La acción del Espíritu Santo: La Gracia
Grandes crisis por silenciar grandes verdades: la vida de la gracia
Por José María Iraburu / La Acción del Espíritu Santo
Antropología sobrenatural
En los últimos años, un profesor de teología ha escrito que es «necesario romper los cuadros del tratado De virtutibus, para abrir el tema a un horizonte más adecuado». La vida moral cristiana, según él -que ciertamente no está solo-, mejor que en el planteamiento ontológico-formalista del sistema de virtudes, habría de expresarse «en términos más personalistas y relacionales», es decir, empleando «la riqueza que nos ofrecen las categorías personalistas de opciones, actitudes, etc.».
Sin embargo, la Iglesia docente, aun conociendo las diversas construcciones mentales producidas por quienes piensan de este modo, estima mejor y más verdadera la antropología cristiana tradicional. Y así, concretamente, en su Catecismo de la Iglesia Católica (1992), explica la vida nueva en el Espíritu según la gracia (1987-2029), las virtudes y los dones del Espíritu Santo (1803-1831). Este es el esquema que aquí sigo.
La gracia en la Biblia
La sagrada Escritura es la revelación del amor de Dios a los hombres, amor que se expresa en términos de fidelidad, misericordia, promesa generosa (Sal 76,9-10; Is 49,14-16). La palabra griega jaris, traducida al latín por gratia, es la que en el Nuevo Testamento significa con más frecuencia ese amor gratuito y misericordioso de Dios hacia los hombres, que se nos ha manifestado y comunicado en Jesucristo.
-La gracia es un estado de vida, de vida sobrenatural recibida gratuitamente de Dios: por ella el Padre nos ha hecho «gratos en su Amado» (Ef 1,6; +2Cor 8,9). Es la gracia de Dios la que nos libra del pecado y nos da la filiación divina (Rm 4,16; 5,1-2. 15-21; Gál 2,20-21; 2 Tim 1,9-10).
-Pero es también una energía divina que ilumina y mueve poderosamente al hombre. Por ella podemos negar el pecado del mundo y vivir santamente (Tit 2,11-13). Por ella Cristo nos asiste, comunicándonos sobreabundantemente su Espíritu (Jn 10,10; 15,5; 20,22; Rm 5,20; Ef 1,8; Flp 4,19). La gracia conforta nuestra debilidad (2Cor 12,9-10; Flp 4,13). Y ella es también una energía estable que potencia concretamente para ciertas misiones y ministerios (Rm 1,5; 1Cor 12,1-11; Ef 4,7-12).
La gracia santificante
De estas revelaciones de la Escritura nace la teología de la gracia santificante y de las gracias actuales, que recordaré brevemente.
-La gracia increada es Dios mismo, uno y trino, en cuanto que se nos autocomunica por amor y habita en nosotros como en un templo.
-La gracia creada, en cambio, es un don creado, físico, permanente, que Dios nos concede, y que sobrenaturaliza nuestra naturaleza humana. La gracia increada, Dios en nosotros, es siempre la fuente única de la gracia creada; y sin ésta, la inhabitación de las Personas divinas en nosotros es imposible.
Por eso son inseparables, como se expresa en la liturgia: «Señor, tú que te complaces en habitar en los limpios y sinceros de corazón, concédenos vivir de tal modo la vida de la gracia que merezcamos tenerte siempre con nosotros» (Or. dom.IV t. ordinario).
-La gracia es vida en Cristo. En cuanto hombre, Jesucristo está «lleno de gracia y de verdad; y de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16).Tenemos, pues, acceso a la vida de la gracia si nos unimos a Cristo y permanecemos en él (Jn 15,1-8; 1Cor 12,12s; Trento 1547: Dz 796/1524).
Santo Tomás enseña que «el alma de Cristo poseyó la gracia en toda su plenitud. Esta eminencia de su gracia es la que le capacita para comunicar su gracia a los demás; en ello consiste precisamente la gracia capital. Por tanto, es esencialmente la misma la gracia personal que justifica el alma de Cristo y la gracia que le pertenece como cabeza de la Iglesia y principio justificador de los demás» (STh III,8,5).
Tal es, pues, la grandeza infinita de la sagrada humanidad de Jesucristo, que «toda la humanidad de Cristo, tanto su alma como su cuerpo, influye en los hombres, en sus almas y en sus cuerpos: principalmente en sus almas y secundariamente en sus cuerpos» (8,2). Es Cristo realmente el nuevo Adán, que comunica a los hombres la vida nueva de la gracia divina.
-La gracia es vida en el Espíritu Santo, que, efectivamente, es «Señor y dador de vida». El Padre celestial, para hacernos «conformes con la imagen de su Hijo» (Rm 8,29), «ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gál 4,6), para que, guardándonos en su gracia, obre en nosotros por las virtudes y los dones. Por eso, dice el Vaticano II, «la Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo» (GS 10b).
Y por eso «debemos dar continuas gracias a Dios, hermanos amados en el Señor, porque Dios os escogió como primicias para salvaros, consagrándoos con el Espíritu y dándoos fe en la verdad» (2Tes 2,13).
Hijos de Dios y coherederos con Cristo
-La gracia nos hace hijos de Dios. Esta deificación parecería imposible, pero es real. Nosotros hemos «recibido el Espíritu de los hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, Padre» (Rm 8,15). Él nos hace hijos en el Hijo Unigénito, para que éste sea Primogénito de muchos hermanos (Rm 8,29). En efecto, por el agua y el Espíritu, hemos vuelto a nacer, y esta vez, somos nacidos de Dios (Jn 1,12; 3,3-6). Hemos sido hechos así «participantes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4). Por eso, «ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados «hijos de Dios», y lo seamos» (1Jn 3,1).
