«Señor, tú sabes que te amo» (Jn 21, 15)
¿Me amas? ¡Que esa pregunta resuene y encuentre eco profundo en cada uno de nosotros!
San Juan Pablo II: Una pregunta fundamental para Pedro y para nosotros
Homilía (30-05-1980)
Visita Pastoral a París y Lisieux. Misa celebrada en la Catedral de Notre Dame, París
1. ¿Tú amas?
Pregunta fundamental, pregunta corriente. Es la pregunta que abre el corazón y que da sentido a la vida. Es la pregunta que decide sobre la verdadera dimensión del hombre. En ella debe expresarse el hombre por entero y debe también en ella superarse a sí mismo.
¿Me amas?
Esta pregunta ha sido planteada hace un instante en este lugar. Es un lugar histórico, un lugar sagrado. Aquí encontramos el genio de Francia, el genio que quedó expresado en la arquitectura de este templo hace ocho siglos y que sigue siempre aquí, para testimonio del hombre. El hombre, en efecto, a través de todas las fórmulas con las que trata de definirse a sí mismo, no puede olvidar que es, también él, un templo: el templo donde habita el Espíritu Santo. Por este motivo, el hombre ha erigido este templo, que da testimonio de él desde hace ocho siglos: Notre Dame.
Aquí, en este lugar, en el transcurso de nuestro primer encuentro, hay que plantear esta pregunta: «¿Me amas?». Pero debe también plantearse en todas partes y siempre. Es una pregunta que hace Dios al hombre. Y el hombre debe hacérsela continuamente a sí mismo.
2. Esa pregunta fue hecha por Cristo a Pedro. Cristo le preguntó tres vences, y tres veces respondió Pedro. «Simón, hijo de Juan, ¿me amas…? Sí, Señor, tú sabes que te amo» (Jn 21, 15-17).
Y Pedro emprendió desde entonces, con esa pregunta y esa respuesta, el camino que había de seguir hasta el fin de su vida. Ante todo, debía poner en práctica el admirable diálogo que acababa de producirse también tres veces: «Apacienta mis corderos», «apacienta mis ovejas… Sé el pastor de este rebaño, del que yo soy la puerta y el Buen Pastor» (cf. Jn 10, 7).
Para siempre, hasta el fin de su vida, Pedro debía avanzar por ese camino, acompañado de esa triple pregunta: «¿Me amas?». Y conformaría todas sus actividades a la respuesta que entonces había dado. Cuando fue convocado ante el Sanedrín. Cuando fue encerrado en la prisión de Jerusalén, prisión de la que no debía salir… y de la que, sin embargo, salió. Y cuando marchó de Jerusalén hacia el norte, a Antioquía, y luego más lejos aún, de Antioquía a Roma. Y cuando en Roma perseveró hasta el fin de sus días, conoció la fuerza de las palabras según las cuales otro le conduciría a donde no quería ir… (cf. Jn 21, 18).
Sabía también que, gracias a la fuerza de esas palabras, la Iglesia perseveraba «en oír la enseñanza de los Apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración…» y que «cada día el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvos» (Act 2, 42. 47).
Así sucedió en Jerusalén. Y luego en Antioquía. Y luego en Roma. Y sucesivamente también aquí, al Oeste y al Norte de los Alpes: en Marsella, Lión, París.
3. Pedro jamás puede olvidar esta pregunta: «¿Me amas?». La lleva consigo adondequiera que va. La lleva a través de los siglos, a través de las generaciones. En medio de los nuevos pueblos y de las nuevas naciones. En medio de lenguas y de razas siempre nuevas. La lleva él solo y, sin embargo, no está solo. Otros la llevan también con él: Pablo, Juan, Santiago, Andrés, Ireneo de Lión, Benito de Nursia, Martín de Tours, Bernardo de Claraval, el Poverello de Asís, Juana de Arco, Francisco de Sales, Juana Francisca de Chantal, Vicente de Paúl, Juan María Vianney, Teresa de Lisieux.
En esta tierra que tengo hoy la suerte de visitar, aquí en esta ciudad, ha habido y hay muchos hombres y mujeres que han sabido y saben todavía que toda su vida tiene valor y sentido sólo y exclusivamente en la medida en que es una respuesta a esta misma pregunta: ¿Amas? ¿Me amas? Ellos dieron y dan su respuesta de modo total y perfecto —una respuesta heroica— o también de manera común, ordinaria. Pero en todo caso, saben que su vida, que la vida humana en general, tiene valor y sentido en la medida en que es la respuesta a esa pregunta: ¿Tú amas? Solamente gracias a esa pregunta la vida vale la pena de ser vivida.
Yo vengo aquí siguiendo sus huellas. Visito su patria terrena. Recomiendo a su intercesión Francia y París, la Iglesia y el mundo. La respuesta que han dado a esa. pregunta «¿Tú amas?», tiene una significación universal, un valor perdurable. Construye en la historia de la humanidad, el mundo del bien. Sólo el amor construye dicho mundo. Lo construye con trabajo. Debe luchar para darle forma; debe luchar contra las fuerzas del mal, del pecado, del odio, contra la codicia de la carne, contra la codicia de los ojos y contra la soberbia de la vida (cf. Jn 2, 16).
Esta lucha es incesante. Es también antigua como la historia del hombre. En nuestro tiempo, esta lucha para dar forma a nuestro mundo parece ser más grande que nunca. Y más de una vez nos preguntamos, temblando, si el odio no triunfará sobre el amor, la guerra sobre la paz, la destrucción sobre la construcción.
