La mujer Cananea

La mujer Cananea

17 de agosto de 2014 Desactivado Por Regnumdei

Pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos (S. Mateo 15:21-28)

 

En los domingos anteriores hemos contemplado y también hemos intentado asimilar espiritualmente, con la ayuda de la gracia divina, las enseñanzas de los pasajes bíblicos de la liturgia eucarística, acerca de la multiplicación de panes y peces para alimentar a una multitud de manera milagrosa y a Jesús, en medio de la tormenta en la cual se debatían sus discípulos en una barca frágil sobre las encrespadas aguas del mar de Galilea (Tiberíades o Genesaret), imperando milagrosamente que la tormenta se aquietase y de esta manera salvar y confirmar la fe de sus discípulos, quienes estaban en la duda y la desconfianza ante el peligro de perecer en medio del mar agitado y peligroso.


Después de estos hechos milagrosos en tierra propia de Israel, Jesús se encamina, acompañado por sus discípulos, hacia tierra de paganos, los cananeos de la región de Tiro y Sidón en la costa del mar mediterráneo.


Fue allí, donde aparece la escena narrada por San Mateo, acerca de la mujer cananea, quien, ante Jesús y sus acompañantes, manifestó su fe y oración de ferviente súplica, a favor de su hija que estaba gravemente enferma poseída por un espíritu maligno, implorando su curación.


Ante Jesús: la fe y la oración de la mujer cananea

Este hecho, consignado narrativamente por San Mateo en el pasaje bíblico que en esta Misa dominical escuchamos, se desarrolla en el contexto de posturas culturales que se entendían un tanto opuestas, a saber.


El Reino de Dios se predicaba por Jesús, primeramente a los judíos integrantes del pueblo elegido por Dios para darles la salvación que su Hijo Jesucristo.


El Hijo de Dios encarnado, trasmitía para hacerlos testigos y misioneros de la salvación divina y una vez identificados con ésta, llevar a efecto la misión de trasmitirla a los demás pueblos de la tierra con un visión intencional, de parte de Dios para todos los pueblos.


Aquí aparece el universalismo de la revelación y salvación que, según el plan divino e histórico de la salvación, se ofrece a todos los hombres de buena voluntad, sin importar su raza, cultura, lengua y valores característicos propios.


Para Dios no existe la acepción de personas, Dios, por Cristo y con la efusión de su Espíritu Santo, no quiere la muerte de los pecadores, sino que convertidos a la realidad de su Reino, se salven desde la tierra y desde ella hacia la eternidad.


De esta manera, podremos entender el pasaje bíblico que nos ocupa este día de la mujer pagana y cananea que pide a favor de su hija enferma, el milagro de su curación.


«Señor, hijo de David»


Primeramente observemos el concepto «Señor», en el Catecismo de la Iglesia Católica:


446: En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés, YHWH, es traducido por «Kyrios» [«Señor»]. Señor se convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título «Señor» para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios.


448: Con mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole «Señor». Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de Él socorro y curación. Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús. En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: «¡Es el Señor!» (Jn 21,7).


La mujer cananea al ver a Jesús, se puso a gritar: “Señor, hijo de David, ten compasión de mí. Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”.


Con esta fórmula utilizada para llamar la atención de Jesús, la Cananea esta manifestando la profundidad de las luces que ha recibido, para identificar en Cristo, no sólo un profeta o un caudillo, sino que con quien los mismos fariseos se negaban a identificar, a pesar de las luces y coincidencias que las escrituras les podian otorgar: al mismo Mesías, prometido para Israel y todos los pueblos.


Mateo presenta constantemente a Jesús como “hijo de David”, porque el reconocimiento de este título es indispensable para la medianidad de Jesús. Pablo lo hace objeto de su predicación en la sinagoga de Antioquia de Pisidia; después de haber descrito la historia de Israel hasta Saúl, el Apóstol puntualiza: “Depuso a Saúl y suscitó por rey a David, de quien precisamente dio este testimonio: 2He encontrado a David, el hijo de Jesé, un hombre según mi corazón, que realizará todo lo que yo quiera. Desde la descendencia de éste, Dios, según la promesa, ha suscitado para Israel un Salvador, Jesús” (Hc 13, 22 ss).


