La Dignidad Infinita

La Dignidad Infinita

11 de abril de 2024 Desactivado Por Regnumdei

Santo Tomás da una explicación de la expresión “dignidad infinita” aplicada a una creatura:

Por Nestor Martinez. Artículo de Infocatólica

Hemos hecho una lectura de la Declaracion “Dignitas infinita” del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, y nos interesa hacer algunos comentarios.


Sobre la “dignidad infinita” del ser humano dice la Declaración:

“Esta dignidad de todos los seres humanos puede, de hecho, entenderse como “infinita” (dignitas infinita), como afirmó San Juan Pablo II en un encuentro con personas que sufrían ciertas limitaciones o discapacidades, para mostrar cómo la dignidad de todos los seres humanos va más allá de todas las apariencias externas o características de la vida concreta de las personas.” (Presentación)

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En su Comentario a las Sentencias, Santo Tomás da una explicación de la expresión “dignidad infinita” aplicada a una creatura:

Comentario a las Sentencias, libro 1, d. 44, q. 1, a. 3 co.

“Y por tanto la bondad de la creatura se puede considerar de dos maneras. O bien según lo que la creatura es en sí misma y absolutamente, y así siempre puede haber algo mejor que cualquier creatura, o bien por comparación al Bien Increado, y así la dignidad de la creatura recibe cierta infinitud por el Infinito al que se compara, como la naturaleza humana [de Cristo] en tanto que está unida a Dios, y la Bienaventurada Virgen en cuanto es Madre de Dios, y la gracia en cuanto nos une a Dios, y el universo en tanto que está ordenado a Dios. Pero sin embargo, en estas comparaciones hay también un doble orden: en primer lugar, porque cuanto algo se refiere a Dios con más noble comparación, tanto más noble es, y así la naturaleza humana en Cristo es nobilísima, porque se compara con Dios por la unión [hipostática], y luego, la Bienaventurada Virgen, de cuyo útero es asumida la carne unida a la Divinidad, y así; en segundo lugar, porque algunas de estas comparaciones miran solamente a la relación, como la del universo con su fin, y la de la madre con el hijo, y por tanto, de la dignidad de la comparación no se puede formar un juicio sobre la cosa absolutamente considerada, como si se dijese que no puede haber algo mejor que la Bienaventurada Virgen, sino bajo cierto aspecto, como si se dice que no puede haber una Madre mejor, ni un universo ordenado a un bien mayor.”

En esa línea, la de la dignidad de una cosa tomada del fin al cual tiende, está lo que dice la Declaración:

“La tercera convicción se refiere al destino último del ser humano: tras la creación y la encarnación, la resurrección de Cristo nos revela un ulterior aspecto de la dignidad humana. En efecto, «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios», destinada a durar por siempre. De este modo, «la dignidad [de la vida humana] no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: “el hombre que vive” es “gloria de Dios” pero “la vida del hombre consiste en la visión de Dios”».” (n. 20)

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La Declaración aclara muy bien la diferencia entre la dignidad ontológica y la dignidad moral:

“El sentido más importante permanece, como se ha argumentado hasta ahora, el vinculado a la dignidad ontológica que corresponde a la persona como tal por el mero hecho de existir y haber sido querida, creada y amada por Dios. (…) A este respecto, la distinción introducida aquí nos ayuda a discernir con precisión entre el aspecto de la dignidad moral, que de hecho puede “perderse”, y el aspecto de la dignidad ontológica que nunca puede ser anulada.” (n. 7)

Solamente le sacaríamos las comillas a “perderse”.