¡Qué elocuencia tan extraordinaria la de esta pregunta de Cristo: «¿Me amas?»! Es fundamental para cada uno y para todos. Es fundamental para el individuo y para la sociedad, para la nación y para el Estado. Es fundamental para París y para Francia: «¿Tú amas?».
4. Cristo es la piedra angular de esta construcción. Es la piedra angular de esta forma que el mundo, nuestro mundo humano, puede tomar gracias al amor.
Pedro lo sabía; él, a quien Cristo preguntó tres veces «¿Me amas?». Pedro lo sabía; él, que a la hora de la prueba negó tres veces a su Maestro.. Y su voz temblaba cuando respondió: «Señor, tú sabes que te amo» (Jn 21, 15). Sin embargo, no respondió: «Y no obstante, Señor, te he decepcionado», sino: «Señor, tú sabes que te amo». Al decir esto, sabía ya que Cristo es la piedra angular sobre la cual, por encima de toda debilidad humana, puede crecer en él, en Pedro, esta construcción que tendrá la forma del amor. A través de todas las situaciones y de todas las pruebas. Hasta el fin. Por eso, escribirá un día, en su Carta que acabamos de leer, el texto sobre Jesucristo, la piedra angular sobre la cual «vosotros, como piedras vivas, sois edificados como casa espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por Jesucristo» (1 Pe 2, 5).
Todo esto no significa otra cosa que responder siempre y constantemente, con tenacidad y de manera consecuente, a esa única pregunta: ¿Tú amas? ¿Tú me amas? ¿Me amas cada vez más?
Es, en efecto, esta respuesta, es decir, este amor lo que hace que seamos «linaje escogido, sacerdocio regio, gente santa, pueblo adquirido…» (1 Pe 2, 9).
Es la que hace que proclamemos las obras maravillosas de Aquel que nos «ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (ib.).
Todo esto Pedro lo supo con la absoluta certidumbre de su fe. Y todo esto lo sabe, y lo continúa confesando, en sus sucesores. El sabe, sí, y confiesa que esta piedra angular, que da a toda la construcción de la historia humana la forma, del amor, de la justicia y de la paz, fue, es y será, verdaderamente, la piedra rechazada por los hombres…, por los hombres, por muchos de ellos que son los constructores del destino del mundo; y, sin embargo, pese a ello, es verdaderamente El, Jesucristo, quien ha sido, es y será la piedra angular de la historia humana. Y es de El, de donde, a pesar de todos los conflictos, las objeciones y las negaciones, a pesar de la oscuridad y de las nubes que no dejan de acumularse en el horizonte de la historia —¡y bien sabéis cuán amenazadoras son hoy, en nuestra época!—, es de El, de donde la construcción perenne surgirá, sobre El se erigirá, a partir de El se desarrollará. Sólo el amor tiene la fuerza de hacer esto. Solamente el amor no conoce ocaso.
Sólo el amor dura siempre (cf. 1 Cor 13, 8). Sólo el amor construye la forma de la eternidad en las dimensiones terrestres y fugaces de la historia del hombre sobre la tierra.
5. Estamos aquí en un lugar sagrado: Notre Dame. Esta espléndida construcción, tesoro del arte gótico, vuestros abuelos la consagraron a la Madre de Dios. La consagraron a quien, entre todos los seres humanos, dio la respuesta más perfecta a esa pregunta: ¿Tú amas? ¿Tú me amas? ¿Me amas cada vez más? Su vida entera fue, en efecto, una respuesta perfecta, sin error alguno, a esta pregunta.
Convenía, pues, que yo comenzase en un lugar consagrado a María mi encuentro con París y con Francia, encuentro al que he sido tan cortésmente invitado por las autoridades del Estado y de la ciudad, por la Iglesia y sus Pastores. Mi visita del lunes a la sede de la UNESCO, en París, adquiere por eso su emplazamiento completo y la dimensión que corresponde a mi misión de testimonio y de servicio apostólico.
Esta invitación es para mí un gran premio. Lo aprecio vivamente. Deseo también, según mis posibilidades y según la gracia de estado que me ha sido concedida, responder a esa invitación y hacerle alcanzar su objetivo.
Por eso, me alegra que este nuestro primer encuentro tenga lugar en presencia de la Madre de Dios, ante la que es nuestra esperanza. Deseo confiarle el servicio que debo cumplir entre vosotros. A Ella también le pido, junto con todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, que este servicio sea útil y fructuoso para la Iglesia en Francia, para el hombre y para el mundo contemporáneo.
6. Son numerosos los lugares de vuestro país donde muy frecuentemente, quizá cada día, mi pensamiento y mi corazón van como peregrinos: el santuario de la Virgen Inmaculada de Lourdes, Lisieux y Ars, adonde esta vez no podré acercarme, y Annecy, adonde he sido invitado desde hace tiempo sin poder hasta ahora realizar mi deseo.
Y he aquí que se presenta ante mis ojos Francia, madre de santos a lo largo de tantas generaciones y siglos. ¡Oh, cuánto me gustaría que volvieran todos a nuestro siglo, a nuestra generación, en la medida de sus necesidades y responsabilidades!
En este primer encuentro, yo deseo que todos y cada uno escuchemos en toda su elocuencia la pregunta que Cristo hizo antaño a Pedro: ¿Amas? ¿Me amas? ¡Que esa pregunta resuene y encuentre eco profundo en cada uno de nosotros!
El futuro del hombre y del mundo depende de ello. ¿Escucharemos esa pregunta ¿Comprenderemos su importancia? ¿Cómo responderemos a ella?