¿Qué es la Paz?
«La paz en la tierra, anhelo profundo de todos los hombres de todos los tiempos, no se puede establecer ni consolidar sino en el pleno respeto del orden instituido por Dios». (JUAN XXIII)
(Gaudium Press) ¿Qué es el orden? Con base en la doctrina tomista podemos decir que el orden es la recta disposición de las cosas según su naturaleza y finalidad. Así, un cuerpo humano va estar en orden, cuando los miembros que lo componen están dispuestos de tal manera que cumplen con el objetivo para el cual existen. Luego, tranquilidad y orden son dos condiciones fundamentales para la existencia de la paz. Pero dejemos al propio San Agustín en su obra «La Ciudad de Dios» que exponga su doctrina:
La paz del cuerpo es la ordenada complexión de sus partes; la del alma irracional, la ordenada calma de sus apetencias. La paz del alma racional es la ordenada armonía entre el conocimiento y la acción, la paz del cuerpo y del alma, la vida bien ordenada y la salud del animal. La paz entre el hombre mortal y Dios es la obediencia ordenada por la fe bajo la ley eterna. La paz de los hombres entre sí, su ordenada concordia. La paz de casa es la ordenada concordia entre los que mandan y los que obedecen en ella; la paz de la ciudad es la ordenada concordia entre gobernantes y gobernados. La paz de la ciudad celeste es la ordenadísima y concordísima unión para gozar de Dios y, al mismo tiempo, en Dios. La paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden.
La paz y la justicia son inseparables
En síntesis, para el Santo Doctor, la paz como bello don de Dios «es el más consolador, el más deseable y más excelente de todos».
«La paz en la tierra, anhelo profundo de todos los hombres de todos los tiempos, no se puede establecer ni consolidar sino en el pleno respeto del orden instituido por Dios». (JUAN XXIII, 1962, n.1)
Con estas palabras, el Beato Juan XXIII, inició su Encíclica Pacem in Terris dedicada al tema de la paz. Después de exponer la doctrina católica respecto al orden que Dios imprimió en la creación, pasa a deplorar que dicho orden no prevalezca en el relacionamiento entre los seres humanos. En otras palabras, la paz solo se establecerá cuando la humanidad respete la armonía que Dios instituyó en la creación y en el alma del hombre como un reflejo de sus infinitas perfecciones.
Con efecto, Juan XXIII, afirma: «Contrasta clamorosamente con ese perfecto orden universal el desorden que reina entre individuos y pueblos, como si sus mutuas relaciones no pudiesen ser reguladas sino por la fuerza». Y siguiendo su línea de argumentos, el Santo Padre expone la doctrina católica a propósito de la existencia en el interior del ser humano de un orden, que la consciencia de éste se manifiesta y obliga perentoriamente a observar: «muestran la obra de la ley grabada en sus corazones, dando de esto testimonio su consciencia y sus pensamientos» (Rm 2, 15).
El reconocimiento de la existencia de una ley moral que regule las relaciones entre los hombres y el respeto por ella, es una de las claves apuntadas por Juan XXIII para la sustentación de la paz. Principio que los pontífices posteriores no dejaron de repetir.
Con efecto, el Papa Benedicto XVI (2007, n.3), en su discurso para el Día Mundial de la Paz, recordó esta doctrina:
Mi venerado predecesor Juan Pablo II, dirigiéndose a la Asamblea General de las Naciones Unidas el día 5 de octubre de 1995, tuvo la ocasión de decir que nosotros « no vivimos en un mundo irracional o sin sentido, pero […] existe una lógica moral que ilumina la existencia humana y torna posible el diálogo entre los hombres y los pueblos ». La «gramática» transcendente, o sea, el conjunto de reglas de la acción individual y del recíproco relacionamiento entre las personas de acuerdo con la justicia y la solidaridad, está inscrita en las consciencias, en las cuales se refleja el sabio proyecto de Dios. Como recientemente quiso reafirmar, «nosotros creemos que en el origen está el Verbo eterno, la Razón y no la Irracionalidad». La paz es, por tanto, también una tarea que compromete a cada individuo a una respuesta personal coherente con el plan divino. El criterio que debe inspirar esta respuesta no puede ser sino el respeto por la «gramática» escrita en el corazón del hombre por su divino Creador.
La búsqueda por el respeto de esta «gramática» a la cual aluden los recientes Pontífices, guarda una relación íntima con la práctica de la virtud, en contraste con el pecado. El término justicia significa en las Sagradas Escrituras la observancia plena de los mandamientos de la ley de Dios y la práctica de las virtudes, o sea, la santidad de la vida.
Por eso, Nuestro Señor Jesucristo dice: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia» (Mt 5, 6). La Paz y la justicia son inseparables.
Ya los padres del Concilio Vaticano II en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes (1965, n.78) habían destacado esta importante verdad de la doctrina católica:
La paz no es ausencia de guerra; ni se reduce al establecimiento del equilibrio entre las fuerzas adversas, ni resulta de una dominación despótica. Con toda la exactitud y propiedad ella es llamada «obra de la justicia» (Is. 32, 7). Es un fruto del orden que el divino Creador estableció para la sociedad humana, y que debe ser realizada por los hombres, siempre anhelantes de una más perfecta justicia.
Y al mismo tiempo reiteran que el cuidado de la paz demanda un dominio para evitar el pecado:
Con efecto, el bien común del género humano es regido, primaria y fundamentalmente, por la ley eterna; pero, en cuanto a sus exigencias concretas, está sujeto a constantes cambios, con el transcurso del tiempo. Por esta razón, la paz nunca se alcanza de una vez para siempre, antes debe estar constantemente siendo edificada. Además, como la voluntad humana es débil y herida por el pecado, la búsqueda de la paz exige el constante dominio de las pasiones de cada uno y la vigilancia de la autoridad legítima.
Analizando estas enseñanzas, podemos concluir que la paz no es posible sin un espíritu y una mentalidad que tengan como fundamento una armonía en el interior del ser humano. En verdad, la raíz más profunda de la discordia y desentendimientos surgen en el corazón del hombre. Solo el amor auténtico a un bien supremo, a saber, Dios, al cual todos reconozcan y respeten como legislador, puede conseguir el respeto mutuo y la fraternidad entre los hombres y los pueblos. Es por eso que los Pontífices Romanos son categóricos al afirmar que nunca habrá verdadera y duradera paz en la tierra sin la práctica de las virtudes cristianas.
Por el P. Leonardo Barraza Aranda, EP