Pablo insiste en que Jesucristo es “nacido del linaje de David según la carne” (Rm 1.3, 2 Tn 2, 8). La promesa remonta a 2 Samuel /, donde se encuentra la profecía más importante del Antiguo Testamento acerca de la estabilidad de la dinastía de David. Él quiere edificar el templo de Dios; Dios agradece su intención, pero será Salomón  el llamado a realizar el proyecto. Natán anuncia entonces a David: “El señor te edificará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de s realeza… Yo seré para él padre y él será para mí hijo… Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; su trono estará firme eternamente” (vv. 11-16). Esta promesa es repetida en los Salmos (89; 132) para recordar a Dios, en la oración, su juramento: “Un fruto de tu seno asentaré en tu trono” zacarías, padre del Bautista, bendice al señor, que “nos ha suscitado una fuerza salvadora en la casa de David, su siervo, como había prometido…” (Lc 1, 69). Para terminar, ¿no dirá el ángel Gabriel a María respecto de Jesús: “El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin? (Lc 1, 32s). Pues bien, esta grande promesa, tocante el culmen del plan de Dios, se realiza a través de José el esposo de María, que en el árbol genealógico es el descendiente de David más cercano a Jesús. Su presencia y su consentimiento para la actuación de esta promesa, que consentirá a Jesús de ser llamado “hijo de David” y sea reconocido como Mesías, son indispensables como lo ha sido el consentimiento de María para la encarnación.


Ante esta súplica, Jesús no le contestó una sola palabra. Los discípulos se acercaron y le rogaban: “Atiéndela, porque viene gritando detrás de nosotros”.


El les contestó: “Yo no he sido enviado sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel”. Estas ovejas son los hijos del pueblo elegido por Dios, en contraposición están “los perros” que son los paganos a quienes la palabra de Dios sería dirigida a través del testimonio y acción misioneras del pueblo de Israel.


Sin embargo, la mujer cananea se acercó a Jesús y, postrada ante él, le dijo: “¡Señor, ayúdame!”.

A partir de ese momento se entabla un diálogo un tanto difícil entre Jesús y la mujer.


Jesús le dice:”No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos”. Pero ella replicó: “Es cierto, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”.


Ante este planteamiento de la mujer, Jesús, le respondió: “Mujer, ¡Qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”. Y en aquel mismo instante quedó curada su hija.


Las sorpresas:


El texto está lleno de sorpresas. Una extranjera da a Jesús el título típicamente judío de hijo de David. Con este título ha introducido Mateo la ascendencia de Jesús (Mt. 1,1). El título resuena cuando Mateo acaba de presentar a Jesús saliendo de territorio judío tras el cuestionamiento de algo tan esencial y sagrado para los judíos como es el comportamiento en consonancia con la tradición (ver Mt. 15, 1-20).


Las sorpresas continúan con el silencio de Jesús primero y su respuesta después a la demanda de los discípulos. Esta respuesta, que se encuentra en el v. 24, es repetición del mandato de Jesús a los doce de ir en busca de las ovejas perdidas de Israel. Leída después de la escena anterior sobre la tradición, la respuesta es, cuanto menos, sorprendente.


Una tercera sorpresa es la presentación de la mujer en el v. 25 con el gesto típico judío de adoración a Dios, gesto característico en el evangelio de Mateo para expresar la actitud creyente ante Jesús.


La cuarta sorpresa es la respuesta de Jesús a la mujer. «No está bien quitarle el pan a los hijos para echárselo a los perros».


