La discreción y el secreto
¿Se puede usar lo que te confían? La verdadera motivación para ganar la confianza del prójimo. «Al que indaga de manera indiscreta no se le debería siquiera responder».
Ganarse la confianza de las personas para usar estratégicamente o en provecho conveniente y personal lo que se conoce por vías de esa confianza es ilícito y aberrante. Una persona expropiada de la intimidad está expuesta a todo tipo de violación y de afrenta.
I. Entre tradición y actualidad
A1 hablar de secreto, se intenta hacer referencia en general al compromiso moral de no manifestar a nadie hechos o situaciones ocultos que presentan características tales que exigen no ser divulgadas, o bien noticias conocidas o recibidas por vía confidencial. Se trata de un tema tradicionalmente considerado por la teología moral, cuya doctrina queremos resumir sucintamente antes de recordar los problemas y las complicaciones que le plantean hoy a esta materia las temáticas actuales de la /comunicación y de la /información.
1. DOCTRINA TRADICIONAL. Se trata de distinciones y principios ya clásicos en la tradición de la teología moral católica, a la que es preciso hacer referencia aunque sea para una relectura que permita respuestas más adecuadas a los interrogantes éticos de nuestro tiempo.
a) Distinciones clásicas. Prácticamente todos los autores de teología moral refieren algunas especificaciones del secreto. Natural: aquel secreto cuya revelación está prohibida por la naturaleza misma de la cosa que es conocida (sentimientos, afectos, defectos ocultos, etc.); prometido, cuando nos hemos obligado con promesa a no revelar una confidencia; coceado, cuando se ha sabido una noticia previo acuerdo, explícito o implícito, de no revelarla; lo cual puede ocurrir por diversos títulos: de simple confidencia (p.ej., para recibir consuelo), de amistad (p.ej., para obtener una opinión útil de alguien competente), basada en la profesión ejercida (secreto profesional). Un puesto aparte ocupa el secreto sacramental, el vinculado a la confesión, por ser Dios mismo destinatario de las confidencias del penitente.
b) Fundamentos y obligatoriedad. La obligación del secreto la derivan los autores de la dignidad de la persona humana, que no puede ser atacada en su fundamento, a saber: la intimidad, la verdad interior. También se recuerda el principio del bien común (Pío XII), que debe garantizar la exigencia «de que los individuos puedan confiar a expertos o amigos las situaciones escabrosas… Sin esta posibilidad, la personalidad del individuo no tendría la facultad de desarrollarse y de perfeccionarse» (Taliercio). La medida de la obligación la indican los teólogos según el tipo del secreto y el peso del hecho o de la noticia sobre los que hay que ejercer el deber de la reserva. Por eso, si se trata de un secreto natural, la obligación es de justicia (tutela y respeto de la dignidad de las personas, con el deber de una eventual reparación) y de caridad, por la que no se ha de hacer a otro lo que no se quiere para sí; la gravedad depende luego de la importancia de la cosa manifestada. En el caso del secreto prometido, la fuerza obligatoria se deriva de la naturaleza de la promesa, y habría que ver por la intención del que ha prometido mantener el secreto si se trata de justicia estricta o sólo de fidelidad, presumiendo la segunda hipótesis cuando no parece claro que se trata de justicia; además sería obligación leve o grave también según la importancia del objeto del secreto. Finalmente, en el caso del secreto confiado, especialmente profesional, el fundamento de la obligatoriedad habría que verlo en el deber de caridad, pero sobre todo de justicia; de ahí se seguiría, pues, claramente el carácter de voluntad contractual y, consiguientemente, la infracción contra la justicia conmutativa, con obligación rigurosa de reparación. La obligación de mantener el secreto cesaría, según los teólogos, si el interesado permite su manifestación, si la materia deja de ser secreta o si un motivo adecuado justifica su revelación: para evitar un inconveniente proporcionalmente grave, un grave daño al bien común, a un tercero inocente o a la misma persona a la que se ha confiado el secreto. Es siempre inviolable el sigilo sacramental (cáns. 983 y 984 del CIC) bajo pena de excomunión reservada a la Sede Apostólica (can. 1388); ello incapacita al confesor para testimoniar en los procesos, aunque se lo pida el penitente (can. 1550, § 2, 2.°). El CIC no hace en esto más que conservar la legislación precedente.
