué es lo que hace impuro al hombre? Es el rechazo del amor, el no querer ser amado, el no amar. Es la soberbia que cree que no necesita purificación, que se cierra a la bondad salvadora de Dios. Es la soberbia que no quiere confesar y reconocer que necesitamos purificación.
En Judas vemos con mayor claridad aún la naturaleza de este rechazo. Juzga a Jesús según las categorías del poder y del éxito: para él sólo cuentan el poder y el éxito; el amor no cuenta. Y es avaro: para él el dinero es más importante que la comunión con Jesús, más importante que Dios y su amor. Así se transforma también en un mentiroso, que hace doble juego y rompe con la verdad; uno que vive en la mentira y así pierde el sentido de la verdad suprema, de Dios. De este modo se endurece, se hace incapaz de conversión, del confiado retorno del hijo pródigo, y arruina su vida.
«Vosotros estáis limpios, pero no todos». El Señor hoy nos pone en guardia frente a la autosuficiencia, que pone un límite a su amor ilimitado. Nos invita a imitar su humildad, a tratar de vivirla, a dejarnos «contagiar» por ella. Nos invita -por más perdidos que podamos sentirnos- a volver a casa y a permitir a su bondad purificadora que nos levante y nos haga entrar en la comunión de la mesa con él, con Dios mismo.
Reflexionemos sobre otra frase de este inagotable pasaje evangélico: «Os he dado ejemplo…» (Jn 13, 15); «También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 14). ¿En qué consiste el «lavarnos los pies unos a otros»? ¿Qué significa en concreto? Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren y los que son poco apreciados, es un servicio como lavar los pies. El Señor nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella.
Pero hay una dimensión aún más profunda. El Señor limpia nuestra impureza con la fuerza purificadora de su bondad. Lavarnos los pies unos a otros significa sobre todo perdonarnos continuamente unos a otros, volver a comenzar juntos siempre de nuevo, aunque pueda parecer inútil. Significa purificarnos unos a otros soportándonos mutuamente y aceptando ser soportados por los demás; purificarnos unos a otros dándonos recíprocamente la fuerza santificante de la palabra de Dios e introduciéndonos en el Sacramento del amor divino.
El Señor nos purifica; por esto nos atrevemos a acercarnos a su mesa. Pidámosle que nos conceda a todos la gracia de poder ser un día, para siempre, huéspedes del banquete nupcial eterno. Amén.
Jueves santo 13 de abril, 2006