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Es muy buena la síntesis del pensamiento clásico sobre el tema:

“Por último, conviene recordar aquí que la definición clásica de la persona como «sustancia individual de naturaleza racional» explicita el fundamento de su dignidad. En efecto, en cuanto “sustancia individual”, la persona goza de dignidad ontológica (es decir, en el nivel metafísico del ser mismo): es un sujeto que, habiendo recibido la existencia de Dios, “subsiste”, es decir, ejerce la existencia autónomamente. En realidad, la palabra “racional” engloba todas las capacidades del ser humano: tanto la cognitiva como la volitiva, amar, elegir, desear. El término “racional” incluye también todas las capacidades corporales íntimamente relacionadas con las anteriores. La expresión “naturaleza” indica las condiciones propias del ser humano que hacen posibles las diversas operaciones y experiencias: la naturaleza es el “principio del obrar”. El ser humano no crea su naturaleza; la posee como un don recibido y puede cultivar, desarrollar y enriquecer sus capacidades. En el ejercicio de su libertad para cultivar las riquezas de su propia naturaleza, la persona humana se construye a sí misma con el paso del tiempo. Aunque, debido a diversas limitaciones o condiciones, no pueda utilizar estas capacidades, la persona siempre subsiste como “sustancia individual” con toda su dignidad inalienable. Esto ocurre, por ejemplo, en un niño no nacido, en una persona inconsciente, en un anciano en agonía.” (n. 9).

El ejercicio “autónomo” de la existencia por parte del sujeto que “subsiste” ha de entenderse por contraposición al accidente, que no “subsiste” sino que existe “en otro”, a saber, en dependencia del sujeto subsistente o “sustancia”, precisamente. No en el sentido de una total independencia ontológica, operativa y moral, que corresponde solamente a Dios y es contradictoria con la naturaleza de la creatura como tal.

Importante la afirmación (por otra parte evidente) de que el hombre no crea su propia naturaleza, teniendo en cuenta el contexto actual, así como la aclaración de que la existencia de la persona, siendo algo de orden ontológico y no psicológico, subjetivo o del orden de la experiencia interna, subsiste incluso en los casos en que la persona no puede ejercer sus capacidades en el plano operativo.

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Dice la Declaración:

“La diferencia entre el ser humano y el resto de los otros seres vivos, que resalta gracias al concepto de dignidad, no debe hacernos olvidar la bondad de los demás seres creados, que existen no sólo en función del ser humano, sino también con un valor propio y, por tanto, como dones que le han sido confiados para que custodiados y cultivados. Así, mientras se reserva al ser humano el concepto de dignidad, se debe afirmar al mismo tiempo la bondad creatural del resto del cosmos.” (n. 28)

Se entiende el pasaje, pero en realidad, como vimos, Santo Tomás extiende el concepto de “dignidad” a todo el universo creado, por la dignidad infinita del Fin al que ese universo tiende, que es siempre Dios, si bien sin duda que es esencialmente diferente la forma en que tienden a ese fin las creaturas racionales, por un lado, y las irracionales, por otro.

Eso mismo muestra el carácter relativo, aunque real, de la “dignidad infinita” afirmada de una creatura, como expresa el texto citado de Santo Tomás.

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La Declaración habla de la “dignidad existencial”:

“La última acepción es la de la dignidad existencial. Hoy se habla cada vez con más frecuencia de una vida “digna” y de una vida “indigna”. Y con esta expresión nos referimos a situaciones de tipo existencial: por ejemplo, al caso de una persona que, aun no faltándole, aparentemente, nada de esencial para vivir, por diversas razones, le resulta difícil vivir con paz, con alegría y con esperanza. En otras situaciones es la presencia de enfermedades graves, de contextos familiares violentos, de ciertas adicciones patológicas y de otros malestares los que llevan a alguien a experimentar su propia condición de vida como “indigna” frente a la percepción de aquella dignidad ontológica que nunca puede ser oscurecida.” (n. 8)

El concepto no es muy claro, si bien pensamos que se lo puede entender correctamente en el sentido de la adecuación o no de las condiciones concretas que en vive la persona con su dignidad ontológica fundamental. De hecho, ha sido usado por las corrientes anticristianas y antihumanistas para fundamentar por ejemplo la eutanasia en las condiciones en que se considera que la vida que lleva la persona ya no es “digna”.