No hay lenguaje humano suficiente para encarecer adecuadamente este misterio. En las relaciones humanas, los hijos adoptivos reciben el amor y los cuidados de sus nuevos padres; pero no reciben de ellos realmente una transmisión vital de sangre. En la adopción filial de la gracia, por obra del Espíritu Santo, somos realmente hijos de Dios, no sólo de nombre, pues recibimos efectivamente una participación en la naturaleza divina, en la misma vida sobrenatural de Dios.
-La gracia nos hace capaces de mérito. Actos meritorios, saludables o salvíficos, son aquellos que el hombre realiza bajo el influjo de la gracia de Dios, y que por eso mismo son gratos a Dios. Los actos buenos del pecador son imperfectamente salvíficos, y le disponen a recibir la gracia santificante. Pero los actos hechos por el hombre que está en gracia de Dios, merecen premio de vida eterna.
Y es que «se considera el precio de sus obras según la dignidad de la gracia, por la cual el hombre, hecho consorte de la naturaleza divina, es adoptado como hijo de Dios, al cual se debe la herencia por el mismo derecho nacido de la adopción, según aquello de «si somos hijos, también herederos» (Rm 8,17)» (STh I-II,114,3).
La gracia, pues, es un don divino, gratuitamente infundido por Dios en el alma del hombre. Y al ser una realidad divina y sobrenatural, es tal su valor, que «el bien de gracia de un solo individuo es mayor que el bien natural de todo el universo» (STh I-II,113, 9 ad2m).
Naturaleza de la gracia
La gracia es, en Cristo, por la comunicación del Espíritu Santo, una participación física y formal, aunque análoga y accidental, de la misma naturaleza de Dios. O dicho lo mismo con otras palabras: La gracia es un don creado, por el que Dios sana y eleva al hombre a una vida sobrenatural. La gracia, en efecto, es un don creado, sobrenaturalmente producido por Dios en el hombre, y es un don distinto de las Personas divinas que habitan en el justo -gracia increada-.
Este don divino, al mismo tiempo que es gracia sanante, que cura al hombre del pecado, es también elevante, pues produce en el hombre un cambio cualitativo y ascendente, un paso de la vida meramente natural a la sobrenatural. Implica, pues, un cambio no sólo en el obrar, sino antes y también en el ser. El hombre viene a ser por la gracia realmente una «nueva criatura» (2Cor 5,17; Gál 6,15).
Santo Tomás, en un texto impresionante, explica hasta qué punto es verdadero y real que el amor divino de la gracia produce en el hombre un ser nuevo:
El amor de «la voluntad humana se mueve por el bien que preexiste en las cosas; de ahí que el amor del hombre no produce totalmente la bondad de la cosa, sino que la presupone en parte o en todo». Y por eso el hombre ama las cosas en la medida en que aprecia el bien en ellas.
En cambio, «de cualquier acto del amor de Dios se sigue un bien causado en la criatura». Es, pues, el amor de Dios un amor-productivo, que causa el bien en lo que ama. Ahora bien, en Dios
-«hay un amor común [el de la creación], por el que «ama todo lo que existe» (Sab 11,25), y en razón de ese amor da Dios el ser natural a las cosas creadas».
-«Y hay también en él otro amor especial [el de la gracia], por el que levanta la criatura racional por encima de su naturaleza, para que participe en el bien divino. Cuando se dice simplemente que Dios ama a alguien, nos referimos a esta clase de amor, pues en él Dios puramente quiere para la criatura el Bien eterno, que es él mismo. Así pues, al decir que el hombre posee la gracia de Dios, decimos que hay en el hombre algo sobrenatural procedente de Dios» (STh I-II,110,1).
-La gracia santificante es, pues, inherente al alma, y renueva de verdad al hombre interiormente, destruyendo en él todo el mal del pecado. Por el contrario, Lutero enseña que el hombre pecador al recibir la gracia, recibe una justificación externa, meramente declarativa; como si el hombre, continuando en su condición de pecador, fuera cubierto por el manto de la misericordia de Cristo, y así fuese declarado justo ante Dios («homo simul peccator et iustus»).
Esta explicación está muy alejada de la fe de la Iglesia. Dios no declara a nadie justo sin hacerlo justo al mismo tiempo, pues su Palabra, Jesucristo, es verdadera, y eficaz para santificar (Trento: Dz 821/1561).
Las gracias actuales
Mientras que la gracia santificante sana al hombre y lo eleva a participar filialmente de la naturaleza divina, las gracias actuales son auxilios sobrenaturales del Espíritu Santo, que iluminan el entendimiento y mueven la voluntad del hombre. Son, pues, cualidades fluidas y transeúntes causadas por el Dios en las potencias humanas, para que obren algo en orden a la vida eterna.
«Es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar, según su beneplácito» (Flp 2,13). La Revelación nos asegura que «es Dios quien obra todas las cosas en todos» (1Cor 12,6). Él «es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros» (Ef 3,20; +Col 1,29).
Por tanto, todo el bien que hacemos, meritorio de vida eterna, por las virtudes o los dones lo hacemos con el auxilio de la gracia divina actual. Dicho en forma de tesis: la previa moción de la gracia actual es absolutamente necesaria para todo acto de una virtud infusa o de un don del Espíritu Santo.
Como en seguida veremos, las virtudes serán movidas por el Espíritu Santo al modo humano, y los dones al modo divino. Pero lo que es evidente es que no puede el alma, con un esfuerzo meramente natural, poner en acto los hábitos sobrenaturales de las virtudes y de los dones. Es absurdo pensarlo. Ni tampoco es posible que esos hábitos infusos puedan actuarse por sí mismos, en forma autónoma, sin el auxilio del mismo Dios que los infunde.