Indefenso Niño que vence las potencias del mundo
Benedicto XVI: la Navidad del Señor, que celebraremos dentro de poco, nos invita a vivir la misma humildad y obediencia de la fe de María.
Porque la gloria de Dios no se manifiesta en el triunfo y en el poder de un rey, no resplandece en una ciudad famosa o en un suntuoso palacio, sino que pone su morada en el seno de una virgen y se revela en la pobreza de un niño. La omnipotencia de Dios, también en nuestra vida, actúa con la fuerza, con frecuencia silenciosa, de la verdad y del amor. La fe nos dice, entonces, que el indefenso poder de aquel Niño, al final vence el rumor de las potencias del mundo.
Al resumir estos conceptos en nuestro idioma, el Papa dijo:
Queridos hermanos:
En nuestro camino del Adviento, nos detenemos a considerar la fe de María, a la luz del misterio de la anunciación. El ángel invita a la Virgen a alegrarse llamándola la “llena de gracia”. La fuente de la alegría de María es la gracia, la comunión con Dios. Ella es la criatura que, mediante su actitud de escucha de la palabra y su obediencia de la fe, ha abierto de modo único las puertas a su Creador. Como Abrahán, también María se fía plenamente de la divina palabra, convirtiéndose en modelo y madre de todos los creyentes. Pero, al igual que el Patriarca, la fe de la Virgen Santísima incluye un elemento de oscuridad. Ella debe renovar continuamente el “sí” dado en la anunciación, su sí a la voluntad de Dios hasta el momento de la cruz. Esta fe firme de María ha sido posible por su actitud constante de diálogo íntimo con la palabra de Dios, por su humildad profunda y obediente que acepta incluso lo que no comprende de la acción de Dios, dejando que sea Él quien le abra la mente y el corazón.
Traducción completa del texto de la catequesis del Papa en italiano
Queridos hermanos y hermanas:
en el camino del Adviento, la Virgen María ocupa un lugar especial, como aquella que de forma única ha esperado el cumplimiento de las promesas de Dios, recibiendo en la fe y en la carne a Jesús, el Hijo de Dios, en obediencia total a la voluntad divina. Hoy quisiera hacer una breve reflexión sobre la fe de María, a partir del gran misterio de la Anunciación.
«Chaire kecharitomene, me Kyrios meta sou», «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28). Éstas son las palabras – como narra el Evangelista Lucas – con las que el arcángel Gabriel se dirige a María. A primera vista la palabra Chaire, “alégrate”, parece un saludo normal en la costumbre griega, pero esta palabra, cuando se lee en el contexto de la tradición bíblica, adquiere un significado mucho más profundo. Este mismo término está presente cuatro veces en la versión griega del Antiguo Testamento y siempre como un anuncio de alegría por la venida del Mesías (cfr. Sofonías 3,14; Joel 2,21; Zacarías 9:9; Lam 4,21).
«El saludo del ángel a María es, por lo tanto, una invitación a la alegría, a una alegría profunda, anuncia el fin de la tristeza que hay en el mundo ante el límite de la vida, el sufrimiento, la muerte, la maldad, la oscuridad del mal que parece oscurecer la luz de la bondad divina. Es un saludo que marca el comienzo del Evangelio, la Buena Nueva. Pero ¿por qué María es invitada a alegrarse de esta manera? La respuesta está en la segunda parte del saludo: «El Señor está contigo.» Aquí, también, con el fin de comprender el significado de la expresión debemos recurrir al Antiguo Testamento. En el libro de Sofonías, encontramos esta expresión «¡Grita de alegría, hija de Sión! … El Rey de Israel, el Señor, está en medio de ti…¡El Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un salvador poderoso» (3, 14-17). En estas palabras hay una doble promesa hecha a Israel, a la hija de Sión: Dios vendrá como salvador y habitará en medio de su pueblo, en el vientre de la hija de Sión. En el diálogo entre el ángel y María se realiza exactamente esta promesa: se identifica a María con el pueblo elegido por Dios, es verdaderamente la hija de Sión en persona, en ella se cumple la espera de la venida definitiva de Dios, en ella coloca su morada el Dios vivo.