En todo caso la Declaración precisa que

“Las distinciones aquí introducidas, en todo caso, no hacen más que recordarnos el valor inalienable de esa dignidad ontológica enraizada en el ser mismo de la persona humana y que subsiste más allá de toda circunstancia.” (n. 8)

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Dice también la Declaración, hablando de la imagen de Dios en el hombre:

“La “imagen” no define el alma o las capacidades intelectuales, sino la dignidad del varón y de la mujer. Ambos, en su mutua relación de igualdad y amor recíproco, cumplen la función de representar a Dios en el mundo y están llamados a cuidar y nutrir el mundo.” (n. 11)

Esta afirmación desentona, entendemos, con el sentido general de la Declaración y sobre todo con el concepto mismo de “dignidad ontológica” que para la misma Declaración es el fundamental, como vimos.

En efecto, la Declaración establece la dignidad ontológica de la persona humana en el hecho de que “subsiste”, como vimos en el texto ya citado, pero la sola “subsistencia” no basta para explicar la dignidad de la persona humana, porque la cualidad de ser sustancia y no accidente es común a todas las sustancias corpóreas, por ejemplo, a todos los seres vivos del planeta.

Por eso la definición de Boecio se completa con la expresión “de naturaleza racional”, como recoge el mismo texto, pero precisamente el fundamento de la naturaleza racional del hombre es el alma espiritual, de la cual son facultades la inteligencia y la voluntad, de modo que la afirmación que dice que la imagen de Dios en el hombre no se refiere al alma ni a las facultades intelectuales, sino a la dignidad, parece un contrasentido, que deja a la dignidad humana por así decir “en el aire”, sin fundamento ontológico, precisamente.

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En realidad, la misma Declaración corrige, al menos parcialmente, el pasaje citado con este otro:

“Antes que nada, según la Revelación, la dignidad del ser humano proviene del amor de su Creador, que ha impreso en él los rasgos indelebles de su imagen (cf. Gn 1, 26), llamándolo a conocerlo, a amarlo y a vivir en una relación de alianza con Dios mismo y de fraternidad, justicia y paz con todos los demás hombres y mujeres. En esta visión, la dignidad se refiere no sólo al alma, sino a la persona como unidad inseparable, y por tanto también inherente a su cuerpo, que a su manera participa del ser imagen de Dios de la persona humana y está llamado también a compartir la gloria del alma en la bienaventuranza divina.” (n. 18)

El “no sólo al alma”, lógicamente, incluye también al alma en el fundamento de la dignidad de la persona humana, eso sí, en un contexto siempre restrictivo en el cual no aparece nunca una valoración positiva del alma humana espiritual e inmortal. Lo cual no deja de tener su gravedad en un texto que aparentemente quiere manifestar los fundamentos de la antropología cristiana.

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Dice la Declaración:

“Ser creados a imagen de Dios significa, por tanto, que poseemos un valor sagrado en nuestro interior que trasciende toda distinción sexual, social, política, cultural y religiosa. Nuestra dignidad nos es conferida, no es pretendida ni merecida. Todo ser humano es amado y querido por Dios por sí mismo y, por tanto, es inviolable en su dignidad.” (n. 11)

¿En qué puede radicar ese valor sagrado que tenemos en nuestro interior sino, ante todo, en el alma espiritual, que por serlo, es intelectiva, como enseña Santo Tomas?

Es cierto que nuestra dignidad radica en el hecho de que somos amados por Dios, pero ese amor divino no queda en lo puramente intencional, sino que produce efectivamente algo real, ontológico, en nosotros, ante todo, produce nuestra misma naturaleza humana que consta de alma espiritual y cuerpo, en lo cual está la raíz de la imagen de Dios en el hombre y de la dignidad de la persona humana, incluso del hecho de que pueda hablarse de una dignidad en cierto modo infinita del hombre, por la infinitud del objeto al que tienden a su modo tanto la inteligencia humana, abierta al ente en general, como la voluntad humana, que tiende al bien como tal y en general, y de ese modo tienden a Dios, Ser y Bien Infinito, con esa dignidad “comparativa”, es decir, propia de la creatura no por razón de su ser finito, como dice Santo Tomás en el texto citado, sino por razón del Fin infinito al que tiende.