c) Algunos límites. Hay que notar que esta doctrina tradicional, en lo que se refiere a las motivaciones, insiste en la justicia, subrayando, por ejemplo, en el caso del secreto profesional, más el aspecto de la conmutabilidad que el de la socialidad; insiste, además, también en la caridad, pero considerada como deber particular más que como raíz ontológica de toda valencia ética, al menos desde la perspectiva cristiana. Hay que notar asimismo lo difícil que es abarcar en la rejilla de tal doctrina la consideración de las nuevas cuestiones que vemos surgir con gran evidencia de las situaciones de nuestra sociedad de dimensiones planetarias y de gran desarrollo técnico. Por eso resulta importante puntualizar cuáles son las nuevas problemáticas sobre las que nuestro tiempo nos invita a reflexionar, y por consiguiente a intentar, partiendo de la palabra de Dios, una reflexión sobre la materia.
2. QUÉ COMUNICACIÓN. Es bastante fácil, en efecto, darse cuenta de que la condición social actual está llena de acentos nuevos contradictorios. Por un lado, las relaciones informativas a nivel mundial hacen posibles intercambios inconcebibles hasta hace poco; por otro, situaciones estructurales de restricción de la información misma llevan a drásticas limitaciones en la transmisión de la verdad. Además, por una parte, el sofisticado crecimiento tecnológico en el ámbito de los medios de comunicación [l Informática] hace posibles las intromisiones más osadas en el fondo de cualquier realidad, social o personal; por otra, se va imponiendo el inquietante interrogante de hasta dónde lo que pertenece a la esfera personal se ha de excluir total y rígidamente de la esfera de lo social, puesto que público y privado, individual y comunitario, son términos que interactúan en muchos aspectos basándose en los principios de bien común y de solidaridad.
a) Nuevas cuestiones. En este cuadro la ética se ve obligada a hacer frente a una serie de nuevas cuestiones, que están lejos de ser fáciles y que se configuran precisamente en la contradictoriedad. Ante todo, ¿qué confines hay que señalar al uso de «medios técnica y psicológicamente nuevos y difundidos de interceptación o extorsión, como el narcoanálisis, la psicoterapia, los mass media, la información, los tests, la publicidad, la candid camera, cuya ambivalencia de uso tiene por contrapartida negativa la violación de la intimidad»? (Cozzoli). Y lo mismo dígase de los sofisticados dispositivos de vigilancia óptica y acústica, del registro fotográfico y cinematográfico, del uso de los rayos infrarrojos. ¿Cómo tener garantías respecto a la ambivalencia de la computadora, que puede registrarlo todo, incluso los actos cotidianos más minuciosos de una persona, constituyendo así la base de archivos electrónicos casi omniscientes y el elemento sustentador de los sistemas tecnodomésticos que, combinando e integrando teléfono, televisión y elaborador, aumentan los peligros de interceptación y de abusos relacionados con el uso de las informaciones?
¿Qué espacio de legitimidad puede tener, además, la carrera al sensacionalismo, presentado a menudo como servicio a la moral social, y que no vacila en violar cualquier intimidad haciendo a menudo del escándalo un arma política para suscitar contraposiciones entre partes adversarias? Además, ¿cuándo el concepto del bien común y/ o el principio de solidaridad dan el derecho de pasar por encima de los derechos personales para informar sobre cuanto puede revestir importancia decisiva para la colectividad? ¿Cuál puede ser, en particular, el ámbito de legitimidad de ciertos secretos, visto «cuanto en nombre de la seguridad nacional, del secreto militar, del secreto bancario, se viene consumando en contraposición con los derechos sacrosantos de la persona y de los pueblos, condenándolos a nuevas formas de colonialismo y cautiverio, además de al analfabetismo, la desnutrición y el hambre mundial»? (Mattai). Y también, ¿qué determinaciones debe tener el secreto médico, ya sea en lo que concierne al aspecto de la comunicación de la verdad al enfermo, ya en lo que respecta a los ámbitos de socialidad ligados a la profesión sanitaria, como la certificación respecto a prácticas de seguridad o de asistencia o también a garantía de prevención a propósito de ciertas enfermedades (cf la serie de interrogantes formulados por el SIDA, sin excluir el de la obligatoriedad o no de visitas prematrimoniales)?
