Escritura, Tradición e Iglesia
Escritura y Tradición, Escritura y anuncio apostólico como claves de lectura, se unen y casi se funden, para formar juntas el «fundamento firme puesto por Dios»
El anuncio apostólico, es decir la Tradición, es necesario para introducirse en la comprensión de la Escritura y captar en ella la voz de Cristo.
Las últimas cartas del epistolario paulino, se llaman cartas pastorales, porque se enviaron a algunas figuras de pastores de la Iglesia: dos a Timoteo y una a Tito, estrechos colaboradores de San Pablo. En Timoteo el Apóstol veía casi un alter ego; de hecho, le encomendó misiones importantes (en Macedonia: cf. Hch 19, 22; en Tesalónica: cf. 1 Ts 3, 6-7; en Corinto: cf. 1 Co 4, 17; 16, 10-11), y después escribió de él un elogio halagador: «Pues a nadie tengo de tan iguales sentimientos que se preocupe sinceramente de vuestros intereses» (Flp 2, 20).
Según la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea, del siglo IV, Timoteo fue después el primer obispo de Éfeso (cf. 3, 4). En cuanto a Tito, también él debió ser muy querido por el Apóstol, que lo define explícitamente «lleno de celo…, mi compañero y colaborador» (2 Co 8, 17.23); más aún, «mi verdadero hijo en la fe común» (Tt 1, 4). A Tito le habían encargado un par de misiones muy delicadas en la Iglesia de Corinto, cuyo resultado reconfortó a San Pablo (cf. 2 Co 7, 6-7.13; 8, 6). Seguidamente, por cuanto sabemos, Tito alcanzó a San Pablo en Nicópolis, en el Epiro, en Grecia (cf. Tt 3, 12), y después fue enviado por él a Dalmacia (cf. 2 Tm 4, 10). Según la carta dirigida a él, después fue obispo de Creta (cf. Tt 1, 5).
Las cartas dirigidas a estos dos pastores ocupan un lugar muy particular dentro del Nuevo Testamento. La mayoría de los exegetas es hoy del parecer que estas cartas no habrían sido escritas por San Pablo mismo, sino que su origen estaría en la «escuela de San Pablo», y reflejaría su herencia para una nueva generación, tal vez integrando algún breve escrito o palabra del Apóstol mismo. Por ejemplo, algunas palabras de la segunda carta a Timoteo parecen tan auténticas que sólo podrían venir del corazón y de los labios del Apóstol.
Sin duda la situación eclesial que emerge de estas cartas es diversa de la de los años centrales de la vida de San Pablo. Él ahora, retrospectivamente, se define a sí mismo «heraldo, apóstol y maestro» de los paganos en la fe y en la verdad (cf. 1 Tm 2, 7; 2 Tm 1, 11); se presenta como uno que ha obtenido misericordia, porque Jesucristo -así escribe- «quiso manifestar primeramente en mí toda su paciencia para que yo sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna» (1 Tm 1, 16). Por tanto, lo esencial es que realmente en San Pablo, perseguidor convertido por la presencia del Resucitado, se manifiesta la magnanimidad del Señor para aliento nuestro, a fin de inducirnos a esperar y a confiar en la misericordia del Señor que, a pesar de nuestra pequeñez, puede hacer cosas grandes.
Los nuevos contextos culturales que aquí se presuponen van más allá de los años centrales de la vida de San Pablo. En efecto, se hace alusión a la aparición de enseñanzas que se pueden considerar totalmente equivocadas o falsas (cf. 1 Tm 4, 1-2; 2 Tm 3, 1-5), como las de quienes pretendían que el matrimonio no era bueno (cf. 1 Tm 4, 3). Vemos cuán moderna es esta preocupación, porque también hoy se lee a veces la Escritura como objeto de curiosidad histórica y no como palabra del Espíritu Santo, en la que podemos escuchar la voz misma del Señor y conocer su presencia en la historia. Podríamos decir que, con este breve elenco de errores presentes en las tres cartas, aparecen anticipados algunos esbozos de la orientación errónea sucesiva que conocemos con el nombre de gnosticismo (cf. 1 Tm 2, 5-6; 2 Tm 3, 6-8).