Y ese algo real y ontológico que Dios produce en nosotros tampoco es una pura relación, sino algo de orden sustancial, “subsistente”, como se ha dicho, precisamente porque es el alma humana, la forma sustancial de un ser subsistente, que además es ella misma “forma subsistente”, como enseña Santo Tomás, es decir, capaz de existir sin materia y por eso mismo capaz de sobrevivir a la muerte, e inmortal.

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En cuanto a lo “cuidar y nutrir el mundo” es una afirmación ambigua y que por supuesto que no se encuentra como tal en la Sagrada Escritura. Poco podemos hacer los humanos por nutrir al planeta como tal, que a diferencia de los seres vivos que sustenta, de hecho no se nutre, y si miramos hacia los millones de galaxias creadas por Dios, podemos decir honradamente que escapan del todo a nuestra responsabilidad.

Suele haber un “localismo” bastante notable en ciertas declaraciones “ecologistas”, como si las palabras “mundo” o “naturaleza” ya quedasen prácticamente ocupadas del todo con nuestro pequeño, más aún, ínfimo, casi inexistente planeta.

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Dice la Declaración:

“El Cristo glorioso juzgará en función del amor al prójimo, que consiste en haber asistido al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado, con los que él mismo se identifica (cf. Mt 25, 34-36).” (n. 12)

Sí, pero no solamente, de lo contrario habrían sido abolidos los Diez Mandamientos y las exhortaciones morales que suelen venir al final de las epístolas paulinas estarían de más.

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Dice también la Declaración, haciendo la historia del concepto de la dignidad de la persona humana:

“A partir de algunas reflexiones filosóficas más recientes sobre el estatuto de la subjetividad teórica y práctica, la reflexión cristiana ha llegado después a acentuar aún más la profundidad del concepto de dignidad, alcanzando en el siglo XX una perspectiva original, como por ejemplo la del personalismo. Esta perspectiva no sólo retoma la cuestión de la subjetividad, sino que la profundiza en la dirección de la intersubjetividad y de las relaciones que unen a las personas humanas entre sí. La propuesta antropológica cristiana y contemporánea también se ha enriquecido con el pensamiento procedente de esta última visión.” (n. 13)

Personalmente nos cuesta ver en qué, concretamente, el “personalismo” ha enriquecido realmente la visión cristiana y católica del hombre. El realismo cristiano y el subjetivismo moderno son como el agua y el aceite, no se mezclan. No se puede jugar simultáneamente en las dos ligas, la del realismo y la del subjetivismo. Lo que se puede hacer es ir pasando subrepticiamente de una a la otra, y vuelta, pero eso no es tener una filosofía, sino tener dos incompatibles entre sí.

El objeto conocido depende o no depende del sujeto cognoscente, de ese dilema no se sale y es inútil buscar una conciliación o una tercera vía entre esas dos tesis, porque son mutuamente contradictorias, y el principio de tercero excluido nos dice que en una contradicción no hay otra posibilidad que afirmar una de las partes y negar la otra.

En realidad, desde el subjetivismo no se puede volver lógicamente al realismo, según el conocido refrán que dice que de un gancho pintado en la pared no se puede colgar un gabán real, sino solamente uno pintado en la pared.

