María es madre y modelo de la Iglesia, que acoge en la fe la Palabra divina y se ofrece a Dios como «tierra fecunda» en la que él puede seguir cumpliendo su misterio de salvación. También la Iglesia participa en el misterio de la maternidad divina mediante la predicación, que esparce por el mundo la semilla del Evangelio, y mediante los sacramentos, que comunican a los hombres la gracia y la vida divina.
“La Madre de Dios es la primera bendita y Aquella que lleva la bendición…» (Benedicto XVI)
«La Madre de Dios es la primera bendecida y es ella quien lleva la bendición; es la mujer que ha acogido en ella a Jesús y lo ha dado a luz para toda la familia humana. Como reza la Liturgia: «Y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro» (Prefacio I de Santa María Virgen).»
El Papa Emérito Benedicto XVI en su homilía, el 1 de Enero del Año 2012, citó las palabras de san Pablo: “Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz”
Explicó que se trata de la bendición confiada por Dios a través de Moisés a Aarón y a sus hijos, es un triple augurio pleno de luz que emana de la repetición del nombre de Dios, el Señor y de la imagen de su rostro. El Papa nos recuerdó que para ser bendecidos se necesita estar ante la presencia de Dios, recibir su Nombre y permanecer en el cono de luz que parte de su Rostro, en el espacio iluminado por su mirada que difunde gracia y paz.
TEXTO COMPLETO:
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Solemnidad De Santa María, Madre De Dios
1 de enero de 2012
Queridos hermanos y hermanas
En el primer día del año, la liturgia hace resonar en toda la Iglesia extendida por el mundo la antigua bendición sacerdotal que hemos escuchado en la primera lectura: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Esta bendición fue confiada por Dios, a través de Moisés, a Aarón y a sus hijos, es decir, a los sacerdotes del pueblo de Israel. Es un triple deseo lleno de luz, que brota de la repetición del nombre de Dios, el Señor, y de la imagen de su rostro. En efecto, para ser bendecidos hay que estar en la presencia de Dios, recibir sobre sí su Nombre y permanecer bajo el cono de luz que parte de su rostro, en el espacio iluminado por su mirada, que difunde gracia y paz.
Esta es también la experiencia que han tenido los pastores de Belén, que aparecen de nuevo en el Evangelio de hoy. Han tenido la experiencia de encontrarse en la presencia de Dios, de su bendición, no en la sala de un palacio majestuoso, delante de un gran soberano, sino en un establo, delante de un «niño acostado en el pesebre» (Lc 2,16). Ese niño, precisamente, irradia una luz nueva, que resplandece en la oscuridad de la noche, como podemos ver en tantas pinturas que representan el Nacimiento de Cristo. La bendición, en efecto, viene de él: de su nombre, Jesús, que significa «Dios salva», y de su rostro humano, en el que Dios, el Omnipotente Señor del cielo y de la tierra, ha querido encarnarse, esconder su gloria bajo el velo de nuestra carne, para revelarnos plenamente su bondad (cf. Tt 3,4).
«María es madre y modelo de la Iglesia, que acoge en la fe la Palabra divina y se ofrece a Dios como «tierra fecunda» en la que él puede seguir cumpliendo su misterio de salvación.»
María, la virgen, esposa de José, que Dios ha elegido desde el primer instante de su existencia para ser la madre de su Hijo hecho hombre, ha sido la primera en ser colmada de esta bendición. Ella es, como la saluda santa Isabel, «bendita entre las mujeres» (Lc 1,42). Toda su vida está bajo la luz del Señor, en radio de acción del nombre y el rostro de Dios encarnado en Jesús, el «fruto bendito de su vientre». Así nos la presenta el Evangelio de Lucas: completamente dedicada a conservar y meditar en su corazón todo lo que se refiere a su hijo Jesús (cf. Lc 2,19.51). El misterio de su maternidad divina, que celebramos hoy, contiene de manera sobreabundante aquel don de gracia que toda maternidad humana lleva consigo, de modo que la fecundidad del vientre se ha asociado siempre a la bendición de Dios. La Madre de Dios es la primera bendecida y es ella quien lleva la bendición; es la mujer que ha acogido en ella a Jesús y lo ha dado a luz para toda la familia humana. Como reza la Liturgia: «Y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro» (Prefacio I de Santa María Virgen).
María es madre y modelo de la Iglesia, que acoge en la fe la Palabra divina y se ofrece a Dios como «tierra fecunda» en la que él puede seguir cumpliendo su misterio de salvación. También la Iglesia participa en el misterio de la maternidad divina mediante la predicación, que esparce por el mundo la semilla del Evangelio, y mediante los sacramentos, que comunican a los hombres la gracia y la vida divina. La Iglesia vive de modo particular esta maternidad en el sacramento del Bautismo, cuando engendra los hijos de Dios por el agua y el Espíritu Santo, el cual exclama en cada uno de ellos: «Abbà, Padre» (Ga 4,6). La Iglesia, al igual que María, es mediadora de la bendición de Dios para el mundo: la recibe acogiendo a Jesús y la transmite llevando a Jesús. Él es la misericordia y la paz que el mundo no se puede dar por sí mismo y que es tan necesaria siempre, o más que el pan.
Queridos amigos, la paz, en su sentido más pleno y alto, es la suma y la síntesis de todas las bendiciones. Por eso, cuando dos personas amigas se encuentran se saludan deseándose mutuamente la paz. También la Iglesia, en el primer día del año, invoca de modo especial este bien supremo, y, como la Virgen María, lo hace mostrando a todos a Jesús, ya que, como afirma el apóstol Pablo, «él es nuestra paz» (Ef 2,14), y al mismo tiempo es el «camino» por el que los hombres y los pueblos pueden alcanzar esta meta, a la que todos aspiramos.
… Dios es amor, es justo y pacífico, y quien quiere honrarlo debe sobre todo comportarse como un hijo que sigue el ejemplo del padre. Un salmo afirma: «El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos … El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (Sal 103,6.8). Como Jesús nos ha demostrado con el testimonio de su vida, justicia y misericordia conviven en Dios perfectamente. En Jesús «misericordia y fidelidad» se encuentran, «la justicia y la paz» se besan (cf. Sal 85,11). En estos días la Iglesia celebra el gran misterio de la encarnación: la verdad de Dios ha brotado de la tierra y la justicia mira desde el cielo, la tierra ha dado su fruto (cf. Sal 85,12.13). Dios nos ha hablado en su Hijo Jesús. Escuchemos lo que nos dice Dios: Él «anuncia la paz» (Sal 85,9). La Virgen María hoy nos lo indica, nos muestra el camino: ¡Sigámosla! Y tú, Madre Santa de Dios, acompáñanos con tu protección. Amén.