El concepto de la «comunión»

El concepto de la «comunión»

20 de noviembre de 2012 Desactivado Por Regnumdei

La eclesiología de comunión es, en su aspecto más íntimo, una eclesiología eucarística. Como sucedió con el concepto de pueblo de Dios, también con respecto a comunión se realizó una progresiva horizontalización, el abandono del concepto de Dios.

 

Todos los elementos esenciales del concepto cristiano de comunión se encuentran reunidos en el famoso pasaje de la primera carta de san Juan, que se puede considerar el criterio de referencia para cualquier interpretación cristiana correcta de la comunión: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea perfecto» (1 Jn 1, 3).

Lo primero que se puede destacar de ese texto es el punto de partida de la comunión: el encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo, llega a los hombres a través del anuncio de la Iglesia. Así nace la comunión de los hombres entre sí, la cual, a su vez, se funda en la comunión con el Dios uno y trino.

A la comunión con Dios se accede a través de la realización de la comunión de Dios con el hombre, que es Cristo en persona; el encuentro con Cristo crea comunión con él mismo y, por tanto, con el Padre en el Espíritu Santo, y, a partir de ahí, une a los hombres entre sí. Todo esto tiene como finalidad el gozo perfecto: la Iglesia entraña una dinámica escatológica.

En la expresión «gozo perfecto» se percibe la referencia a los discursos de despedida de Jesús y, por consiguiente, al misterio pascual y a la vuelta del Señor en las apariciones pascuales, que tiende a su vuelta plena en el nuevo mundo: «Vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. (…) De nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón (…). Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea perfecto» (Jn 16, 20. 22. 24). Si se compara la última frase citada con Lc 11,13 -la invitación a la oración en san Lucas- aparece claro que «gozo» y «Espíritu Santo» son equivalentes y que, en 1 Jn 1,3, detrás de la palabra gozo se oculta el Espíritu Santo, sin mencionarlo expresamente.

Así pues, a partir de este marco bíblico, la palabra comunión tiene un carácter teológico, cristológico, histórico-salvífico y eclesiológico. Por consiguiente, encierra también la dimensión sacramental, que en san Pablo aparece de forma plenamente explícita: «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan…» (1 Co 10, 16-17).

La eclesiología de comunión es, en su aspecto más íntimo, una eclesiología eucarística. Se sitúa muy cerca de la eclesiología eucarística, que teólogos ortodoxos han desarrollado de modo convincente en nuestro siglo. En ella, la eclesiología se hace más concreta y, a pesar de ello, sigue siendo totalmente espiritual, trascendente y escatológica.

En la Eucaristía, Cristo, presente en el pan y en el vino, y dándose siempre de forma nueva, edifica la Iglesia como su cuerpo, y por medio de su cuerpo resucitado nos une al Dios uno y trino y entre nosotros. La Eucaristía se celebra en los diversos lugares y, a pesar de ello, al mismo tiempo es siempre universal, porque existe un solo Cristo y un solo cuerpo de Cristo. La Eucaristía incluye el servicio sacerdotal de la «representación de Cristo» y, por tanto, la red del servicio, la síntesis de unidad y multiplicidad, que se manifiesta ya en la palabra comunión. Así, se puede decir, sin lugar a dudas, que este concepto entraña una síntesis eclesiológica, que une el discurso de la Iglesia al discurso de Dios y a la vida que procede de Dios y que se vive con Dios; una síntesis que recoge todas las intenciones esenciales de la eclesiología del Vaticano II y las relaciona entre sí de modo correcto.

Por todos estos motivos, me alegré y expresé mi gratitud cuando el Sínodo de 1985 puso en el centro de la reflexión el concepto de comunión. Sin embargo, los años sucesivos mostraron que ninguna palabra está exenta de malentendidos, ni siquiera la mejor o la más profunda. A medida que la palabra comunión se fue convirtiendo en un eslogan fácil, se fue opacando y desnaturalizando. Como sucedió con el concepto de pueblo de Dios, también con respecto a comunión se realizó una progresiva horizontalización, el abandono del concepto de Dios. La eclesiología de comunión comenzó a reducirse a la temática de la relación entre la Iglesia particular y la Iglesia universal, que a su vez se centró cada vez más en el problema de la división de competencias entre la una y la otra.

Naturalmente, se difundió de nuevo el motivo del «igualitarismo», según el cual en la comunión sólo podría haber plena igualdad. Así se llegó de nuevo exactamente a la discusión de los discípulos sobre quién era el más grande, y resulta evidente que esta discusión en ninguna generación tiende a desaparecer. San Marcos lo relata con mayor relieve (cf. Mc 9, 33-37). De camino hacia Jerusalén, Jesús había anunciado por tercera vez a sus discípulos su próxima pasión. Al llegar a Cafarnaúm, les preguntó de qué habían discutido entre sí a lo largo del camino. «Pero ellos callaban», porque habían discutido sobre quién de ellos era el más grande, es decir, una especie de discusión sobre el primado.