b) «Privacy» y bien común. Es claro que el centro del problema, dentro de la variación de tantas preguntas diversas, es uno solo: ¿cómo garantizar la esencia de la persona entendida como realidad autónoma, y por tanto inviolable en lo íntimo de su ser y de sus pensamientos, «dado que su vida privada (privacy) debe preservarse no como aislamiento, sino como intimidad que lleva a la comuniónT (De Oliveira). A este propósito parece de particular eficacia la expresión usada por el CIC en el canon 220: «A nadie le es licito lesionar ilegítimamente la buena fama de que alguien goza, o violar el derecho de cada persona a proteger su intimidad». En este texto está claro que la afirmación de la privacy personal no es tan categórica que constituya algo absoluto. «No es lícito lesionar ilegítimamente» significa remitir al problema de la relación individuosociedad, admitiendo que si no existe libertad sin intimidad respetada, tampoco puede haber comunidad en la que se realicen las personas sin un cierto límite de la absoluta privaticidad. Pues es claro que una persona expropiada de la intimidad está expuesta a todo tipo de violación y de afrenta. Pero la garantía de la propia profundidad no se ordena al privatismo cerrado, sino a una apertura que constituya una garantía para la realización lo más plena posible de cada uno. Pero esto quizá le pida al individuo un concurso solidario que puede y debe admitir algún sacrificio de su individualidad cuando se trata, por ejemplo, de «informar sobre cuanto reviste importancia decisiva para la colectividad» (Piana). Luego no es posible limitarse a esquematizar, sino que, en un recorrido que no elude el tratamiento tradicional, hay que remontarse a las raíces de la reflexión antropológica y ético-cristiana para intentar suscitar comprensiones más adecuadas y orientaciones que respeten la complejidad del problema central, que a la vez requiere garantías de intimidad y verdad autónomas y personales en las intercomunicaciones incluso a nivel mundial.
II. Para una nueva reflexión
Parece indispensable ensanchar la óptica en la consideración global de la obligación del secreto partiendo de una lectura bíblica que restituya criterios renovados para una valoración teológica de la materia.
1. DESDE LA RADICALIDAD EVANGÉLICA. Se trata de captar en la revelación como el núcleo ontológico desde el cual argumentar luego con orientaciones específicas.
a) Partícipes del misterio insondable de Dios. Se puede entonces advertir la referencia a la misma «inefabilidad» de Dios, que hizo al hombre «a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1,26). Inefabilidad que guarda el secreto mismo de Dios, ya que Pablo, «arrebatado al paraíso, oyó palabras inefables que el hombre no puede expresar» (2Cor 12,4), igual que son indecibles todas las experiencias que de algún modo participan de la realidad de Dios (cf Rom 8,26; IPe 1,8), de modo que, dice Pablo, «hablamos de una experiencía de Dios misteriosa, oculta» (l Cor 2,7), ya que en el «misterio de Dios se encuentran ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Co12,3). Y en esta categoría de la inefabilidad divina hay que leer también el misterio de cada persona, puesto que «nuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3). Con Cristo, que es la referencia más directa. Jesús, que «va» hacia el pueblo (Me 1,14.21; 2,1.13) y «sale» para ir a él (Me 1,38; 2,13), indicando un movimiento como de entrada y de salida en el misterio de una presencia indecible con el que parece volver a entrar en la soledad (Me 3,7; 4,35). Sin hablar de su expresarse en parábolas, que, desvelando la enseñanza de Dios, tiende también al mismo tiempo a ocultar a la multitud una enseñanza misteriosa, cuyo significado es revelado sólo a los íntimos (Me 4,10-12.34), «porque a vosotros os es dado comprender los misterios del reino de los cielos, pero a ellos no» (Mt 13,1 l). Y sin hablar también del silencio impuesto a los testigos de sus milagros (Me 1,43; 5,43; 8,26) o a quienes han entrevisto algo del misterio de su persona (Me 1,24.25.34; 3,11.12; 8,30; 9,9). Un misterio sólo comunicable al que está pronto a seguir por entero a Jesús (Me 8,34) en su autenticidad de Hijo de Dios, revelado en el misterio de la muerte y resurrección (Me 9,9). Por eso afirma Jesús: «Muchas cosas tengo que deciros todavía, pero ahora no estáis capacitados para entenderlas» (Jn 16,12), por lo que coherentemente recomienda a los suyos que hagan lo mismo: «No deis lo santo a los perros ni echéis vuestras perlas a los puercos» (Mt 7,6). Así, introducida en el misterio de Dios en Cristo, como él, toda persona confía en la comunicación algo de su misterio, que exige ser acogido con respeto y sin dispersión profanadora.