Jesús hace suyo el afrentoso y despreciativo apelativo de perros, que los judíos aplicaban a los paganos. ¿Lo hace suyo aceptándolo o ironizándolo? La frase la escuchamos fuera del territorio judío, donde Jesús se encuentra tras su cuestionamiento de la tradición judía.


La quinta y última sorpresa es la reacción de la mujer pagana, que no aspira a suplantar, sino sencillamente a participar.


Todo este conjunto de sorpresas, especialmente elaboradas por Mateo, no parecen tener otra función que la de preparar y resaltar la frase final de Jesús. «¡Qué grande es tu fe, mujer!» Es la frase que el lector de Mateo p
resentía y esperaba. Ella ratifica la caída del muro de separación entre judíos y paganos.



Nuestra súplica de hoy y para siempre, será: ¡Señor Jesús, aumenta nuestra fe y haz que brille como oración de amor rendido y leal, en los tiempos favorables y en los tiempos de prueba y sufrimiento!


Porque en ti está la fuente de la vida, la paz y la alegría y de esta manera nos abres el camino que conduce hacia la eternidad feliz de tu Reino en el cielo…


Los «perros»


vemos al Señor en la región de Tiro y Sidón. Se había “retirado” allí. Tiro y Sidón eran ciudades ubicadas en la costa del mar Mediterráneo, al norte de Israel, es decir, fuera de Israel. Eran ciudades paganas, y en la tradición bíblica estas dos ciudades eran presentadas frecuentemente como símbolo de los pueblos paganos (ver Is 23,2.4.12; Jer 47,4).


Cuando está por aquellas tierras paganas, se le acerca “una mujer cananea, procedente de aquellos lugares”. El gentilicio “cananea” evoca las antiguas rivalidades de Israel con los pueblos vecinos de Canaán. Los cananeos eran paganos, y los paganos eran nominados por los judíos “perros” (ver Sal 22[21],17.21).


Esta mujer pagana, una “perra” para los judíos puesto que no pertenecía a Israel, el pueblo destinado a la misión histórica del Mesías, tiene la gran osadía de dirigirse al Señor para gritarle: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Tengamos en cuenta que para aquel momento ya la fama del Señor había trascendido los límites de Israel, llegando “a toda Siria” (Mt 4,24), extensión geográfica al norte de Israel de la que provenía justamente esta mujer (ver Mc 7,26).


La mujer califica a Jesús de “Señor”, así como también de “Hijo de David”. “Hijo de David” le gritarán también dos ciegos que le piden poder ver (Mt 9,27; 20,30) así como la multitud que lo aclama cuando entra triunfal en Jerusalén: “¡Hosanna al hijo de David!” (Mt 21,9.15). Se consideraba que el Cristo sería “hijo de David”, es decir, su descendiente (ver Mt 22,42). Llamándolo así esta mujer pagana reconoce en Jesús al Cristo, el Mesías prometido por Dios a Israel.


A pesar de los gritos de la mujer que le suplica piedad, el Señor sigue su marcha. Nada responde. Y aunque no le hace caso, la mujer no por ello desiste. Al contrario, insiste en sus gritos y súplicas. No le importa el “qué dirán”, lo “políticamente correcto”. Por encima de todo está el amor a su hija, la desesperación de verla sufrir, su deseo intenso de verla sana y recuperada, y por supuesto, su confianza de que este enviado divino podrá curarla. Por ello, superando toda vergüenza, va siguiendo a la comitiva del Señor sin dejar de suplicar, sin desalentarse, sin cansarse, hasta el punto de que los discípulos, al verse importunados por sus incesantes súplicas, interceden por ella ante el Señor: “Atiéndela, que viene detrás gritando”.