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Aclara muy oportunamente la Declaración:

“Para aclarar aún más el concepto de dignidad, es importante señalar que la dignidad no es concedida a la persona por otros seres humanos, sobre la base de determinados dones y cualidades, de modo que podría ser eventualmente retirada.” (n. 15)

Igual de oportuno es el recuerdo del cambio que ha introducido el cristianismo en la sociedad humana:

“Este nuevo principio de la historia humana, por el que el ser humano es más “digno” de respeto y amor cuanto más débil, miserable y sufriente, hasta el punto de perder la propia “figura” humana, ha cambiado la faz del mundo, dando lugar a instituciones que se ocupan de personas en condiciones inhumanas: los neonatos abandonados, los huérfanos, los ancianos en soledad, los enfermos mentales, personas con enfermedades incurables o graves malformaciones y aquellos que viven en la calle.” (n. 19)

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Más que oportuna la aclaración siguiente sobre la expresión “dignidad personal”:

“En primer lugar, aunque cada vez hay más conciencia de la cuestión de la dignidad humana, sigue habiendo hoy muchos malentendidos sobre el concepto de dignidad, que distorsionan su significado. Algunos proponen que es mejor utilizar la expresión “dignidad personal” (y derechos “de la persona”) en lugar de “dignidad humana” (y derechos “del hombre”), porque entienden por persona sólo “un ser capaz de razonar”. En consecuencia, sostienen que la dignidad y los derechos se infieren de la capacidad de conocimiento y libertad, de las que no todos los seres humanos están dotados. Así pues, el niño no nacido no tendría dignidad personal, ni el anciano incapacitado, ni los discapacitados mentales.

La Iglesia, por el contrario, insiste en el hecho de que la dignidad de toda persona humana, precisamente porque es intrínseca, permanece “más allá de toda circunstancia”, y su reconocimiento no puede depender, en modo alguno, del juicio sobre la capacidad de una persona para comprender y actuar libremente.” (n. 24)

Aclarar que por supuesto que esto no constituye una crítica, válida al menos, a la fundamentación de la dignidad humana en la naturaleza racional del hombre, teniendo en cuenta que esa naturaleza racional consiste ante todo en la posesión de un alma espiritual, de la cual son facultades la inteligencia y la voluntad, de las cuales proceden los actos de la inteligencia y la voluntad, que están abiertos tendencialmente al infinito, como dijimos. La ausencia de dichos actos no prueba, obviamente, la ausencia de las facultades de las cuales esos actos proceden, ni menos aún, la ausencia del alma espiritual que es su fundamento ontológico.

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Dice la Declaración:

“Esta dignidad ontológica y el valor único y eminente de cada mujer y cada hombre que existen en este mundo fueron recogidos con autoridad en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (10 de diciembre de 1948) por la Asamblea General de las Naciones Unidas.” (n. 2)

Propiamente hablando, la ONU no tiene autoridad alguna, porque es una sociedad de naciones y las naciones que la integran son políticamente independientes. En estos tiempos en que la ONU está a la cabeza de los planes de control de la población y de instauración de un único gobierno mundial animado por una ideología anticristiana y antihumana no es oportuno, entendemos, ensalzar su supuesta “autoridad”.

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Precisamente una de las cosas que cuestionan la “autoridad” de la ONU es lo que la Declaración señala acertadamente en este pasaje:

“En segundo lugar, a veces también se abusa del concepto de dignidad humana para justificar una multiplicación arbitraria de nuevos derechos, muchos de los cuales suelen ser contrarios a los definidos originalmente y no pocas veces se ponen en contradicción con el derecho fundamental a la vida, como si hubiera que garantizar la capacidad de expresar y realizar cada preferencia individual o deseo subjetivo. La dignidad se identifica entonces con una libertad aislada e individualista, que pretende imponer como “derechos”, garantizados y financiados por la comunidad, ciertos deseos y preferencias que son subjetivas. Pero la dignidad humana no puede basarse en estándares meramente individuales ni identificarse únicamente con el bienestar psicofísico del individuo. Al contrario, la defensa de la dignidad del ser humano se fundamenta en las exigencias constitutivas de la naturaleza humana, que no dependen ni de la arbitrariedad individual ni del reconocimiento social.” (n. 25)