b) Una convivalidad comunicante. En sustancia, pues, se trata de custodiar la propia identidad, la propia intimidad para garantizar de algún modo la realidad de Dios y de su proyecto. Toda comunicación debe revelar la autenticidad de «quien se esfuerza con humildad y con perseverancia por penetrar en los secretos de la realidad»; «aun sin saberlo, está llevado como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser» (GS 36). En sustancia, la verdad misteriosa respetada en cada uno es la actualización concreta de aquella agape, de aquella convivalidad radical que, además de ser la sustancia trinitaria de Dios, es la raíz de nuestra relación con él (cf Gál 4,4-5; Rom 8,39), con nosotros mismos, con los demás (Mt 25,40; He 9,5; ICor 12,3114,1) y con todas las cosas (Rom 8,19ss). Una situación radical de misterio, de comunicación misteriosa, que es y debe ser el punto de partida para una comunicación sincera y caritativa.
2. NUEVA CONCIENCIA DE COMUNICACIÓN. De esto, como bien puede comprenderse, nace la exigencia de una nueva conciencia, mucho más interior incluso en lo que se refiere a motivaciones e importancia del deber de respetar el secreto, a saber: el deber de acoger el misterio sustancial, de tantos modos la divina inefabilidad de toda persona, que es a la vez expresión de verdad y término de comunicación amorosa, con referencia no a una situación emotiva o sentimental cualquiera, sino a una implantación radical en la agape de Dios,
a) Realizar la verdad en el amor. «El respeto a la fuente divina de la verdad nos hace cautos al revelar la verdad cuando el destinatario no está dispuesto a recibirla como se debe o cuando no estamos en condiciones de acompañarla con un testimonio significativo. La comunicación con la verdad tiene como fin verdadero y propio que sea aceptada la verdad misma y reciba una respuesta» (Háring). Por eso es oportuno que la comunicación esté garantizada por la discreción (cf Mt 6,6), también para que cada uno pesque en lo profundo de sí mismo, en la garantía de la paz, en el itinerario de un crecimiento progresivo. Por tanto, un verdadero amor de sí y del prójimo en el secreto y en la discreción, ámbito indispensable para reconstruir nuevas relaciones sociales (también económicas, políticas y militares) fundadas más en la confianza, y por tanto en la ternura que acoge, que en la desconfianza, y por tanto en el choque que contrapone.
b) Libertad y solidaridad. Por consiguiente, un fundamento más sólido del deber del secreto: como ejercicio de reciprocidad fecunda antes que convivencia apenas salvaguardada de algún modo. Por eso hay que captar la justicia que exige el secreto y la reserva en su significado bíblico de fidelidad a aquella alianza que regula las relaciones basándose en la «pansacralidad primitiva» (G. von Rad) que recuerda a Dios, artífice y prototipo a la vez. Y, por tanto, fidelidad a sí mismo y a los demás como fidelidad a Dios antes que respeto de un pacto por el que se configuran las modalidades jurídicas de la llamada justicia conmutativa y de la misma justicia social. De ese modo resulta valorizada la radicalidad ontológica primero y más que la institucionalidad jurídica. Así también la caridad, que es postulada como fundamento del deber del secreto más que como una orden que llega de fuera, es la exigencia ontológica de la convivalidad de la agape, que simultáneamente garantiza libertad e intercomunicación vital y consistente en la verdad íntima de toda persona y de toda cosa.