La respuesta del Señor a sus discípulos contiene la razón por la que no ha hecho caso ni piensa hacer caso a esta mujer: “Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. La mujer en vez de marcharse ha apresurado el paso y, alcanzándolos, se postra ante el Señor suplicándole nuevamente que la ayude. El Señor le responde: “No está bien echar a los perritos el pan de los hijos”. Con “el pan de los hijos” el Señor se refiere al don del Reino de Dios y de su salvación, reservado a los israelitas. Mas es oportuno notar que en sus palabras el Señor atenúa la dureza en la forma de dirigirse a esta mujer pagana, al referirse a los paganos no con el término “perros” (como aparece en la
versión litúrgica que empleamos) sino “perritos”, “cachorritos” (según el original griego). Usando el diminutivo parece querer diluir todo lo que en el epíteto “perros” hay de peyorativo.


Admirable es la respuesta de la mujer: “también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. La mujer cananea reconoce y acepta con humildad que Israel es el único destinatario de los bienes mesiánicos, pero en su condición de pagana pide al menos beneficiarse de las “migajas” de esos bienes.


Si el Domingo pasado el Señor hacía notar su falta de fe a Pedro, en esta ocasión el Señor alaba la fe de esta mujer pagana. Por su humildad abre para ella y para su hija las fuentes de la salvación. A causa de su fe en el Hijo de David, alcanza lo que pide suplicante: la curación de su hija.


El Señor Jesús, mientras peregrinó en nuestro suelo, se mantuvo fiel al encargo recibido del Padre: dirigirse sólo a las ovejas descarriadas de Israel. Mas dentro de los designios divinos estaba también que una vez que el Señor cumpliese su misión reconciliadora, sus discípulos anunciasen el Evangelio y comunicasen la vida nueva por Él traída a todos los seres humanos, sin distinción alguna: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28,19-20). La mujer cananea aparece como una primicia de la misión apostólica extendida a los paganos, inaugurada luego de la resurrección y entronización de Jesucristo como Señor (ver Mt 28,18-19). Por su fe ella llega a hacerse partícipe del don de la Reconciliación.


Decía San Bernardo: «Cada vez que hablo de la oración, me parece escuchar dentro de vuestro corazón ciertas reflexiones humanas que he escuchado a menudo, incluso en mi propio corazón. Siendo así que nunca cesamos de orar ¿cómo es que tan raramente nos parece experimentar el fruto de la oración? Tenemos la impresión de que salimos de la oración igual que hemos entrado, nadie nos responde una palabra, ni nos da lo que sea, tenemos la sensación de haber trabajado en vano».


San Juan Crisóstomo: «¡Mirad la sabiduría de la mujer! No se atrevió a contradecir, ni se entristeció por las alabanzas de los otros, ni se abatió por las cosas sensibles que la echaron en cara. Por eso sigue: “Mas ella dijo: Es verdad, Señor; pero también los perros comen de las migajas que caen de las mesas de sus señores, etc.”. Había dicho Él: “No es bien” y ésta dijo: “Así es, Señor”. Él llama hijos a los judíos y ella, señores. Él llamó perro a esta mujer y ella añadió la cualidad de los perros, como si dijera: si soy perro, no soy extraña; me llamas perro, aliméntame tú como a un perro. Yo no puedo abandonar la mesa de mi Señor».

«Una mujer cananea se acerca a Jesús suplicándole a grandes gritos que curase a su hija, poseída de un demonio… Esta mujer, una extranjera, una bárbara, sin relación alguna con el pueblo judío ¿no era como una perra, indigna de alcanzar lo que ella pedía? “No está bien tomar el pan de los hijos para echárselo a los perrillos”. Sin embargo, la perseverancia de la mujer le ha valido ser escuchada. Aquella, que no era sino una perrilla, Jesús la levanta a la nobleza de los hijos de la casa. Más aún, la colma de alabanzas. Le dice al despedirla: “¡Mujer, qué grande es tu fe! Que te suceda lo que pides”. Cuando se oye a Cristo decir: “Tu fe es grande” no hace falta buscar otras pruebas para ver la grandeza de alma de esta mujer. Ha salido de su indignidad por la perseverancia en la petición».