REFORMA:   Reforma inutil

REFORMA: Reforma inutil

27 de junio de 2012 Desactivado Por Regnumdei
Pero ¿de qué manera debería suceder esto? ¿Cómo se puede lograr una reforma semejante? Ahora bien, como se suele decir, de un modo u otro debemos comenzar. Suele decirse esto con la presunción ingenua del iluminado que está convencido de que las generaciones hasta ahora no han comprendido la cuestión, o que se han mostrado demasiado temerosas y poco inteligentes. Pero en este momento tenemos tanto la valentía como la inteligencia. Se debe obrar igualmente a pesar de la resistencia que puedan oponer a esta noble empresa los reaccionarios y los «fundamentalistas». Existe una fórmula que arroja luz para el primer paso.
La Iglesia no es una democracia. Por lo que se ve, ella no ha integrado aún en su constitución interna ese patrimonio de derechos a la libertad que la Ilustración elaboró y que desde entonces ha sido reconocido como regla fundamental de las formaciones sociales y políticas. Así pues, parece la cosa más normal del mundo recuperar de una vez para siempre lo que había sido abandonado y comenzar a erigir este patrimonio fundamental de estructuras de libertad. El camino conduce –como suele decirse- de una Iglesia paternalista y distribuidora de bienes a una Iglesia –comunidad. Se afirma que ya nadie debería recibir pasivamente los dones que caracterizan al cristiano. Por el contrario, todos deben llegar a ser operadores activos de la vida cristiana. La Iglesia ya no debe descender desde lo alto. ¡No! Somos nosotros los que «hacemos» la Iglesia, y cada vez la hacemos nueva. Así llegará a ser finalmente «nuestra» Iglesia, y nosotros sus activos sujetos responsables. El aspecto pasivo deja lugar al activo. La Iglesia surge a través de discusiones, acuerdos y decisiones. En el debate emerge lo que todavía hoy se requiere, lo que todavía hoy puede ser reconocido por todos como pertenecientes a la fe o como línea moral directiva. Se elaboran nuevas «fórmulas de fe» abreviadas. En Alemania, en un nivel bastante elevado, se ha dicho que tampoco la liturgia tiene que corresponder a un esquema dado previamente, sino que debe surgir a partir de una determinada situación y por obra de la comunidad para la cual es celebrada. Tampoco ella tiene que ser alto autónomo, algo que sea expresión de quienes participan. En este camino se revela como un obstáculo la palabra de la Escritura, a la cual no se puede renunciar del todo. Hay que afrontarla, pues, con mucha libertad de elección. Pero no son muchos los textos que se pueden adaptar sin problemas a esta autorrealización, a la cual la liturgia ahora parece estar destinada.
Pero en esta obra de reforma en la que la «autoadministración» de la Iglesia debe sustituir al hecho de ser guiados por otros, pronto se plantean algunos interrogantes. ¿Quién tiene aquí propiamente el derecho de tomar las decisiones? ¿Con qué fundamentos se hace esto? En la democracia política se responde a este interrogante con el sistema de la representación: en las elecciones los individuos eligen a sus representantes, que toman las decisiones por ellos. Este cargo no sólo tiene un límite temporal, sino que además está circunscrito desde el punto de vista de su contenido por el sistema de partidos, y comprende sólo a los sectores de la acción política que la Constitución asigna a las entidades representativas.

También a este respecto existen algunas cuestiones: la minoría debe plegarse a la mayoría, y esta minoría puede ser muy grande. Por otra parte, no siempre está garantizado que el representante que yo elijo obre y se exprese verdaderamente como yo quiero, de manera que la mayoría victoriosa, viendo las cosas con mayor atención, no se considere completamente como sujeto activo del acontecimiento político. Al revés, tiene que aceptar las «decisiones que los otros toman», al menos para no poner en peligro el sistema político.
