¿El amor es una virtud?
El amor sólo alcanza la perfección de su ser cuando la persona compromete en él su voluntad libre
El amor es una virtud, una virtud personal radicada primariamente en el querer libre de la voluntad. Recordad que virtud (=virtus) significa fuerza, fuerza espiritual y operativa. No es, pues, el amor solamente, ni principalmente, un sentimiento, y menos aún una excitación de los sentidos.
Ya visteis que la sensualidad es de suyo cambiante, y se orienta hacia los cuerpos, en cuanto éstos se aprecian como posibles objetos de placer. Y también comprendisteis que la afectividad muestra una inestabilidad semejante. Reafirmad, pues, vuestro convencimiento de que el amor sólo alcanza la perfección de su ser cuando la persona compromete en él su voluntad libre; es decir, cuando la persona humana elige conscientemente y quiere libremente, comprometiéndose así profundamente con otra persona.
De este modo, superando situacionismos, utilitarismos, humanismos autónomos y otros planteamientos falsos, y siguiendo la norma personalista, es como el amor se hace una virtud, y por tanto una fuerza espiritual consciente y libre, hondamente arraigada en la persona, profunda y persistente, fundada no en ilusiones, sino en el conocimiento verdadero y lleno de estima de la persona amada. Y este amor-virtud, fuerte y volitivo, no solamente no desvanece los deseos sexuales, como si éstos fueran insignificantes, sino que, por el contrario, es lo único que puede darles profundidad y permanencia.
La donación personal recíproca
Al hacer una análisis del amor en general, pudimos comprobar que el amor perfecto se produce en la donación recíproca de dos personas. Efectivamente, es así como el amor arranca a la persona de su aislamiento original, y la saca de sí para entregarla a la persona amada, que a su vez se le entrega: «Yo soy tuyo, y tú eres mía, pues nos amamos». Y si hay en esta entrega amorosa un renunciamiento a la condición personal independiente, hay al mismo tiempo sin duda un enriquecimiento expansivo de la persona.
Sólo la voluntad de la persona -pues ella es la que elige, quiere, ama, entrega, perdona- podrá custodiar la fidelidad persistente del amor, renovando día a día la entrega personal y la aceptación de la persona amada. Y es así como la alianza conyugal no se apoya principalmente sobre sensaciones o sentimientos, sino que tiene su fundamento objetivo en el don mutuo y en la pertenencia recíproca de las dos personas que se aman.
Y fijáos bien en que el matrimonio exige que dos personas sepan no sólo darse, sino también aceptarse. Una donación, incluso jurídicamente, no es válida si no es aceptada por el interesado. Por eso en el misterio precioso de la reciprocidad conyugal, la donación de sí mismo al otro se entrecruza con la aceptación del otro: «Yo me doy a ti para siempre, y te acepto a ti para siempre, tal como eres». No puede haber una valoración mayor de la persona amada. De este modo una persona, cuando es esposada, se ve a sí misma confirmada por el amor conyugal de un modo profundo y estable.
Fuera de estos planteamientos verdaderos, el amor no pasa de ser un compromiso utilitario, un contacto corporal y afectivo, un juego más o menos durable de sensaciones y de sentimientos. Pero esta relación no es digna del hombre y de la mujer, ya que no llega a producir verdadera unión de las personas. No es, por el contrario, sino una coincidencia pasajera de egoísmos, que está destinada a explotar un día en un conflicto de intereses irreconciliables, y que hasta entonces se disimula en una ficción, inmerecidamente llamada amor. Pero el amor es otra cosa. Al margen de la norma personalista -la única por la que el amor llega a la persona- no hay, no puede haber verdadero amor.
La elección responsable de la persona
Aceptar la donación de una persona, que va a ser en adelante pertenencia amorosa de quien la recibe, despierta en la persona humana una responsabilidad conyugal sumamente estimulante. Por eso quien confunde el amor con el erotismo no llega nunca a conocer la verdadera exaltación del amor, gozosa y duradera, en la cual la persona se crece y da lo mejor de sí misma.
Pero pensemos también en la responsabilidad que hay en la elección de la persona amada. Es una responsabilidad muy grande. Es como si una persona se escogiese a sí misma en la otra, para formar un único nosotros, pasando definitivamente del singular al plural.
¿Podrá ser tomada una decisión tan grave y personal a edad muy temprana, cuando la personalidad apenas ha integrado sus tendencias dispersas en una síntesis de relativa madurez, cuando apenas se conoce a sí misma, ni conoce bien la realidad compleja del mundo que le rodea? No, no parece posible. El error, en estas cuestiones tan grave y doloroso, sería más probable que el acierto.
Por otra parte, tomar consejo de otros no elimina la libertad personal, sino que la ayuda y perfecciona. En este sentido, la sabiduría de muchos pueblos ha reconocido a los padres una función importante en la elección conyugal de sus hijos, sobre todo cuanto éstos son muy jóvenes.
MATRIMONIO EN CRISTO, José María Iraburu
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