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La Declaración incluye una acertada crítica, entendemos, del liberalismo económico:

“Además, no sería realista afirmar una libertad abstracta, libre de cualquier condicionamiento, contexto o límite. Por el contrario, «el recto ejercicio de la libertad personal exige unas determinadas condiciones de orden económico, social, jurídico, político y cultural», que a menudo no se cumplen. En este sentido, podemos decir que unos son más “libres” que otros. El Papa Francisco se ha detenido especialmente en este punto: «algunos nacen en familias de buena posición económica, reciben buena educación, crecen bien alimentados, o poseen naturalmente capacidades destacadas. Ellos seguramente no necesitarán un Estado activo y sólo reclamarán libertad. Pero evidentemente no cabe la misma regla para una persona con discapacidad, para alguien que nació en un hogar extremadamente pobre, para alguien que creció con una educación de baja calidad y con escasas posibilidades de curar adecuadamente sus enfermedades. Si la sociedad se rige primariamente por los criterios de la libertad de mercado y de la eficiencia, no hay lugar para ellos, y la fraternidad será una expresión romántica más»”. (n. 31)

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Dice la Declaración acerca de la pena de muerte:

“Será necesario también mencionar aquí el tema de la pena de muerte: también esta última viola la dignidad inalienable de toda persona humana más allá de cualquier circunstancia. Por el contrario, hay que reconocer que «el firme rechazo de la pena de muerte muestra hasta qué punto es posible reconocer la inalienable dignidad de todo ser humano y aceptar que tenga un lugar en este universo. Ya que, si no se lo niego al peor de los criminales, no se lo negaré a nadie, daré a todos la posibilidad de compartir conmigo este planeta a pesar de lo que pueda separarnos».” (n. 34)

Aquí la Declaración se acerca más a la afirmación de que la pena de muerte es intrínsecamente mala, sin hacerla todavía. Y es que entendemos que esa afirmación no se puede hacer, porque implica afirmar que la Iglesia, durante dos mil años, enseñó como moralmente lícito lo que en realidad no lo es, al ser intrínsecamente malo. Lo cual no se ve cómo pueda ser compatible con la infalibilidad de la Iglesia en materias de fe y costumbres, la cual se extiende también al Magisterio ordinario y universal de los Obispos.

El argumento que se da en el texto es totalmente insuficiente, la necesidad de “mostrar” cuán dispuestos estamos a admitir a todo ser humano no nos exige declarar intrínsecamente malo lo que no lo es, condenando así al mismo Magisterio de la Iglesia de siglos.

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Porque además luego, aunque en medio de lo que parece ser (contradictoriamente) una condena de la guerra como tal, se reafirma el derecho a la legítima defensa:

“(…) «incluso reafirmando el derecho inalienable a la legítima defensa, así como la responsabilidad de proteger aquellos cuya existencia está amenazada, debemos admitir que la guerra siempre es una “derrota de la humanidad”. (…) Todas las guerras, por el mero hecho de contradecir la dignidad humana, son «conflictos que no resolverán los problemas, sino que los aumentarán». (n. 38)

Ahora bien, incluso en la deformada perspectiva moderna según la cual el derecho penal no apunta a la restauración del orden de la justicia, sino solamente a la defensa de la sociedad y la reeducación del criminal, al menos se puede argumentar que la pena de muerte es una forma de defensa de la sociedad ante el injusto agresor.

Y si se responde que hoy día hay otras formas eficaces de defensa de la sociedad que hacen innecesaria la pena de muerte, entonces no se trata de que la pena de muerte sea intrínsecamente mala, sino de circunstancias variables, ni por tanto, de que la pena de muerte viole la dignidad inalienable de la persona humana “más allá de cualquier circunstancia”.

Estas dos líneas argumentativas, la que apela a la dignidad intemporal de la persona humana y la que se basa en las supuestamente mejoradas condiciones del mundo actual, se mezclan continuamente en la argumentación de los adversarios de la pena de muerte, que no puede así llegar a una conclusión intelectualmente satisfactoria.