Pero más importante para nuestra cuestión es un problema general: todo lo que los hombres hacen, pueden ser anulado por otros; todo lo que proviene de un gusto humano, puede no agradar a otros, y todo lo que una mayoría decide, puede ser abrogado por otra mayoría. Una Iglesia cuyos fundamentos se apoyan en las decisiones de una mayoría, se transforma en una Iglesia puramente humana. Se reduce al nivel de lo que es factible y plausible, de todo cuanto es fruto de su propia acción y de sus propias intuiciones u opciones.
La opinión sustituye a la fe. Y de hecho en las fórmulas de fe originadas autónomamente que yo conozco, el significado de la expresión «credo» no va más allá del significado de «nosotros pensamos». La Iglesia edificada con sus propias fuerzas tiene a fin de cuentas el sabor del «ellos mismos», que a los otros «ellos mismos» jamás les ha sentado bien y que muy pronto pone de manifiesto su pequeñez. La Iglesia se ha retirado al ámbito de lo empírico, y así se ha disuelto también como ideal soñado.
La liberación fundamental que la Iglesia puede darnos consiste en estar en el horizonte de lo Eterno, en el salir de los límites de nuestro saber y de nuestro poder. La fe misma, en toda su grandeza y amplitud, es por esta razón la reforma siempre nueva y esencial de que tenemos necesidad; a partir de ella debemos poner a prueba las instituciones que en la Iglesia nosotros mismo hemos construido.
Esto significa que la Iglesia debe ser el puente de la fe y que ella –especialmente en su vida asociativa intramundana- no puede llegar a ser un fin en sí misma. Está muy difundida hoy día, incluso en ambientes religiosos, la idea de que una persona es tanto más cristiana cuanto más está comprometida en la actividad eclesial. Se impulsa hacia una especie de terapia eclesiástica de la actividad, del hacer: se trata de asignar a cada uno un comité, o, por lo menos un compromiso en el interior de la Iglesia. Así se piensa, en cierto modo, que debe existir una actividad eclesial, se debe hablar de la Iglesia o se debe hacer algo por ella o en ella. Pero un espejo que se refleja a sí mismo deja de ser un espejo; una ventana que en lugar de permitir una mirada libre hacia el horizonte lejano se pone como una pantalla entre el observador y el mundo, ha perdido su sentido. Puede suceder que alguien se dedique ininterrumpidamente a actividades asociativas eclesiales y ni siquiera sea cristiano.
Puede suceder que algo viva sólo de la Palabra y del Sacramento y ponga en práctica el amor que proviene de la fe, sin haber integrado jamás un comité eclesiástico, sin haberse ocupado nunca de las novedades de política eclesiástica, sin haber formado parte de sínodos y sin haber votado en ellos, y a pesar de todo sea un cristiano auténtico. No tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino de una Iglesia más divina; sólo entonces ella será verdaderamente humana. Y por eso todo lo que es hecho por el hombre en el seno de la Iglesia ha de ser reconocido como algo hecho en la única perspectiva del servicio. La libertad, que esperamos con razón de la Iglesia y en la Iglesia, no se realiza por el hecho de que introduzcamos en ella el principio de la mayoría. Ella no depende del hecho de que la mayoría prevalezca sobre la minoría, aunque ésta sea exigua. Depende, por le contrario, del hecho de que ninguno puede imponer su propia voluntad a los otros, aunque todos se reconozcan ligados a la palabra y a la voluntad del Único, que es nuestro Señor y nuestra libertad. En la Iglesia la atmósfera se enardece y se vuelve sofocante si los encargados del ministerio olvidan que el Sacramento no es una repartición de poder, sino la expropiación de mí mismo a favor de El, en cuya persona debo hablar y obrar. Cuando a la mayor responsabilidad corresponde u
na mayor autoexpropiación, ninguno es esclavo del otro; domina el Señor, y por eso vale el principio de que «el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Co 3, 17).