A estas doctrinas se enfrenta el autor con dos llamadas de fondo. Una consiste en la referencia a una lectura espiritual de la Sagrada Escritura (cf. 2Tm 3, 14-17), es decir, a una lectura que la considera realmente como «inspirada» y procedente del Espíritu Santo, de modo que ella nos puede «instruir para la salvación». Se lee la Escritura correctamente poniéndose en diálogo con el Espíritu Santo, para sacar de ella luz «para enseñar, convencer, corregir y educar en la justicia» (2Tm 3, 16). En este sentido añade la carta: «Así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado para toda obra buena» (2 Tm 3, 17). La otra llamada consiste en la referencia al buen «depósito» (parathéke): es una palabra especial de las cartas pastorales con la que se indica la tradición de la fe apostólica que hay que conservar con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros.
Así pues, este «depósito» se ha de considerar como la suma de la Tradición apostólica y como criterio de fidelidad al anuncio del Evangelio. Y aquí debemos tener presente que en las cartas pastorales, como en todo el Nuevo Testamento, el término «Escrituras» significa explícitamente el Antiguo Testamento, porque los escritos del Nuevo Testamento o aún no existían o todavía no formaban parte de un canon de las Escrituras. Por tanto, la Tradición del anuncio apostólico, este «depósito», es la clave de lectura para entender la Escritura, el Nuevo testamento.
En este sentido, Escritura y Tradición, Escritura y anuncio apostólico como claves de lectura, se unen y casi se funden, para formar juntas el «fundamento firme puesto por Dios» (2 Tm 2, 19). El anuncio apostólico, es decir la Tradición, es necesario para introducirse en la comprensión de la Escritura y captar en ella la voz de Cristo. En efecto, hace falta estar «adherido a la palabra fiel, conforme a la enseñanza» (Tt 1, 9). En la base de todo está precisamente la fe en la revelación histórica de la bondad de Dios, el cual en Jesucristo ha manifestado concretamente su «amor a los hombres», un amor al que el texto original griego califica significativamente como filantropía (Tt3, 4; cf. 2 Tm 1, 9-10); Dios ama a la humanidad.
En conjunto, se ve bien que la comunidad cristiana va configurándose en términos muy claros, según una identidad que no sólo se aleja de interpretaciones incongruentes, sino que sobre todo afirma su propio arraigo en los puntos esenciales de la fe, que aquí es sinónimo de «verdad»(1 Tm 2, 4.7; 4, 3; 6, 5; 2Tm 2,15.18.25;3, 7.8; 4, 4; Tt 1, 1.14). En la fe aparece la verdad esencial de quiénes somos, quién es Dios, cómo debemos vivir. Y de esta verdad (la verdad de la fe) la Iglesia se define «columna y apoyo»(1 Tm 3, 15).
En todo caso, es una comunidad abierta, de dimensión universal, que reza por todos los hombres, de cualquier clase y condición, para que lleguen al conocimiento de la verdad: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad», porque «Jesús se ha dado a sí mismo en rescate por todos» (1 Tm 2, 4-6). Por tanto, el sentido de la universalidad, aunque las comunidades sean aún pequeñas, es fuerte y determinante para estas cartas. Además, esta comunidad cristiana «no injuria a nadie» y «muestra una perfecta mansedumbre con todos los hombres» (Tt 3, 2). Este es un primer componente importante de estas cartas: la universalidad y la fe como verdad, como clave de lectura de la Sagrada Escritura, del Antiguo Testamento; así se delinea una unidad de anuncio y de Escritura, y una fe viva abierta a todos y testigo del amor de Dios a todos.