¿No sucede hoy eso mismo? Mientras el Señor va hacia su pasión; mientras la Iglesia, y en ella él mismo, sufre, nosotros nos dedicamos a discutir sobre nuestro tema preferido, sobre nuestros derechos de precedencia. Y si Cristo viniera a nosotros y nos preguntara de qué estábamos hablando, sin duda nos sonrojaríamos y callaríamos.

Esto no quiere decir que en la Iglesia no se deba discutir también sobre el recto ordenamiento y sobre la asignación de las responsabilidades. Desde luego, habrá desequilibrios, que deben corregirse. Naturalmente, se puede dar un centralismo romano excesivo, que como tal se debe señalar y purificar. Pero esas cuestiones no pueden distraer del auténtico cometido de la Iglesia: la Iglesia no debe hablar principalmente de sí misma, sino de Dios; y sólo para que esto suceda de modo puro, hay también reproches intraeclesiales, que deben tener como guía la correlación del discurso sobre Dios y sobre el servicio común. En conclusión, no por casualidad en la tradición evangélica se repiten en varios contextos las palabras de Jesús, según las cuales los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos, como en un espejo, que afecta siempre a todos.

Frente a la reducción que se verificó con respecto al concepto de comunión después de 1985, la Congregación para la doctrina de la fe creyó conveniente preparar la «Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión» (Communionis notio), que se publicó con fecha 28 de mayo de 1992. Dado que en la actualidad muchos teólogos, para cuidar de su celebridad, sienten el deber de dar una valoración negativa a los documentos de la Congregación para la doctrina de la fe, sobre ese texto llovieron las críticas, y fue poco lo que se salvó de ellas. Se criticó sobre todo la frase según la cual la Iglesia universal es
una realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia particular.

Esto en el texto se hallaba fundado brevemente con la referencia al hecho de que según los santos Padres la Iglesia una y única precede la creación y da a luz a las Iglesias particulares (cf. Communionis notio, 9). Los santos Padres prosiguen así una teología rabínica que había concebido como preexistentes la Torah (Ley) e Israel: la creación habría sido concebida para que en ella existiera un espacio para la voluntad de Dios, pero esta voluntad necesitaba un pueblo que viviera para la voluntad de Dios y constituyera la luz del mundo. Dado que los Padres estaban convencidos de la identidad última entre la Iglesia e Israel, no podían ver en la Iglesia algo casual, surgido a última hora, sino que reconocían en esta reunión de los pueblos bajo la voluntad de Dios la teleología interior de la creación.

A partir de la cristología, la imagen se ensancha y se profundiza: la historia -nuevamente en relación con el Antiguo Testamento- se explica como historia de amor entre Dios y el hombre. Dios encuentra y se prepara la esposa del Hijo, la única esposa, que es la única Iglesia. A partir de las palabras del Génesis, según las cuales el hombre y la mujer serán «una sola carne» (Gn 2, 24), la imagen de la esposa se fundió con la idea de la Iglesia como cuerpo de Cristo, metáfora que a su vez deriva de la liturgia eucarística. El único cuerpo de Cristo es preparado; Cristo y la Iglesia serán «una sola carne», un cuerpo, y así «Dios será todo en todos». Esta prioridad ontológica de la Iglesia universal, de la única Iglesia y del único cuerpo, de la única Esposa, con respecto a las realizaciones empíricas concretas en cada una de las Iglesias particulares, me parece tan evidente, que me resulta difícil comprender las objeciones planteadas.

En realidad, sólo me parecen posibles si no se quiere y ya no se logra ver la gran Iglesia ideada por Dios -tal vez por desesperación, a causa de su insuficiencia terrena-; hoy se la considera como fruto de la fantasía teológica y, por tanto, sólo queda la imagen empírica de las Iglesias en su relación recíproca y con sus conflictos. Pero esto significa que se elimina a la Iglesia como tema teológico. Si sólo se puede ver a la Iglesia en las organizaciones humanas, entonces en realidad únicamente queda desolación. En ese caso no se abandona solamente la eclesiología de los santos Padres, sino también la del Nuevo Testamento y la concepción de Israel en el Antiguo Testamento.

 

De la Conferencia del Cardenal Joseph Ratzinger sobre la eclesiología de la «Lumen gentium» pronunciada en el Congreso Internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado por el comité para el Gran Jubileo del año 2000