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En cuanto al tema mismo de la guerra, la Declaración parece ambigua e incluso contradictoria, porque a la vez que reafirma el derecho inalienable a la legítima defensa, tiene expresiones tan fuertes contra la guerra, que no se sabe a fin de cuentas a qué atenerse. El Magisterio debería preocuparse más de dar orientaciones claras y coherentes que de expresar desahogos emocionales ante los males del mundo.

Dice en efecto la Declaración:

“Por último, el Papa Francisco subraya que «no podemos pensar en la guerra como solución, debido a que los riesgos probablemente siempre serán superiores a la hipotética utilidad que se le atribuya. Ante esta realidad, hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible “guerra justa”. ¡Nunca más la guerra!».” (n. 39).

¿Hay o no hay entonces un derecho a la legítima defensa de las sociedades que son atacadas militarmente?

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Sigue la Declaración:

“La íntima relación que existe entre fe y dignidad humana hace contradictorio que se fundamente la guerra sobre convicciones religiosas: «quien invoca el nombre de Dios para justificar el terrorismo, la violencia y la guerra, no sigue el camino de Dios: la guerra en nombre de la religión es una guerra contra la religión misma».” (n. 39)

Con lo cual quedan condenadas ante todo varias páginas del Antiguo Testamento, incluidos libros enteros, como los dos de los Macabeos, y páginas gloriosas de la historia de la Iglesia y de los soldados cristianos, como por ejemplo las de la Reconquista española, por nombrar solamente a ésa.

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Dice también la Declaración:

“Es este horizonte de violencia contra las mujeres, no se condenará nunca de forma suficiente el fenómeno del feminicidio.” (n. 46)

Aquí se introduce un concepto cuyo significado escapa a nuestra comprensión. ¿Hay “feminicidio” cada vez que se mata a una mujer? ¿También si se la mata para robarla o si la mata otra mujer? ¿O el “feminicidio” es solamente cuando se mata a una feminista? ¿Y si la mata otra feminista o un transexual? En todo caso ¿se mata más a la mujer que al varón cuando se priva de la vida a alguien?

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Sobre el tema del aborto nos ha gustado sobre todo el siguiente pasaje de la Declaración:

“Se deberá, por tanto, afirmar con total fuerza y claridad, también en nuestro tiempo, que «esta defensa de la vida por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho humano. Supone la convicción de que un ser humano es siempre sagrado e inviolable, en cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo. Es un fin en sí mismo y nunca un medio para resolver otras dificultades. Si esta convicción cae, no quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los derechos humanos, que siempre estarían sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno.” (n. 47)

Lo del “fin en sí mismo”, aplicado al ser humano, se debe matizar, porque en realidad el único Fin último, ante todo para la misma acción divina “ad extra”, es Dios mismo, que ha creado todas las cosas para Su gloria extrínseca, como enseña la mejor teología católica.

Se puede acudir a la categoría de “fin intermedio”, que es el fin que a su vez se ordena a otro fin, porque en efecto, el ser humano, como todo lo creado, se ordena a Dios y a la gloria extrínseca de Dios como a su fin último.

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Igualmente oportuno es lo que dice la Declaración sobre la eutanasia y el suicidio asistido, así como lo que dice sobre la ideología del “género”, a la que eleva demasiado generosamente al rango de “teoría”, pero sin dejar de señalar su carácter ideológico:

“Al mismo tiempo, la Iglesia destaca los decisivos elementos críticos presentes en la teoría de género. (…) Desgraciadamente, los intentos que se han producido en las últimas décadas de introducir nuevos derechos, no del todo compatibles respecto a los definidos originalmente y no siempre aceptables, han dado lugar a colonizaciones ideológicas, entre las que ocupa un lugar central la teoría de género, que es extremadamente peligrosa porque borra las diferencias en su pretensión de igualar a todos»” (n. 56)