Otro componente típico de estas cartas es su reflexión sobre la estructura ministerial de la Iglesia. Ellas son las que por primera vez presentan la triple subdivisión de obispos, presbíteros y diáconos (cf. 1 Tm 3, 1-13; 4, 13; 2 Tm 1, 6; Tt 1, 5-9). En las cartas pastorales podemos constatar la confluencia de dos estructuras ministeriales distintas y así la constitución de la forma definitiva del ministerio de la Iglesia. En las cartas paulinas de los años centrales de su vida, San Pablo habla de «obispos» (Flp 1, 1), y de «diáconos»: esta es la estructura típica de la Iglesia que se formó en esa época en el mundo pagano. Por tanto, prevalece la figura del apóstol mismo y por eso sólo poco a poco se desarrollan los demás ministerios.
Si, como he dicho, en las Iglesias formadas en el mundo pagano tenemos obispos y diáconos, y no presbíteros, en las Iglesias formadas en el mundo judeo-cristiano los presbíteros son la estructura dominante. En las cartas pastorales, al final las dos estructuras se unen: aparece ahora el «obispo» (cf. 1Tm 3, 2; Tt 1, 7), siempre en singular, acompañado del artículo definido: «el obispo». Y junto al «obispo» encontramos a los presbíteros y los diáconos. También aquí es determinante la figura del apóstol, pero las tres cartas, como ya he dicho, no se dirigen a comunidades, sino a personas: Timoteo y Tito, los cuales por una parte aparecen como obispos, y por otra comienzan a estar en el lugar del Apóstol.
Así se evidencia en los orígenes la realidad que más tarde se llamará «sucesión apostólica». San Pablo dice a Timoteo con un tono muy solemne: «No descuides el carisma que hay en ti y que se te comunicó por intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio de presbíteros» (1Tm 4, 14). Podemos decir que en estas palabras aparece inicialmente también el carácter sacramental del ministerio. Y así tenemos lo esencial de la estructura católica: Escritura y Tradición, Escritura y anuncio, forman un conjunto, pero a esta estructura, por así decir doctrinal, debe añadirse la estructura personal, los sucesores de los Apóstoles, como testigos del anuncio apostólico.
Por último, es importante señalar que en estas cartas la Iglesia se comprende a sí misma en términos muy humanos, en analogía con la casa y la familia. Particularmente en 1 Tm 3, 2-7 se leen instrucciones muy detalladas sobre el obispo, como estas: debe ser «irreprensible, casado una sola vez, sobrio, sensato, educado, hospitalario, apto para enseñar, ni bebedor ni violento, sino moderado, enemigo de pendencias, desprendido del dinero, que gobierne bien su propia casa y mantenga sumisos a sus hijos con toda dignidad; pues si alguno no es capaz de gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia de Dios? Además, (…) es necesario que tenga buena fama entre los de fuera». Conviene notar aquí sobre todo la importante aptitud para la enseñanza (cf. también 1 Tm 5, 17), de la que se encuentran ecos también en otros pasajes (cf. 1 Tm 6, 2; 2 Tm 3, 10; Tt 2, 1), y además una característica personal especial, la de la «paternidad». En efecto, al obispo se lo considera padre de la comunidad cristiana (cf. también 1 Tm 3, 15). Por lo demás, la idea de la Iglesia como «casa de Dios» hunde sus raíces en el Antiguo Testamento (cf. Nm 12, 7) y se encuentra formulada nuevamente en Hb 3, 2.6, mientras en otro lugar se lee que todos los cristianos ya no son extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y familiares de la casa de Dios (cf. Ef 2, 19).
Oremos al Señor y a San Pablo para que también nosotros, como cristianos, nos caractericemos cada vez más, en relación con la sociedad en la que vivimos, como miembros de la «familia de Dios». Y oremos también para que los pastores de la Iglesia tengan sentimientos cada vez más paternos, a la vez tiernos y firmes, en la formación de la casa de Dios, de la comunidad, de la Iglesia.
S.S. Benedicto XVI, Audiencia general, 28 de enero de 2009. Escritura y Tradición. La estructura de la Iglesia