En el saludo del ángel, María es llamada «llena de gracia»; en griego la palabra «gracia» charis, tiene la misma raíz lingüística de la palabra «alegría». También en esta expresión, se aclara aún más la fuente de la alegría de María: la alegría proviene de la gracia, es decir, proviene de la comunión con Dios, por tener una relación tan vital con Él, por ser morada del Espíritu Santo, totalmente plasmada por la acción de Dios. María es la criatura que de una manera única que ha abierto de par en par la puerta a su Creador, se ha puesto en sus manos, sin límites. Ella vive totalmente ‘de’ la y ‘en’ la relación con el Señor; está en actitud de escucha, atenta a percibir los signos de Dios en el camino de su pueblo; está insertada en una historia de fe y de esperanza en las promesas de Dios, que constituye el tejido de su existencia. Y se somete libremente a la palabra recibida, la voluntad divina en la obediencia de la fe.
El Evangelista Lucas narra la vivencia de María a través de un paralelismo con la de Abraham. Así como el gran Patriarca es el padre de los creyentes, que respondió al llamado de Dios a dejar la tierra en que vivía y sus seguridades, para iniciar el camino hacia una tierra desconocida y que poseía sólo en la promesa divina, también María se entrega con la plena confianza a la palabra, que le anuncia el mensajero de Dios y se vuelve modelo y madre de todos los creyentes.
Me gustaría hacer hincapié en otro aspecto importante: la apertura del alma a Dios y a su acción en la fe incluye también el elemento de la oscuridad. La relación entre el ser humano y Dios no borra la distancia entre el Creador y la criatura, no elimina lo que el Apóstol Pablo dice ante la profundidad de la sabiduría de Dios, «¡Qué insondables son sus designios y qué incomprensibles sus caminos! » (Rm 11, 33). Pero, precisamente aquel que – al igual que María – está abierto de forma total a Dios, llega a aceptar la voluntad de Dios, aunque sea un misterio, a pesar de que a menudo no corresponda a su propia voluntad y es una espada que atraviesa el alma, como proféticamente le dice el viejo Simeón a María, en el momento en que Jesús es presentado en el Templo (cfr. Lc 2:35).
El camino de fe de Abraham comprende el momento de la alegría por el don de su hijo Isaac, pero también el momento de oscuridad, cuando tiene que ir al monte Moriah para cumplir un gesto paradójico: Dios le pide que sacrifique a su hijo, que acaba de darle . En la montaña, el ángel le ordena: «No pongas tu mano sobre el muchacho ni le hagas ningún daño. Ahora sé que temes a Dios, porque no me has negado ni siquiera a tu hijo único». (Génesis 22:12); la plena confianza en Dios de Abraham fiel a las promesas existe incluso cuando su palabra es misteriosa y difícil, casi imposible de comprender. Lo mismo sucede con María, su fe vive la alegría de la Anunciación, pero también pasa a través de la oscuridad de la crucifixión del Hijo, para poder llegar hasta la luz de la Resurrección.
No es diferente para el camino de fe de cada uno de nosotros: encuentra momentos de luz, pero también pasajes en los que Dios parece ausente, su silencio pesa en nuestro corazón y su voluntad no se corresponde con la nuestra, con lo que quisiéramos. Pero cuanto más nos abrimos a Dios, más acogemos el don de la fe, ponemos por completo en Él nuestra confianza – como Abraham y como María – más Él nos hace capaces con su presencia, para vivir cada situación de la vida en paz y en la certeza de su lealtad y su amor. Pero esto significa salir de sí mismos, de nuestros propios proyectos, para que la Palabra de Dios sea la lámpara que guíe nuestros pensamientos y nuestras acciones.