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Es importante también lo que dice la Declaración sobre la “maternidad subrogada”:

“La práctica de la maternidad subrogada viola, ante todo, la dignidad del niño. En efecto, todo niño, desde el momento de su concepción, de su nacimiento, y luego al crecer como joven, convirtiéndose en adulto, posee una dignidad intangible que se expresa claramente, aunque de manera singular y diferenciada, en cada etapa de su vida. Por tanto, el niño tiene derecho, en virtud de su dignidad inalienable, a tener un origen plenamente humano y no inducido artificialmente, y a recibir el don de una vida que manifieste, al mismo tiempo, la dignidad de quien la da y de quien la recibe. El reconocimiento de la dignidad de la persona humana implica también el reconocimiento de la dignidad de la unión conyugal y de la procreación humana en todas sus dimensiones. En este sentido, el deseo legítimo de tener un hijo no puede convertirse en un “derecho al hijo” que no respete la dignidad del propio hijo como destinatario del don gratuito de la vida.” (n. 49)

“La práctica de la maternidad subrogada viola, al mismo tiempo, la dignidad de la propia mujer que o se ve obligada a ello o decide libremente someterse. Con esta práctica, la mujer se desvincula del hijo que crece en ella y se convierte en un mero medio al servicio del beneficio o del deseo arbitrario de otros. Esto se contrapone, totalmente, con la dignidad fundamental de todo ser humano y su derecho a ser reconocido siempre por sí mismo y nunca como instrumento para otra cosa.” (n. 50)

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En lo relativo al “cambio de sexo”, dice la Declaración:

“De ahí que toda operación de cambio de sexo, por regla general, corra el riesgo de atentar contra la dignidad única que la persona ha recibido desde el momento de la concepción. Esto no significa que se excluya la posibilidad que una persona afectada por anomalías genitales, que ya son evidentes al nacer o que se desarrollan posteriormente, pueda optar por recibir asistencia médica con el objetivo de resolver esas anomalías. En este caso, la operación no constituiría un cambio de sexo en el sentido que aquí se entiende.” (n. 60)

No queda clara la coherencia de este pasaje, porque en el caso de las anomalías genitales no hay, precisamente, “cambio de sexo”, así que no se entiende el tono dubitativo con que se enuncia el rechazo de dicho cambio. En esto se debe tener particular cuidado, pensamos, porque es táctica habitual de los que defienden estas aberraciones confundirlas con otras cosas que son totalmente legítimas a fin de oscurecer o disimular su carácter aberrante.

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En cuanto a las advertencias se hacen en la Declaración acerca de Internet y la “violencia digital” son en gran medida compartibles. Solamente destacar que también es cierto que Internet ha permitido una vía de expresión más libre, sincera y auténtica que la habitual en los medios tradicionales, por ejemplo, los académicos, que son mucho más susceptibles a la imposición totalitaria de los grandes grupos de poder que gobiernan hoy día el mundo, los cuales nunca abandonan el sueño de gobernar también a la Iglesia.

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Finalmente, no deja de ser preocupante que en la conferencia de prensa en la que se presentó esta Declaración el Card. Fernández haya dicho que se podría modificar el n. 2357 del Catecismo, donde dice que la tendencia homosexual es “intrínsecamente desordenada”.

El argumento parece ser que el texto es “fuerte” y “poco claro”, cuando en realidad es clarísimo y muy preciso, distinguiendo por un lado las tendencias, que como tales no son pecado mientras no intervenga la voluntad, de los actos voluntarios, y por otro lado, señalado el carácter inequívocamente “desordenado” de la tendencia homosexual, en tanto que, propiamente entendida, es tendencia a la realización de actos homosexuales que son intrínsecamente malos.

No se ve, en efecto, cómo dejaría de ser desordenada la tendencia a los actos homosexuales sin que éstos dejasen de ser “intrínsecamente malos”.