Cuantos más aparatos construyamos, aunque sean los más modernos, tanto menos espacio hay para el Espíritu, tanto menos espacio hay para el Señor, y tanto menor es la libertad. Pienso que deberíamos comenzar, desde este punto de vista, un examen de conciencia sin reservas en todos los niveles de la Iglesia. En todos los niveles este examen de conciencia debería producir consecuencias muy concretas y traer aparejadas una ablatio que deje transparentar nuevamente el rostro auténtico de la Iglesia. Este podría volver a darnos el sentido de la libertad y del encontrarse en la propia casa de una manera completamente nueva.
La Iglesia no es sólo el pequeño grupo de los activistas que se encuentran juntos en un cierto lugar para comenzar una vida comunitaria. La Iglesia no es ni siquiera la multitud que los domingos se reúne para celebrar la Eucaristía. Por último, la Iglesia es más que el Papa, los obispos y los sacerdotes, que todos aquellos que están investidos del ministerio sacramental. Todos estos que hemos nombrado forman parte de la Iglesia, pero el radio de la «compañía», en la que entramos mediante la fe, va más allá, va incluso más allá de la muerte. De ella forman parte todos los santos, desde Abel y Abrahán y todos los testigos de la esperanza de que habla el Antiguo Testamento, pasando por María, la Madre del Señor, y sus apóstoles, por Thomas Becket y Tomás Moro, hasta Maximiliano Kolbe, Edith Stein y Piergiorgio Frassati. De ella forman parte todos los desconocidos y los no nombrados, cuya fe nadie conoció, salvo Dios; de ella forman parte los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos, cuyo corazón, esperando y amando, tiende hacia Cristo, «el que inicia y consuma la fe», como le llama la Carta a los Hebreos (12, 2). No son las mayorías ocasionales que se forman aquí o allá en el seno de la Iglesia las que deciden su camino o el nuestro. Los santos son la mayoría verdadera y determinante según la cual nos orientamos. ¡Nos atenemos a ella! Ellos traducen lo divino en lo humano, lo eterno en el tiempo. Ellos son nuestros maestros de humanidad, que no nos abandonan ni siquiera en el dolor y en la soledad, es más, en la hora de nuestra muerte caminan junto a nosotros.
Aquí tocamos un aspecto sumamente importante. Una visión del mundo que no pueda dar un sentido al dolor, y hacerlo precioso, no sirve en absoluto. Ella fracasa precisamente allí donde aparece la cuestión decisiva de la existencia. Quienes acerca del dolor sólo saben decir que hay que combatirlo, nos engañan. Ciertamente es necesario hacer lo posible para aliviar el dolor de tantos inocentes y para limitar el sufrimiento. Pero una vida humana sin dolor no existe, y quien no es capaz de aceptar el dolor rechaza la única purificación que nos convierte en adultos.
En la comunión con Cristo el dolor llega a adquirir su significado pleno, no sólo para mí mismo, como proceso de la ablatio en el que Dios retira de mí las escorias que oscurecen su imagen, sino también más allá de mí mismo: él es útil para todo, de manera que todos podamos decir con San Pablo «ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia»
(Col 1, 24). Thomas Becket que junto con el Admirador y Einstein (alusión al título del Mitin para la Amistad entre los Pueblos celebrado el pasado mes de septiembre) nos ha guiado en la reflexión de estos días, nos alienta ahora a dar un último paso. La vida más allá de nuestra existencia biológica. Donde ya no hay motivo por el que valga la pena morir, tampoco la vida vale la pena. Donde la fe nos ha abierto la mirada y nos ha hecho el corazón más grande, he aquí que adquiere toda su fuerza de iluminación otra frase de San
Pablo: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos» (Rm 14, 7-8). Cuanto más estemos radicados en la «compañía» con Jesucristo y con todos aquellos que pertenecen a Él, tanto más nuestra vida será sostenida por la confianza irradiante, a la que una vez más alude San Pablo: «Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Ro 8, 38-39).

Reforma desde los orígenes
Joseph Ratzinger, 1 Sept. 1990.