
1.700 años del Concilio de Nicea
Resolvió la herejía arriana que ponía en cuestión la divinidad de Jesucristo
“A comienzos del verano del año 325, comenzaron las sesiones del concilio de Nicea. Había trescientos dieciocho obispos presentes, además de una multitud de sacerdotes, diáconos y acólitos. La gente decía que era como el día de Pentecostés, con ‘hombres de todas las naciones y todas las lenguas’.
Muchos llevaban las gloriosas marcas de los sufrimientos que habían soportado por Cristo. La salud de otros había quedado quebrantada por los largos años en prisión. Allí estaban los obispos ermitaños de Egipto, Pafnucio y Potamon, cada uno de los cuales había perdido un ojo por la fe; Pablo de Neocesarea, cuyos músculos habían sido quemados con hierros al rojo, como demostraban sus manos paralizadas; Ceciliano de Cartago, intrépido y fiel guardián de su rebaño; Santiago de Nísibe, que había vivido durante años en el desierto, en cuevas y montañas, así como Espiridón, el pastor y obispo de Chipre, y el gran Nicolás de Mira, ambos conocidos por sus milagros.
Entre los obispos de Occidente, se encontraban Teófilo el Godo, de cabellera dorada y piel enrojecida, que había ganado a miles para la fe, y Osio el español, conocido como el ‘santo’, nombrado por el Papa como su representante junto con los dos legados papales, Víctor y Vicente. La Iglesia de Oriente también contaba con el venerable Macario, obispo de Jerusalén, y con Anfión, torturado durante la persecución de Diocleciano.
Finalmente, allí estaba el anciano Patriarca de Alejandría, el prelado de más rango de la Iglesia de Oriente, que había llevado consigo a su ayudante, el joven diácono Atanasio”.
El Concilio de Nicea fue uno de los grandes hitos de la historia de la Iglesia y, diecisiete siglos después, brilla como como un faro que sigue iluminándonos y un signo de que Dios no abandonará nunca a su Iglesia.
Cuando el arrianismo negaba la fe en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, y se extendía como un cáncer por todo el orbe cristiano, Nicea reafirmó la fe católica de siempre. Frente a la herejía cómoda y políticamente correcta que concebía a nuestro Señor al modo de los diosecillos griegos, el concilio adoró, contempló y proclamó el Misterio viviente del Verbo encarnado. Por eso, casi dos milenios después, seguimos recitando el credo de Nicea (con las adiciones del concilio posterior de Constantinopla).
Como puede verse en los párrafos del principio, los padres conciliares de Nicea eran hombres de fe, una fe real, vivida y probada, por la que muchos de ellos habían derramado ya su sangre. Por eso sus nombres siguen siendo honrados entre nosotros hasta el día de hoy. Providencialmente, una fe así no se arredraba ante las persecuciones, que aún debían durar mucho tiempo: el “joven diácono Atanasio” que participó en el concilio sería nombrado patriarca de Alejandría años después y tendría que pasar la mayor parte del tiempo huyendo, escondiéndose o en el destierro. Así se cumplió la Escritura: su fuerza se manifiesta en mi debilidad.
Si nos desprendiéramos por un momento de esa extraña manía que tenemos de mirar por encima del hombro a los cristianos que nos precedieron y contemplásemos a los confesores de la fe del concilio de Nicea, quizá aprenderíamos algo. Quizá descubriéramos que nuestro problema no está en encontrar un lenguaje más moderno y a tono con los tiempos, ni en reducir las exigencias de la moral católica hasta hacerla irrelevante ni en sinodalizar a diestra y a siniestra, sino en algo mucho más sencillo: nos falta la fe por la que los obispos de Nicea estaban dispuestos a dar su vida. Y como nos falta fe, somos también tibios en la verdadera caridad y preferimos cambiar la esperanza cristiana por proyectos humanos. Esas “gloriosas marcas” de los sufrimientos soportados por Cristo brillan en nosotros principalmente por su ausencia.
Volvamos al amor primero, que tanto resplandecía en los corazones de los padres de Nicea. La Iglesia nos ha entregado el credo: creámoslo, atesorémoslo, vivámoslo, cantémoslo, suframos por él si hace falta y proclamémoslo a un mundo que se muere porque no tiene la fe que da la vida eterna. Esa es nuestra fe, esa es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús. Amén.
Fuente: Infocatólica