Quisiera volver a centrarme en un aspecto que surge de las historias sobre la infancia de Jesús narradas por San Lucas. María y José traen a su hijo a Jerusalén, al Templo, para presentarlo y consagrarlo al Señor como prescribe la ley de Moisés: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor» (Lc 2:22-24). Este gesto de la Sagrada Familia de Nazaret adquiere un sentido aún más profundo si lo leemos a la luz de la ciencia evangélica de Jesús de doce años que, después de tres días de búsqueda, se encuentra en el Templo discutiendo entre los maestros. A las palabras llenas de preocupación de María y José:: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados» corresponde el misterio de la respuesta de Jesús: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?». (Lc 2,48-49). María debe renovar la fe profunda con la que dijo «sí» en la Anunciación; debe aceptar que el verdadero y propio Padre de Jesús tiene precedencia; debe dejar libre a aquel Hijo que ha creado para que siga con su misión. Y el «sí» de María a la voluntad de Dios, en la obediencia de la fe, se repite a lo largo de su vida, hasta el momento más difícil, el de la Cruz.
Frente a todo esto, podemos preguntarnos: ¿cómo ha podido vivir María este camino junto a su Hijo con una fe tan fuerte, incluso en la oscuridad, sin perder la confianza plena en Dios? Hay una actitud de fondo que María asume frente a lo que está sucediendo en su vida. En la Anunciación, ella permanece turbada al oír las palabras del ángel – es el temor que siente un hombre cuando es tocado por la cercanía de Dios -, pero no es la actitud de los que tienen miedo delante de lo que Dios puede pedir. María reflexiona, se interroga sobre el significado de este saludo (cf. Lc 1:29). La palabra griega que se usa en el Evangelio de definir esta «reflexión», «dielogizeto» se refiere a la raíz de la palabra «diálogo». Esto significa que María entra en diálogo íntimo con la Palabra de Dios que le ha sido anunciada, no la considera superficialmente, sino que la sopesa, la deja penetrar en su mente y en su corazón para entender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del anuncio. Otro indicio del comportamiento interior de María frente a la acción de Dios lo encontramos, siempre en el Evangelio de San Lucas, en el momento del nacimiento de Jesús, después de la adoración de los pastores. Se dice que María » María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón » (Lc 2:19)… podríamos decir que Ella «tenía unidos», «ponía juntos» en su corazón todos los acontecimientos que le estaban ocurriendo; colocaba cada elemento, cada palabra, cada hecho en el conjunto y lo comparaba, lo conservaba, reconociendo que todo viene de la voluntad de Dios. María no se detiene en una primera comprensión superficial de lo que está sucediendo en su vida, sino que sabe mirar en profundidad, se deja interpelar por los acontecimientos, los procesa, hace discernimiento de ellos, y adquiere aquella comprensión que sólo la fe puede proporcionar. Es la humildad profunda de la fe obediente de María, que acoge dentro de sí mismo incluso aquello que no comprende de la acción de Dios, dejando que sea Dios quien abra su mente y su corazón. » Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor». (Lc 1:45), exclama su pariente Isabel. Y es por su fe que todas las generaciones la llamarán bienaventurada.
Queridos amigos, la solemnidad de la Natividad del Señor, que pronto celebraremos, nos invita a vivir esta misma humildad y la obediencia de fe. La gloria de Dios no se manifiesta en el triunfo y el poder de un rey, no resplandece en una ciudad famosa, en un palacio suntuoso, sino que toma morada en el vientre de una virgen, se revela en la pobreza de un niño. La omnipotencia de Dios, también en nuestra vida, actúa con la fuerza, a menudo silenciosa, de la verdad y del amor. La fe nos dice, pues, que el poder inerme de aquel Niño, al final vence al fragor de los poderes del mundo.
(traducción de Cecilia de Malak y Eduardo Rubió. RV)