Estad siempre alegres en el Señor

Estad siempre alegres en el Señor

16 de diciembre de 2012 Desactivado Por Regnumdei

Para transformar el mundo Dios eligió a una humilde joven de una aldea de Galilea, María de Nazaret, y le dirigió este saludo:  «Alégrate, llena de gracia, el Señor está  contigo»… La verdadera  alegría,  no consiste en tener muchas cosas, sino en sentirse amados por el  Señor, en hacerse don para los demás.

 

En este tercer domingo de Adviento la liturgia nos invita a la alegría del espíritu. Lo  hace con la célebre antífona que recoge una exhortación del apóstol san Pablo:   «Gaudete in Domino», «Alegraos siempre en el Señor (…).

El Señor está cerca»  (cf. Flp 4, 4-5). También la primera lectura bíblica de la misa es una invitación a la  alegría. El profeta Sofonías, al final del siglo VII antes de Cristo, se dirige a la  ciudad de Jerusalén y a su población con estas palabras:  «Regocíjate, hija de Sión;  grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, hija de Jerusalén. (…) El  Señor tu Dios está en medio de ti como poderoso salvador» (So 3, 14. 17). A Dios  mismo lo representa el profeta con sentimientos análogos:  «Él se goza y se  complace en ti, te renovará con su amor, exultará sobre ti con júbilo, como en los  días de fiesta» (So 3, 17-18).

Esta promesa se realizó plenamente en el misterio de  la Navidad, que celebraremos dentro de una semana y que es necesario renovar en  el «hoy» de nuestra vida y de la historia.  La alegría que la liturgia suscita en el corazón de los cristianos no está reservada  sólo a nosotros:  es un anuncio profético destinado a toda la humanidad y de modo  particular a los más pobres, en este caso a los más pobres en alegría.

Pensemos en  nuestros hermanos y hermanas que, especialmente en Oriente Próximo, en algunas  zonas de África y en otras partes del mundo viven el drama de la guerra:  ¿qué  alegría pueden vivir? ¿Cómo será su Navidad?  Pensemos en los numerosos enfermos y en las personas solas que, además de  experimentar sufrimientos físicos, sufren también en el espíritu, porque a menudo  se sienten abandonados:  ¿cómo compartir con ellos la alegría sin faltarles al  respeto en su sufrimiento? Pero pensemos también en quienes han perdido el  sentido de la verdadera alegría, especialmente si son jóvenes, y la buscan en vano  donde es imposible encontrarla:  en la carrera exasperada hacia la autoafirmación y  el éxito, en las falsas diversiones, en el consumismo, en los momentos de  embriaguez, en los paraísos artificiales de la droga y de cualquier otra forma de  alienación.

No podemos menos de confrontar la liturgia de hoy y su «Alegraos» con estas  realidades dramáticas. Como en tiempos del profeta Sofonías, la palabra del Señor  se dirige de modo privilegiado precisamente a quienes soportan pruebas, a los  «heridos de la vida y huérfanos de alegría». La invitación a la alegría no es un  mensaje alienante, ni un estéril paliativo, sino más bien una profecía de salvación,  una llamada a un rescate que parte de la renovación interior.

Para transformar el mundo Dios eligió a una humilde joven de una aldea de Galilea, María de Nazaret, y le dirigió este saludo:  «Alégrate, llena de gracia, el Señor está  contigo». En esas palabras está el secreto de la auténtica Navidad. Dios las repite a  la Iglesia, a cada uno de nosotros:  «Alegraos, el Señor está cerca».

Con la ayuda de María, entreguémonos nosotros mismos, con humildad y valentía,  para que el mundo acoja a Cristo, que es el manantial de la verdadera alegría.

 

 

S. S. Benedicto XVI, III Domingo de Adviento, 17 de diciembre de 2006

 

Hoy en la liturgia resuena la  invitación del apóstol san Pablo: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito,  estad alegres. (…) El Señor está cerca» (Flp 4, 4-5). La madre Iglesia, mientras nos  acompaña hacia la santa Navidad, nos ayuda a redescubrir el sentido y el gusto de  la alegría cristiana, tan distinta de la del mundo.

Me alegra saber que en vuestras familias se conserva la costumbre  de montar el belén. Pero no basta repetir un gesto tradicional, aunque sea  importante. Hay que tratar de vivir en la realidad de cada día lo que el belén  representa, es decir, el amor de Cristo, su humildad, su pobreza. Es lo que hizo san  Francisco en Greccio: representó en vivo la escena de la Natividad, para poderla  contemplar y adorar, pero sobre todo para saber poner mejor en práctica el  mensaje del Hijo de Dios, que por amor a nosotros se despojó de todo y se hizo  niño pequeño.  La bendición de los «Bambinelli» —como se dice en Roma— nos recuerda que el  belén es una escuela de vida, donde podemos aprender el secreto de la verdadera  alegría, que no consiste en tener muchas cosas, sino en sentirse amados por el  Señor, en hacerse don para los demás y en quererse unos a otros. Contemplemos  el belén: la Virgen y san José no parecen una familia muy afortunada; han tenido  su primer hijo en medio de grandes dificultades; sin embargo, están llenos de  profunda alegría, porque se aman, se ayudan y sobre todo están seguros de que en  su historia está la obra Dios, que se ha hecho presente en el niño Jesús. ¿Y los  pastores? ¿Qué motivo tienen para alegrarse? Ciertamente el recién nacido no  cambiará su condición de pobreza y de marginación. Pero la fe les ayuda a  reconocer en el «niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre», el «signo» del  cumplimiento de las promesas de Dios para todos los hombres «a quienes él ama»  (Lc 2, 12.14), ¡también para ellos!  En eso, queridos amigos, consiste la verdadera alegría: es sentir que un gran  misterio, el misterio del amor de Dios, visita y colma nuestra existencia personal y  comunitaria. Para alegrarnos, no sólo necesitamos cosas, sino también amor y  verdad: necesitamos al Dios cercano que calienta nuestro corazón y responde a  nuestros anhelos más profundos. Este Dios se ha manifestado en Jesús, nacido de

la Virgen María. Por eso el Niño, que ponemos en el portal o en la cueva, es el  centro de todo, es el corazón del mundo. Oremos para que toda persona, como la  Virgen María, acoja como centro de su vida al Dios que se ha hecho Niño, fuente de  la verdadera alegría.

 

BENEDICTO XVI,   III Domingo de Adviento, 13 de diciembre de 2009