Novena Navidad Sexto Día
¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?
+Santo Evangelio
Evangelio según San Lucas 1,39-45.
María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor».
+Meditación
Santa Teresa del Niño Jesús, Poesía «Porqué te amo, María»
Te amo cuando proclamas que eres la sierva del Señor,
del Señor a quien tú con tu humildad cautivas. (Lc 1,38)
Esta es la gran virtud que te hace omnipotente
y a tu corazón lleva la Santa Trinidad.
Entonces el Espíritu, Espíritu de amor, te cubre con su sombra, (Lc 1,35)
y el Hijo, igual al Padre, se encarna en ti…
¡Muchos habrán de ser sus hermanos pecadores
para que se le llame: Jesús, tu primogénito! (Lc 2,7)
María, tú lo sabes: como tú, no obstante ser pequeña,
poseo y tengo en mí al todopoderoso.
Mas no me asuste mi gran debilidad,
pues todos los tesoros de la madre son también de la hija,
y yo soy hija tuya, Madre mía querida.
¿Acaso no son mías tus virtudes y tu amor también mío?
Así, cuando la pura y blanca Hostia baja a mi corazón,
tu Cordero, Jesús, sueña estar reposando en ti misma, María.
Tú me haces comprender, que no me es imposible
caminar tras tus huellas, ¡oh Reina de los santos!.
Nos hiciste visible el estrecho camino que va al cielo
con la constante práctica de virtudes humildes.
Imitándote a ti, permanecer pequeña es mi deseo,
veo cuán vanas son las riquezas terrenas.
Al verte ir presurosa a tu prima Isabel,
de ti aprendo, María, a practicar la caridad ardiente.
En casa de Isabel escucho, de rodillas,
el cántico sagrado, ¡oh Reina de los ángeles!,
que de tu corazón brota exaltado (Lc 1,46s)
Me enseñas a cantar los loores divinos,
a gloriarme en Jesús, mi Salvador.
Tus palabras de amor son las místicas rosas
que envolverán en su perfume vivo a los siglos futuros.
En ti el Omnipotente obró sus maravillas,
yo quiero meditarlas y bendecir a Dios.
MEDITACIONES DE SAN ALFONSO MARIA DE LIGORIO
He venido a ser como hombre sin socorro, libre entre los muertos. Sal. 87, 5
Factus sum sicut sine adjutorio, inter mortuos liber.
Considera la vida penosa que tuvo Jesucristo en el seno de su madre, por la prisión tan larga, estrecha y oscura que allí padeció por nueve meses. Es verdad que los otros niños están en el mismo estado; más ellos no sienten las incomodidades, porque nos las conocen.
Pero Jesús las conocía bien, porque desde el primer instante de su vida tuvo perfecto uso de razón. Tiene sentidos, y no podía servirse de ellos; tenía ojos, y no podía ver, tenía lengua y no podía hablar; manos, y no las podía extender; pies, y no podía andar; así que por nueve meses hubo de estar encerrado como en un sepulcro. He venido a ser, nos dice él mismo David, como hombre sin socorro, libre entre los muertos. El era libre, porque voluntariamente se había hecho prisionero de amor en aquella cárcel; pero el amor le privaba el uso de la libertad, y allí le tenía estrechado con cadenas que no le permitían moverse.
¡Oh grande paciencia del Salvador! Exclama san Ambrosio, pensando en las penas de Jesucristo mientras estaba en el seno de María. Fue para el Redentor el vientre de María cárcel voluntaria, porque fue prisión de amor; más por otra parte no fue injusta.
Era a la verdad inocente, pero se había ya ofrecido a pagar nuestras deudas, y a satisfacer por nuestros delitos. Con razón, pues, la divina justicia lo tiene de tal manera encarcelada, comenzando con esta pena a exigir del mismo la merecida satisfacción.
Mira a que se reduce un Hijo de Dios por amor de los hombres; se priva de su libertad, y se pone en cadenas, para librarnos de las del infierno.
Mucho, pues, merece ser reconocida con gratitud y con amor la gracia de nuestro libertador y fiador, quien, no por obligación sí solo por afecto se ha ofrecido a pagar, y ha pagado por nosotros los débitos y las penas, dando por ellas su vida divina.
No olvides, dice el Eclesiástico, el favor del que te salió por fiador, porque puso su alma por ti Eccli. 29, 15
Afectos y súplicas.
Si, Jesús mío, tiene razón el escritor sagrado de advertirme que no me olvide de la inmensa gracia que Vos me habéis querido satisfacer por mis pecados con vuestras penas y con vuestra muerte.
Mas, después de esto, yo me he olvidado de tan grande gracia y de vuestro amor: he tenido atrevimiento de volveros las espaldas, como si no fueses mi Señor, y aquel Señor que tanto me ha amado. Pero si hasta aquí me he olvidado, no quiero, Redentor mío, olvidarme más. Vuestras penas y vuestra muerte serán mi continuo pensamiento; y estas me recordarán siempre el amor que me habéis tenido. Maldigo aquellos días en los cuales, olvidado yo de lo que padecisteis por mí, abusé tan malamente de mi libertad.
Vos me la habíais dado para amaros, y me serví de ella para despreciaros.
Pero hoy la consagro a Vos. Libradme, pues, Señor mío, de la desgracia de verme separado otra vez de Vos, y hecho de nuevo esclavo de Lucifer. Ea, encadenad a vuestros pies esta mi pobre alma con vuestro santo amor, a fin de que no se separe jamás de Vos.
Padre Eterno, por la prisión de Jesús en el vientre de María, libradme de las cadenas del pecado y del infierno.
Y Vos, Madre de Dios, socorredme. Vos tenéis dentro de vuestro seno aprisionado y estrechado con Vos al Hijo de Dios.
Ya, pues, que Jesús es vuestro prisionero, él hará cuanto le digáis. Decidle que me perdone; decidle que me haga santo. Ayudadme, Madre mía, por aquella gracia y honor que os hizo Jesucristo de habitar por nueve meses en vuestro interior.
+Catecismo
El nombre de la virgen era María…
«Dios envió a su Hijo» (Ga 4, 4), pero para «formarle un cuerpo» (cf. Hb 10, 5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a «una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María» (Lc 1, 26-27):
«El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida» (LG 56; cf. 61).
A lo largo de toda la Antigua Alianza, la misión de María fue preparada por la misión de algunas santas mujeres. Al principio de todo está Eva: a pesar de su desobediencia, recibe la promesa de una descendencia que será vencedora del Maligno (cf. Gn 3, 15) y la de ser la madre de todos los vivientes (cf. Gn 3, 20). En virtud de esta promesa, Sara concibe un hijo a pesar de su edad avanzada (cf. Gn 18, 10-14; 21,1-2). Contra toda expectativa humana, Dios escoge lo que era tenido por impotente y débil (cf. 1 Co 1, 27) para mostrar la fidelidad a su promesa: Ana, la madre de Samuel (cf. 1 S 1), Débora, Rut, Judit, y Ester, y muchas otras mujeres. María «sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de él con confianza la salvación y la acogen. Finalmente, con ella, excelsa Hija de Sión, después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación» (LG 55).
Para ser la Madre del Salvador, María fue «dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante» (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como «llena de gracia» (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios.
A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María «llena de gracia» por Dios (Lc 1, 28) había sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX:
«… la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano (Pío IX, Bula Ineffabilis Deus: DS, 2803).
(CEC 488-491)