III. Orientaciones operativas
Es claro que las solicitaciones que llegan de la palabra de Dios se concretizan en una actitud de conciencia antes que en actos particulares. Una actitud respecto a la verdad y a la comunicación que ha de entenderse sustancialmente como «búsqueda y conquista de significado para la existencia, como apertura y conformidad con la realidad de las cosas y de las situaciones del mundo, como reconocimiento del otro y búsqueda de reciprocidad» (De Oliveira), horizonte que conduce a la exclusión de toda indebida injerencia de fuerza e intromisión que afecte u ofusque el misterio de ese horizonte vital.
1. QUÉ SECRETO. Está claro que en este punto hay que recuperar todo el contenido de la doctrina tradicional, que si acaso adquiere motivaciones más profundas aún por cuanto se ha venido diciendo, quizá subrayando la gravedad de la materia en sí misma.
a) Derecho y deber. La discreción y el secreto, en efecto, han de verse como una dimensión radical en la búsqueda de la verdad y en la comunicación, de modo que no podrá derogarse fácilmente ese derecho y deber de toda persona y de la sociedad. En cualquier caso, se ha de mirar en la formación de las conciencias a construir antes de nada un clima de veracidad, «que ha de entenderse como actitud de fondo, a la que se oponen nerviosismo, desfachatez, la indiscreción en preguntar, el deseo de sensaciones o la simple curiosidad» (Premm-B¿icklinger). Por su parte, en particular, la sociedad deberá situarse como sujeto primero para garantizar junto a la información más amplia que sustraiga al peligro de subversiones, atentados, conjuras, etc- el respeto de la privacy. Por tanto, nunca será lícita la corrupción, la delación, el uso arbitrario de viejas y nuevas tecnologías de información, aunque sea para ejercitar la justa vigilancia en beneficio del orden y de la paz. No será lícito, en nombre de la libertad de comunicación, la circulación de informaciones pornográficas y la delación o denigración escandalosa. Cualquier ámbito de la pública comunicación e información deberá encuadrarse en intervenciones legislativas que, sin ser censoras, habrán de responder a los criterios éticos.
b) Situaciones de conflicto. En lo que respecta al uso del secreto y la reserva en las relaciones interpersonales, son claras diversas deducciones concretas. No está justificado indagar la vida ajena, ni siquiera por curiosidad. Es incorrecto escuchar y registrar conversaciones de otros o leer cartas ajenas, a no ser para defensa propia; pero siempre con medios honorables y evitando daños desproporcionados. Ya se ha hablado de la cesación de la obligación del secreto según la doctrina tradicional, por lo que está claro que los padres tienen derecho a saber la verdad sobre sus hijos mientras no son autosuficientes; un cónyuge debe saber del otro más que una persona extraña; lo mismo un superior; además, entre amigos y entre personas leales, las relaciones son más exclusivas que con los otros. Pero subsiste el hecho de que a menudo se pueden verificar situaciones de conflicto no muy claras en sí. «El bien del mismo que confía el secreto, el bien del receptor, el bien de otros y el bien de la comunidad pueden exigir, cuando sean suficientemente graves, la violación del secreto. Pero se necesita una gravedad particular, también porque la violación de un secreto, especialmente el profesional, es siempre un grave daño a la fiabilidad de la vida asociada». En cualquier caso, «deberá ser el individuo el que valore la utilidad o inconveniencia para el receptor potencial, para la comunidad y también para sí mismo de la comunicación de las informaciones en cuya posesión está» (Chiavacci).
c) Secretos médico y bancario. Por su particular problematicidad, es oportuno hacer referencia a alguna situación típica que se ha ido especificando, sobre todo en los últimos tiempos. Es el caso ante todo del médico, que «debe garantizar el secreto total sobre todas las informaciones recogidas y sobre las indagaciones realizadas con el paciente» y además no puede «colaborar en la constitución de bancos electrónicos de datos médicos que puedan poner en peligro o debilitar el derecho del paciente a la reserva, a la seguridad y a la protección de su vida privada» (Conf. intern. órdenes médicos, París 1987, arts. 7-8). Reserva que, frente al derecho del paciente, especialmente terminal, a saber toda la verdad, plantea no pocos problemas, que hay que afrontar con un equilibrio que excluya el silencio a priori o una línea cruda de explicitud inútil. Es particular también el caso del secreto bancario, que si por una parte constituye una garantía en un compromiso económico y operativo de personas y organismos varios, no puede ciertamente convertirse en pretexto o cobertura de evasiones fiscales o de delitos los más dispares (terrorismo, criminalidad organizada, acciones mafiosas); por lo cual parece legítima la injerencia de la administración pública, aunque con modalidades bien reguladas por la ley.
2. UN DIFICIL EJERCICIO. Una nueva conciencia más radical y amorosamente respetuosa de la verdad en la comunicación, y por tanto más atenta al valor de la reserva, es difícil y problemática. Por ejemplo, el problema del caso en el que hay quien indaga de manera indiscreta, poniendo en graves aprietos al interlocutor.
a) Silencio y lenguaje velado. «Al que indaga de manera indiscreta no se le debería siquiera responder», observa B. Háring, que añade: «o, si es posible, habría que hacerle una contrapregunta que desvíe su atención. Pero en algunas ocasione~en las que el silencio o la negativa a responder no son suficientes para proteger el secreto, no queda otro camino que un modo de hablar que, aunque no falso, contribuye eficazmente a mantener oculto lo que debe permanecer oculto». Ello no debería significar ambigüedad de mente y de intención, sino sólo una ambigüedad de lenguaje que no se fijara como objetivo engañar, sino mantener oculta una verdad al que quiere abusar de ella (tradicionalmente, lo que se llama restricción mental perceptible o restricción no puramente mental). «Si luego el indagador indiscreto es sacado del camino, se puede considerar una consecuencia de su modo injusto de acercarse a la verdad»; y esto teniendo siempre presente que, «usado juiciosamente, el lenguaje velado manifiesta el amor a la verdad, pero si su uso es inoportuno habitúa a volverse mentirosos» (Háring). Para E. Chiavacci, la licitud del uso de tal lenguaje dependería del «hecho de que todo problema moral de la vida de comunicación está dominado por el dato relacional, por lo que todo conflicto entre valores es siempre un conflicto entre varias necesidades y urgencias de la caridad». Pero todo esto quedando en pie que «la prudencia cristiana… no caerá nunca en la mentira, sino que más bien se confiará a la guía del Espíritu Santo», superando incluso también el recurso al silencio o lenguaje velado cuando, de hacerlo, el cristiano traicionaría su misión de testigo y anunciador de verdad, justicia y caridad.
b) Derecho de «acceso «y de «olvido» : Teniendo en cuenta las problemáticas planteadas por las nuevas tecnologías de comunicación e investigación, se debe añadir que en defensa de la propia privacy nacen nuevos derechos en analogía con la tutela que la ley concede al secreto epistolar y telefónico. Entre ellos también el del «acceso», que ha de garantizar a cada uno la posibilidad de conocer las informaciones sobre la propia persona incluidas en los varios bancos de datos, controlar su exactitud y uso apropiado, con la facultad de pedir correcciones y adiciones. También hay que destacar el derecho «al olvido», a saber: un derecho que asegure la cancelación del dato cuando la finalidad para la que se había manifestado se ha conseguido o no es ya actual. En cualquier caso, y a manera de conclusión, hay que recordar que, siendo la comunicación siempre don de sí, pone de todas formas, al menos en una cierta medida, un problema moral; que cada vez que se abre la boca está en juego el amor de sí y del prójimo, y que, si es un defecto hablar inconsideradamente, es un error aún más grave cerrarse a sí mismo. Pues el misterio de sí es don precioso que hay que guardar con reserva, pero para darlo.
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L. Padovese